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América

Aguardaría en la habitación con la luz apagada a que sonaran en la torre de la iglesia de El Salvador las campanadas de las doce. Ya disimulando, aunque todavía no hubiera salido a la calle, ya preparado para que no pudieran reconocerme si alguien se cruzaba conmigo, aunque a esas horas y esas noches crudas de invierno no había casi nadie que se aventurara a hacer frente al viento o a la lluvia que batían el gran espacio abierto de la plaza por la que yo iba a cruzar unos minutos más tarde, embozado en mi capa, que era muy recia y daba más calor que un abrigo, con la gorra bien calada sobre los ojos, y además la bufanda tapándome la mitad de la cara. Tú no has conocido inviernos como aquéllos, ni noches tan oscuras. Había bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas que colgaban de cables tendidos sobre las plazas, y que se agitaban enseguida con el viento, así que la luz y las sombras se movían como cuando uno iba por una habitación con una vela en la mano. La plaza entera parecía moverse igual que un barco en medio de una tempestad en las noches de viento. La noche era otro mundo. No había mucha gente que tuviera entonces aparatos de radio, y era raro que hubiera luz eléctrica en todas las habitaciones de una casa. Dabas un paso alejándote del brasero y de la luz y enseguida entrabas en el frío y en la oscuridad. Pasábamos la bombilla y el cable de una habitación a otra por un agujero abierto en un rincón de la pared. Pero además la luz se iba con mucha frecuencia, empezaba a amarillear la bombilla y parecía que se reavivaba, como una vela cuando está a punto de apagarse, y de pronto nos quedábamos a oscuras. Los niños tenían una canción para esas ocasiones:

Que venga la luz, que vamos a cenar pan y huevos fritos y encima una ensalá.

Se iba la luz y ya daba igual tener un aparato de radio o tener bombillas en todas las habitaciones, y había que encender la vela o el candil e ir a acostarse casi a tientas, escaleras arriba hacia los dormitorios tan fríos que las sábanas estaban un poco húmedas cuando se metía uno en ellas, y los pies se quedaban helados. Qué ganas daban entonces de apretarse contra el calor de una mujer bien carnosa y desnuda. El día era el día y la noche era la noche, no como ahora, que se confunden el uno y la otra, como se confunden tantas cosas, por lo menos para nosotros, los que somos ya muy viejos para adaptarnos a estos tiempos. Los inviernos largos y las noches sin fin, negras como boca de lobo en los callejones por los que yo me desviaba al salir de mi casa por miedo a encontrarme a alguien que me conociera si bajaba por la calle Real, recién sonadas las doce en el reloj de la plaza y luego en el del Salvador, que siempre iba un poco retrasado, pero sonaba más hondo, más a bronce, en esa torre tan alta y con las ventanas estrechas que parece más torre de castillo que de iglesia. Nada más empezar a escucharlas se me sobresaltaba el corazón, yo solo y a oscuras esperando en mi cuarto para que nadie sospechara, escuchando el mecanismo de mi despertador, que sonaba tan fuerte que muchas veces me hacía abrir los ojos en mitad de la noche creyendo que oía pasos. Pero los golpes del corazón en el pecho eran más fuertes que los del despertador, y de tanta impaciencia empezaba a dar vueltas por la habitación, pero tenía que quedarme quieto, no vaya a ser que escucharan mis pasos en el piso de abajo, me sentaba en la cama envuelto ya en la capa y con la gorra puesta y notando el frío que me subía desde los pies, esperando a que llegara la hora, a que sonaran las campanadas, tal como ella me había dicho, ordenado más bien, ni un minuto antes de la medianoche, y no por la calle principal sino por los callejones, porque cualquier precaución era poca. Una o dos horas antes ya estaba esperando, muriéndome de ganas, ya se me había puesto tan dura como la tranca de una puerta, como una mano de almirez, y al quedárseme tanto tiempo así acababa doliéndome, parece mentira ahora el vigor que tenía uno cuando era joven. Por lo que más quieras, me decía ella, no salgas antes de tiempo, no te dejes ver. Escuchaba la primera campanada y ya era como si un imán estuviera atrayéndome Yyo no pudiera resistirme, salía de mi habitación y bajaba las escaleras sin encender la vela, tanteando por las paredes, descorría el cerrojo con mucho cuidado para no despertar a nadie, uno de aquellos cerrojos tan grandes que había entonces en las casas. Qué raro que hayan desaparecido todas las cosas que eran normales para nosotros, los cerrojos grandes de hierro, las trancas y los llamadores de las puertas, las llaves de las casas, que podían ser enormes, como yo me imaginaba de chico que debían de ser las llaves del Reino de los Cielos que llevaba San Pedro.

Bajaba embozado por los callejones, desembocaba en la plaza inmensa y oscura de Santa María, una figura solitaria que procuraba deslizarse cerca de las paredes, que se quedaba inmóvil en la esquina del palacio del Ayuntamiento, el único habitante de la ciudad que permanecía despierto a esas horas, casi el único, porque al otro lado de la plaza, en uno de esos edificios colosales y sombríos que tienen de noche algo de grabados fantásticos o decorados de ópera, había alguien que también esperaba contando los minutos y las campanadas del reloj: todas las noches, después de las doce, ella dejaba descorrido el cerrojo de una puertecilla lateral y encendía y apagaba tres veces una linterna de petróleo en la ventana más alta del torreón, y ésa era la señal que él esperaba para cruzar la plaza y empujar la puerta cuyos goznes ella había aceitado y asegurarla luego por dentro con un cerrojo que también se deslizaba en silencio. Sube muy despacio, no enciendas ninguna luz, ni siquiera un mechero o una cerilla, cuenta tres rellanos y cuarenta y cinco escalones, en el tercer rellano habrá un ventanuco a la izquierda y una puerta a la derecha, toca suave tres veces para que sepa que eres tú y empújala y yo estaré esperándote.

Ahora que se le borraban tantos recuerdos y se le olvidaban itinerarios, obligaciones y palabras, le volvían de vez en cuando voces muy precisas, mezcladas con las que escuchaba mientras iba paseando sin rumbo, voces del ayer muy lejano superpuestas a las de un ahora mismo en el que con frecuencia no sabía dónde estaba, como si padeciera rachas no de amnesia, sino de sonambulismo, y se despertara de pronto en una plaza no de su pueblo querido, sino del centro de Madrid, vestido con una ropa que tardaba en reconocer como suya, huésped de un cuerpo viejo y lento que no podía ser el suyo, llamado por voces poderosas o atraído por impulsos antiguos que no sabía adonde lo llevaban.