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Ave María Purísima, le decían, y él contestaba:

– Sin pecado concebida.

Oía las dos voces simultáneas, al mismo tiempo que el ruido de la puerta de cristales al abrirse, y ya no levantaba la cabeza inmediatamente ni interrumpía el trabajo, acostumbrado a esa misma aparición de casi todas las mañanas, a la diferencia de las dos voces y los dos acentos, tan contrastada como las figuras con las que se correspondían, y que vistas de lejos parecían idénticas: las dos monjas con los hábitos iguales, ropones pardos y tocados negros, una más alta y más joven que la otra, las dos con aquellas sandalias que debían de dejarles helados los pies, los pies tan blancos como las manos y las caras, con una blancura translúcida en una de ellas y terrosa y muerta en la otra, la una con la voz limpia y nítida y un acento de muy hacia el norte, la otra ronca, bronquítica, con una ruda entonación aldeana. Pero las dos voces tan dispares sonaban al mismo tiempo cuando una de las monjas empujaba la puerta de cristales mal ajustados y él no tenía que levantar la cabeza para saber enseguida con qué expresión iban a mirarlo cada una de las dos, de súplica amable la una y de malhumorada exigencia la otra, paradas delante de su mesa de zapatero remendón, pidiendo casi cada día una limosna para los pobres, algún par de zapatos viejos que a él ya no le sirvieran, unos céntimos sueltos para las velas del altar o para comprarle medicinas a una madre muy enferma. Pero no hacía falta que enunciaran la petición, porque el tono de sus dos voces ya la declaraba, exactamente simultáneas y concertadas a pesar de que no podían ser distintas, igual que no se parecían en nada las dos monjas y sin embargo eran idénticas si se las veía de lejos, cuando subían desde el fondo de la calle Real en las mañanas de aquel invierno, mañanas frías y desiertas, porque había empezado la aceituna y media ciudad estaba en el campo recogiendo la cosecha, de tal modo que la calle sólo se animaba un poco a la caída de la tarde.

– Ave María Purísima.

Hacía como que estaba irritado con ellas, o hastiado de su persistencia, pero si estaba fumando cuando las veía entrar se quitaba la colilla de la boca y la apagaba apresuradamente contra el filo de la mesa, guardándosela detrás de la oreja, porque no estaban los tiempos para desperdiciar ni una hebra de tabaco. Incluso hacía un confuso ademán como de inclinar la cabeza o de ir a ponerse en pie antes de contestarles con un tono algo burlesco de resignación:

– Sin pecado concebida.

Ya sabéis que sigue siendo un viejo de gran porte, aunque en los últimos tiempos parece que tiene un poco rara la cabeza, pero entonces, con treinta años que tendría, llamaba la atención por lo alto que era, y no se privaba de hacer bromas con las parroquianas que le llevaban a remendar sus zapatos, bromas de doble sentido que más de una vez pasaron a mayores, si bien él tuvo siempre la discreción y la astucia necesarias para que nada llegara a saberse. Al fin y al cabo era directivo de una cofradía de Semana Santa, y desfilaba con una vela en la procesión del Corpus Christi, y entre su clientela -su parroquia, como se decía entonces- había curas de las iglesias próximas, y hasta oficiales del cuartel de la Guardia Civil, que entonces estaba en la plazuela de al lado. Pero él las mataba callando, y os asombraría saber a cuántas damas de buen ver y comunión diaria se pasó por la piedra, aprovechando que iba a llevarles un par de zapatos recién arreglados a una hora a la que el marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela, y algunas veces, lo sé porque él mismo me lo ha contado, las hacía pasar a la trastienda, que era todavía más diminuta que el portal donde trabajaba, y allí les levantaba las faldas y se las beneficiaba contra la pared, en un arrebato de calentura. Entonces las mujeres eran mucho más ardientes que ahora, dice, o decía, porque ya cuenta poco, no como antes, que en cuanto yo le sacaba el tema se embalaba y no había modo de pararlo, y además era un corte ir con él por la calle, porque hablaba muy alto y se las quedaba mirando a todas con un descaro que ya no se lleva, y que tampoco es propio de un hombre de sus años. Mira, no te lo pierdas, mira qué culo, qué tetas tiene ésa, qué andares. El se confesaba, claro, y hacía penitencias tremendas, casi todos los años salía descalzo en la procesión, y algunas veces llevando una cruz muy pesada, eso sí, sin que lo supiera nadie, fuera de su confesor, don Diego, seguro que os acordáis, aquel cura tan colorado que era párroco en Santa María, y que cada dos por tres le amenazaba con negarle la absolución. Se puede cumplir la penitencia, Mateo, pero si no hay propósito de enmienda el sacramento no limpia los pecados. Lo que ocurre es que él, en el fondo de su alma, no creía que el sexto mandamiento fuera tan serio como los otros nueve, sobre todo si uno lo quebrantaba con discreción y amplio disfrute de las partes implicadas, sin escándalo ni daños a terceros, y además sin los tratos degradantes y la falta de higiene que traía consigo el ir de putas, hábito muy extendido entonces, cuando aún había casas legalmente abiertas, pero en el que Mateo decía con orgullo que nunca incurrió. ¿Cómo iba yo a disfrutar con una mujer que estaba conmigo porque le había pagado?

Aquel año fue el del trono nuevo para la Santa Cena, cuando aquel escultor que le debía tanto dinero le pagó a nuestro amigo retratándolo como San Mateo. Mírelo, hermana, decía la monja vieja, fíjese en este zapatero, que tiene la misma cara que el Apóstol, lo que seguro que no tiene es su santidad. Estamos hechos de barro, madre, somos pecadores, aunque buenos cristianos, y no todos podemos dedicarnos en exclusiva como hacen ustedes al culto divino. ¿No dijo eso Cristo en casa de Marta y María? ¿Y no dijo Santa Teresa que nuestro señor también andaba entre los pucheros? Pues a lo mejor también anda por aquí entre mis zapatos viejos y mis medias suelas. Más obras de caridad y menos palabras, remendón, que la fe sin obras es una fe muerta, y además es de paganos tanta afición a los toros. Menos carteles de corridas y más láminas de santos…

La otra monja, la joven, no decía nada, se le quedaba mirando como si pensara en otra cosa o miraba de soslayo a la vieja, y él, poco a poco, en aquellas mañanas de invierno en las que había tan poco trabajo, se fue fijando más en ella, fue distinguiéndola poco a poco de la otra, y también de su figura abstracta de monja, y sorprendiendo gestos tan fugaces que no parecía que hubieran sucedido, rápidas miradas como de disgusto o de hastío, el modo en que la joven a veces se frotaba las manos, o se mordía el labio inferior en un brote de impaciencia que no tenía nada de monjil, que no se correspondía con el hábito o con las sandalias bastas y el tono rezador y meloso que había casi siempre en su voz, en las pocas cosas que decía, apenas Ave María Purísima y Dios se lo pague. Al principio le había parecido que la monja joven actuaba siempre como una subordinada dócil de la otra, la segunda voz en un dúo manso y concertado de iglesia, pero día a día fue observando en ella un principio de discordia, de hostilidad oculta que sólo se revelaba en fogonazos rápidos de ira en las pupilas, el fastidio de ir siempre acompañando a una mujer muy vieja y llena de achaques y manías monótonas, conteniendo el ritmo natural de sus pasos para adaptarlo a la lentitud de la otra, las dos subiendo despacio cada mañana desde el fondo de la calle Real, las siluetas oscuras en la ciudad casi despoblada, la más joven irguiendo a veces la cabeza con un gesto involuntario o secretamente vengativo de gallardía y la vieja encorvada y afanosa, la cara tan arrugada como el manto, las manos secas y los dedos de los pies torcidos como sarmientos en las sandalias penitenciales.

Calle arriba se iban parando una por una en todas las tiendas, os acordáis de cuántas había entonces, y ya han desaparecido casi todas, en la confitería, en la ferretería, en las tiendas de juguetes y de relojes, en la sastrería, en la farmacia, en la barbería de Pepe Morillo, la misma murga todas las mañanas, el ruido de las puertas de cristales al abrirse y de la campanilla que la puerta agitaba, Ave María Purísima, sin pecado concebida, sor Barranco la vieja y la joven sor María del Gólgota, qué dos nombres. Parece que ya no se acuerda de nada, pero cuando estoy con él en su casa y su mujer no nos oye le digo, sor María del Gólgota, y se le pone una media sonrisa como de recordar muy bien y no querer decirlo, no querer todavía que se sepa el secreto, al cabo de tantísimos años. Algunas mañanas, si se retrasaba la visita, empezó a asomarse al tranco de la puerta, con su mandil de cuero y su colilla en la boca, y esperaba a verlas aparecer al fondo de la calle, cuando doblaban la esquina de la plaza de los Caídos, y entonces apagaba la colilla y se la guardaba no detrás de la oreja, sino en el cajón de la mesa, y agitaba la puerta para que el aire fresco limpiara el humo y el olor del tabaco, y apagaba la radio, en la que solía tener sintonizados concursos o programas de toros o de coplas. Qué raro, pensaba, no haberme fijado hasta ahora, no haber visto más que una cara redonda y blanca de monja como cualquier otra. Ahora se daba cuenta de que tenía los ojos grandes y rasgados, y las manos largas y muy delicadas de forma, a pesar de que estaban siempre enrojecidas, de lavar con agua fría, algunas veces moradas de sabañones. Y su cara, a pesar de estar ceñida por una toca, no tenía la redondez algo cruda que solía tener la cara de las monjas, porque era una cara fuerte, un poco a lo Imperio Argentina, dice él, que de joven se pasaba la vida en el Ideal Cinema, nada más cruzando la calle desde el portal de su zapatería, y que en las películas era aficionado a lo mismo que en la realidad, a las mujeres, sobre todo a las artistas de los musicales que bailaban con los muslos al aire, o las que hacían de Jane en las películas de Tarzán, con aquellas falditas tan cortas de piel, y sobre todo, por encima de todas las cosas, a las bañistas en technicolor de las películas de Esther Williams, la propia Esther Williams la primera de todas.