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Le gustaba acordarse de eso, de que la monja más joven, sor María del Gólgota, tenía la barbilla como Imperio Argentina, y de que a pesar de los ropones lúgubres de vez en cuando le era posible hacerse una idea rápida de alguna de sus formas, no el pecho, desde luego, que llevaría como fajado o amortajado, sino una rodilla, o el presentimiento de una cadera o un muslo, cuando subía por la calle y el viento le daba de frente, o el dibujo del talón y el tobillo que prometían la longitud desnuda de las piernas tan blancas en la cavidad sombría del hábito.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

Contestaba sin levantar los ojos de lo que estuviera haciendo, por miedo a que la vieja sor Barranco, que miraba siempre con tanta desconfianza, descubriera una atención excesiva en sus pupilas, y recreándose también en la postergación de su deleite, en el momento en que vería la cara joven de sor María del Gólgota y procuraría conseguir de ella un gesto de simpatía, o de complicidad en su disgusto, en sus miradas de soslayo. Él me dice, o me decía hasta hace nada, que una de sus reglas en esta vida ha sido el buscarse mujeres que no fueran muy guapas, porque dice que las guapas no se dan completamente en la cama, no le ponen ni de lejos la misma fe que la que es un poco fea y tiene que compensarlo haciendo méritos. Las artistas guapas, en el cine, o en las revistas ilustradas. Si es fea la que tienes debajo pues apagas la luz o te las arreglas para no mirarle la cara, dice el tío, pero el rendimiento práctico no tiene comparación, y además hay mucha menos competencia. Salta la carcajada en la barra del bar, frente a las cañas recién servidas y las raciones de calamares y pescado frito, y el narrador de la historia bebe un gran trago de cerveza, chasquea los labios, pica algo y se dispone a seguir contando, tan halagado por la atención de los otros que no repara en que habla muy alto.

Pero ésta, aunque era guapa, sí que le gustaba. Le gustaba tanto que empezó a imaginarse cosas y a tener miedo de dar un paso en falso y cometer alguna tontería. Se me quedaba mirando y me parecía que quería decirme algo, y hacía un gesto señalando a la vieja, como diciéndome, si pudiera librarme de ella, pero luego yo recapacitaba cuando se habían ido y no estaba seguro de haber visto lo que me imaginaba, y al día siguiente llegaban las dos, Ave María Purísima, sin pecado concebida, y por más que yo me fijaba en sor María del Gólgota no veía que me hiciera ninguna señal, o ni siquiera me miraba, ni hacía ningún gesto, se quedaba allí parada mirando un cartel de toros mientras sor Barranco me sacaba la limosna del día y cuando se marchaban decía, Dios se lo pague, y era como si en todo el rato no me hubiera visto, o como si fuera una monja igual que cualquier otra y todo lo que yo había creído ver en ella no fueran más que imaginaciones mías, delirios de estar tantas horas solo y sin hablar con nadie y nada más que clavando puntas y cortando medias suelas rodeado de zapatos viejos, que son la cosa más triste del mundo, porque a mí siempre me hacían pensar en los muertos, sobre todo en esa época, en invierno, cuando todo el mundo se iba a la aceituna y podía pasarse el día entero sin que entrara nadie a hablar conmigo. En la guerra, cuando yo era chico, vi muchas veces zapatos de muertos. Fusilaban a alguien y lo dejaban tirado en una cuneta o detrás del cementerio y los niños íbamos a ver los cadáveres, y yo me fijaba en que a muchos se les habían salido los zapatos, o se veían unos zapatos tirados o un zapato solo y no se sabía de qué muerto eran. Lo mismo se me olvida todo que me acuerdo de cosas que no sé lo que son. Me acuerdo de haber visto hace muchos años en uno de esos noticiarios en blanco y negro que daban en los cines montañas y montañas de zapatos viejos, en aquellos campos que había en Alemania. Pero veo cosas que pasaron hace mucho tiempo y no me acuerdo de lo que he hecho esta mañana, y me parece que me llaman o que me preguntan algo y contesto y mi mujer me dice que vaya manía que he cogido de hablar solo.

– Por el amor de Dios, ¿podría darme un poco de agua?

La hermana joven estaba más pálida de lo habitual esa mañana, la cara apagada y sin brillo, la línea de los párpados enrojecida y las ojeras violáceas, como de malas noches sin dormir. Ante el ceño de contrariedad y la mirada recelosa de sor Barranco él la guió hacia el pequeño corredor en penumbra, contiguo a su portal, donde estaba el cuarto de aseo y la repisa del botijo, uno de esos botijos antiguos en forma de gallo, de barro vidriado, con colores muy vivos, la cresta roja y la panza amarilla. Le pareció vagamente indecoroso que una monja bebiera a pulso del botijo y buscó un vaso limpio donde servirle el agua. Se fijó con disimulo en sus manos, que sostenían el vaso con un principio de temblor, en sus bellos labios incoloros, en su barbilla fuerte por la que se deslizó un hilo de agua, porque las manos temblaban ahora visiblemente, y cuando él quiso sujetar el vaso a punto de caer apretaron con fuerza las suyas, y percibió en sus palmas húmedas una temperatura de fiebre. Cómo apretaban esas manos, delicadas de forma pero grandes y curtidas, qué cerca sentía él en ese momento la respiración afiebrada de la monja y el peso y la carnalidad de su cuerpo, debilitado por disciplinas y ayunos, por el frío sin consuelo que haría sin duda en las celdas, en los refectorios y en los corredores de aquel convento tan viejo que amenazaba ruina. Entonces perdí el juicio y ni yo mismo me creía lo que estaba haciendo, la abracé por la cintura con las dos manos y la apreté contra mí, le busqué los muslos y el culo por debajo del hábito y la besé en la boca aunque ella intentaba apartar la cara, y pensé, como si ya viera lo que iba a pasarme, va a ponerse a gritar, va a entrar la otra monja y a armar un escándalo, casi escuchaba los gritos y veía acercarse a la gente de las tiendas, pero me daba lo mismo, me daba lo mismo o no podía evitar lo que estaba haciendo, y mientras le buscaba la boca y notaba lo caliente que tenía la cara y todo el cuerpo me di cuenta de que podía gritar y sin embargo no gritaba, ni se me resistía, más bien se me abandonaba en los brazos, mientras yo palpaba buscando lo que me había imaginado tantas veces. Entonces vi que cerraba los ojos, como en las películas cuando se acercaba un beso y estaba cortado por la censura, y el hombre y la mujer se apartaban de golpe el uno del otro, como si les hubiera dado una corriente eléctrica. Pero cerraba los ojos no porque hubiera caído en un trance amoroso, sino porque se estaba desmayando, y se le quedaron vueltos y en blanco mientras iba cayendo al suelo sin que yo pudiera sujetarla.