– Sin pecado concebida.
– Oye, ¿es verdad que después sienta bien un cigarro?
– Divinamente.
– Pues yo me fumaría uno.
Al fin le vio la cara, a la luz del mechero de gasolina, y no la reconoció, porque nunca le había visto el pelo, que era castaño y rizado, aunque muy corto, con un punto de aspereza, como el vello del pubis, que casi le había arañado. También era la primera vez que fumaba, pero se aficionó enseguida, a pesar de las toses y del mareo, que le gustaba mucho, dijo, le hacía acordarse de cuando era niña y se mareaba en los caballitos del tiovivo. La pega de las mujeres, si te digo la verdad, es que cuando la cosa ha terminado y el hombre quiere dormirse o marcharse a su casa a ellas les entra un deseo tremendo de conversación, de comunicación, como se dice ahora. Se acomodaron como pudieron en la estrechura imposible del jergón, se echaron encima toda la ropa que tenían, pero aun así, aunque sin más remedio estaban muy apretados el uno contra el otro, tiritaban de frío, y a él le entró de nuevo el miedo a que lo descubrieran y la urgencia de marcharse, pero ella le sujetaba entre las piernas con una destreza recién aprendida y ya infalible y le decía que aún quedaba tiempo, que se encendiera otro cigarrillo, ni siquiera habían sonado las campanadas de las dos.
Le hablaba, en voz muy baja, tan cerca del oído que notaba el roce húmedo de su respiración y de sus labios, que se había pintado de rojo para él, le explicó, con una barra robada en la perfumería de la calle Real en un descuido de la dependienta y de sor Barranco, y le daba la risa cuando se acordaba, la bruja no se fía de mí y no me quita el ojo de encima pero yo soy más rápida que ella, que además está quedándose cegata, merecido lo tiene por todo el veneno de víbora que escupe cada vez que habla, incluso cuando reza el rosario. A él, en el fondo, aquel lenguaje le disgustaba, le parecía tan impropio de una monja como el deleite que sor María del Gólgota ponía en fumar, hasta aprendió a hacer roscos con el humo, expulsándolo despacio entre sus labios pintados. Sor María del Gólgota, qué suplicio de nombre, si yo me llamo de verdad Francisca, o mejor todavía, Fanny, como me llamaba mi padre, que en paz descanse, y que. era muy aficionado a las cosas inglesas, quería el pobre que yo aprendiera a hablar inglés, a jugar al tenis, a escribir a máquina y a conducir automóviles, que fuera a la universidad y estudiara algo serio, no esas tonterías para señoritas ociosas como Magisterio o Filosofía y Letras, sino Medicina, por lo menos, o Física y Química. A mi hermano también le hacía estudiar y practicar deportes, pero yo era claramente su preferida, y además decía que siendo chica yo necesitaba más talentos y astucias para defenderme en el mundo, y mi madre, aunque le dejaba hacer, porque era débil de carácter, por detrás renegaba, a esta chica su padre nos la va a convertir en un marimacho, quién va a querer hacerse novio de una ingeniera o de una campeona de automovilismo, y mi padre, qué vergüenza, si parece mentira, tengo una mujer tan retrógrada que está en contra del avance de su propio sexo.
Imitaba voces, aunque hablara tan bajo, elaboraba populosas funciones teatrales en el secreto de la oscuridad de su celda y del murmullo al oído, la voz grave y lenta de su padre, la voz quejosa de su madre, la de su hermano, que había sido su cómplice y su héroe desde que los dos eran muy pequeños, el croar de rana de la voz de sor Barranco y los diversos tonos de ridículo y perfidia de las otras monjas de la congregación. Yo creo que no me aguantan, que quieren envenenarme, esos mareos que me dan son muy raros, sor Barranco me traía caldos y bebidas calientes a la celda y yo no me fiaba, ande, hermana, que este caldito le va a sentar muy bien, que resucitaría a un muerto. Que se lo beba tu madre, bruja, si empecé a mejorarme nada más dejé de tomar sus caldos y sus bebedizos, y ella, venga, hermana, a levantar ese ánimo, mire qué bien le sentó anoche el reconstituyente que le traje, aunque seguro que fueron más eficaces nuestras plegarias a la Santísima Virgen.
Le adormilaba ese rumor en el oído, y al mismo tiempo le desasosegaba, porque dice que a pesar de un poco libertino seguía siendo buen católico, y que sor María del Gólgota, o Fanny, aunque estaba más buena que una mollaza de pan blanco y recién hecho, palabras textuales, le parecía demasiado irrespetuosa de las cosas santas, y a él le remordía más la conciencia por escucharle sin queja sus improperios de librepensadora que por estar acostándose con ella. Ésa era la pega que tenía, me dijo muy serio, la última vez que le estuve sonsacando, cuando aún no empezaba a írsele la cabeza, lo mucho que hablaba, todo el rato, al oído, chucuchú chucuchú, apretada contra mí, en aquel camastro que tanto crujía y que en cualquier momento podía haberse desarmado bajo nuestro peso, contándome aquellas historias fantásticas de sus padres y su hermano, que unas veces decía que estaba en África y otras en la Tierra de Fuego, y del modo en que una tía suya hizo que la encerraran en el convento y la forzó luego a hacerse novicia, por tu bien, hija mía, no por tu felicidad en el otro mundo, que ya sé que no crees en él, lo mismo que tu padre, sino porque tengas algo de seguridad en éste, y no acabes rapada y afrentada en público, como tu pobre madre, que la pobre no tenía culpa de nada, y mira cómo se trastornó, y cómo tuvimos que ingresarla Dios sabe hasta cuándo.
Lo hacía todo brusca y ávidamente, con la misma agitación entre apasionada y tiránica con que le había quitado la ropa o le había urgido a sobreponerse a las estrechuras dolorosas de su virginidad. Se extasiaba apurando de una larga calada un cigarrillo, apretándole entre sus muslos hasta que le crujían las articulaciones, hundiéndole su lengua movediza en la boca, detalle este que a él no acababa de gustarle, por no parecerle propio de mujeres decentes. Apuraba los besos, los cigarrillos, los minutos, y tal vez sobre todo el deleite de decir en voz alta todas las palabras que desde hacía muchos años la mareaban en el secreto de su pensamiento, la mantenían en una perpetua ebullición de ensoñaciones y rebeldías imposibles, en una intoxicación tan poderosa de recuerdos, deseos, historias, nombres y lugares que con mucha frecuencia perdía por completo el sentido de la realidad. Pero sonaban las campanadas de las dos y le urgía a vestirse con la misma impaciencia con que dos horas antes le había desnudado, le ponía en un bolsillo un sobre con las colillas y cenizas para borrar todo rastro, le guiaba de la mano escaleras abajo, sin tanteos, sin incertidumbre, porque muchas veces parecía que tuviera el don inquietante de ver en la oscuridad. Se asomó un momento a la puertecilla del rincón y le hizo un gesto para que saliera muy rápido, y un segundo más tarde él estaba solo en la extensión oscura de la plaza, aturdido, magullado, tan desconcertado todavía que no disfrutaba plenamente de su vanidad satisfecha y su deseo colmado, que no podía creerse que de verdad se había infiltrado a medianoche en un convento y había desvirgado a una monja.