Pero cómo vamos a irnos, mujer, con qué dinero compraríamos el pasaje del barco, decía él, por decir algo, y ella enseguida montaba en cólera ante su pusilanimidad, le reñía en su murmullo somnífero: todo lo tengo pensado, tú vendes o traspasas tu negocio y algo te darán, estando en un sitio tan bueno, y yo puedo arreglármelas para robar algunas cosas de mucho valor que hay en el convento, candelabros de plata y un relicario de oro macizo, hasta puedo cortar de su marco un cuadro de la Inmaculada que dicen que es de Murillo, y malo sería que no nos dieran por él unos cuantos miles de pesetas. Se quedaba helado nada más que de pensarlo, robo sacrílego aparte de profanación y blasfemia, no sólo la deshonra pública y la excomunión, sino además la cárcel. Ahora empezaba a entenderlo todo, aquella monja demente buscaba algo más en él, aparte de saciar su impía calentura, quería usarlo como instrumento de su huida y cómplice de sus maquinaciones delictivas, no impropias de quien al fin y al cabo era hija de un rojo que la había educado en el amor libre y en el ateísmo, fomentando en ella un descaro sexual que podía ciertamente ser muy gozoso, pero que también era impropio de una mujer decente, cuanto más de una esposa de Cristo.
No dormía, no estaba nunca en lo que estaba, ni en su trabajo ni en sus actividades benéficas o cofradieras, ni en la obligación ni en la devoción, como yo digo, hasta se le olvidaba escuchar los programas de coplas y de toros en la radio. No tenía miedo, tenía pánico, no ya de que alguien lo sorprendiera cuando entraba al convento o salía de él en aquellas noches invernales de temporal que seguían siendo tan oscuras y despobladas, sino de que ella lo arrastrara en su delirio, de que él mismo se trastornase tanto que llegara a perder el sentido común que le había acompañado y guiado siempre y acabara por perder todo lo que tenía, y también todo lo que era, lo que había llegado a ser. Tenía miedo de verla aparecer cada mañana junto a sor Barranco, y hasta que no la veía irse no se quedaba tranquilo, porque le parecía que la vieja estaba ya entrando en sospechas, y que lo vigilaba al mismo tiempo que la vigilaba a ella con el propósito de lograr nuevos indicios de lo que ya suponía, pruebas que los empujarían juntos a una catástrofe en la que él no tenía el menor interés romántico en verse envuelto. Pero si faltaba en sus visitas también se asustaba, imaginando que había caído otra vez enferma y que en el delirio de la fiebre divulgaba el secreto de sus encuentros en la celda, o que se había escapado ya y estaba escondida y en cuanto anocheciera iba a venir a buscarle, tal como había anunciado amenazadoramente muchas veces. Eso me pasa a mí por romper mis normas y liarme con una guapa, y con una guapa además que no tiene marido ni nadie que la sujete, más que esas monjas viejas que no se enteran de nada. Hay que buscarse amantes que sean un poco feas, y que estén casadas y sepan guardar algo de decencia incluso en el adulterio, y si es posible que además tengan una posición económica sólida, porque así es más difícil que les entre la ventolera romántica de dejarlo todo y fugarse con uno, causándole todo tipo de incomodidades y de sobresaltos.
Qué filósofo, el tío, tenías que haber dejado por escrito tus preceptos, para que tus discípulos los siguiéramos al pie de la letra, le decía yo y él se echaba a reír, y me hacía un gesto para que bajara la voz, no fuera a enterarse su mujer. Tus preceptos y también tus memorias, maestro insigne, a no ser que me lo cuentes todo a mí y me nombres tu biógrafo oficial y el albacea de tu legado.
Pero ya es demasiado tarde, ya no recuerda o no cuenta, aunque los médicos le han mirado la cabeza y dicen que no tiene nada, gracias a Dios, que no le ha dado esa enfermedad de los viejos, el Alzheimer, que se ponen imposibles y ya no recuerdan ni conocen, por lo menos todavía no. Dice el médico de la cabeza que a lo mejor lo que le ha dado es una depresión, de no hacer nada y de no conocer a casi nadie en Madrid, pero qué depresión, le digo yo, si éste no se ha puesto triste nunca, y ahora se echa a reír por cualquier cosa él solo, mirando la tele, que estoy haciendo algo en la cocina y oigo unas carcajadas y salgo y es él que está meándose de risa, aunque no tenga ninguna gracia lo que están poniendo, que lo mismo es un entierro o una de esas noticias de guerras y hambres de los telediarios.
No recuerda el fastidio, la angustia, el miedo de las últimas veces, lo trastornada que estaba volviéndose ella, cada vez más áspera y perentoria en sus exigencias eróticas, como si en unas semanas hubiera adquirido toda la depravación en la que otras caen al cabo de largos años de vicio, cada noche más habladora, más ida y monótona en sus historias del pasado y en sus planes demenciales para el porvenir, un porvenir que además ella situaba cada día más cerca, hasta se empeñaba en discutir las mejores fechas posibles para la huida, y le exigía a él promesas y juramentos con amenazas terribles, con visiones insensatas de la libertad y la riqueza que les aguardaba a los dos en América, donde no tardaría nada en encontrar a su hermano aventurero y multimillonario, en poseer un coche larguísimo pintado de rojo o de amarillo o azul y con alerones plateados y una casa con jardín y piscina y toda clase de adelantos mecánicos.
Una noche, en contra de la costumbre, ella no lo arrastró en silencio a su catre endeble y ascético nada más llegar, sino que se apretó contra él en la oscuridad y le sujetó la cara con las dos manos y le dijo al oído con la voz ronca y alterada que antes de poseerla -esa palabra melodramática le gustaba mucho- él tendría que jurarle que en el plazo de una o dos semanas, antes de que terminara la temporada de la recogida de aceituna, por fin se escaparían juntos. ¿No le había dicho él dos o tres noches atrás, embusteramente, para salir del paso, que ya tenía medio concertado el traspaso de su negocio con un zapatero de la vecindad? Como un garfio o una zarpa la mano derecha de la monja, que en tan poco tiempo se había vuelto asombrosamente experta en sus caricias y manipulaciones, se apoderó de su bragueta y empezó a apretar gradualmente, y su voz murmuró algo en el oído que muchos años después a él seguía erizándole el vello cuando lo recordaba, y provocándole un encogimiento viril tan instantáneo como irreparable: si me traicionas te lo arranco todo.
Pero esa noche fue la última vez. Por la mañana se despertó con escalofríos y mareos, y no tuvo fuerzas ni para salir de la cama. En medio del abatimiento y la fiebre sentía el alivio de no acudir al trabajo y de no tener que enfrentarse al diario escrutinio de sor Barranco y sor María del Gólgota. Al tercer día la fiebre fue a peor y hubo que llamar al médico, que diagnosticó un principio muy peligroso de pulmonía y ordenó el ingreso inmediato en el hospital de Santiago. En su angustioso duermevela atribuía la desgracia de la enfermedad a un castigo divino y revivía todo el frío pasado en la intemperie de la plaza y en la celda gélida de sor María del Gólgota: el pecado de la carne, agravado por la blasfemia, y el descuido en abrigarse se habían conjurado para arrojarlo a una cama de hospital, y tal vez también a la tumba, y a los suplicios del infierno. Rezó rosarios, hizo promesasfervientes de santificación y penitencias, de salir descalzo en su procesión durante los próximos veinte años llevando a cuestas una cruz de madera maciza, de someterse a latigazos y cilicios, hasta imaginó que se hacía fraile y que pasaba el resto de su vida cumpliendo penitencia en un convento en pago de las aberraciones que había cometido en otro.
Volvió al cabo de un mes a su portal estrecho y a su mesa de zapatero, pero tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo, y recordaba los días anteriores a su enfermedad con el desapego de las cosas remotas. Las primeras dos o tres mañanas apenas tuvo fuerzas ni ánimos para trabajar, y aguardó con una mezcla de deseo y de miedo la visita de las dos monjas. Pero no aparecieron, y el vecino del portal de al lado, el barbero Pepe Morillo, le dijo que había oído que sor Barranco estaba muy enferma, a causa de los años, y que por algún motivo que no se sabía a la otra monja le habían prohibido salir.