La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros, de convoyes de vagones de mercancías o ganado con las ventanillas clausuradas, avanzando muy lentamente hacia páramos invernales cubiertos de nieve o de barro, delimitados por alambradas y torres de vigilancia. Arrestada en 1937, torturada, sometida a interrogatorios que duraban cuatro o cinco días seguidos, en los que debía permanecer siempre en pie, encerrada durante dos años en una celda de aislamiento, Evgenia Ginzburg, militante comunista, fue condenada a veinte años de trabajos forzados en los campos cercanos al Círculo Polar, y el tren que la llevaba al cautiverio tardó un mes entero en recorrer la distancia entre Moscú y Vladivostok. Durante el viaje las prisioneras se contaban las unas a las otras sus vidas enteras, y algunas veces, cuando el tren se detenía en una estación, se asomaban a una ventanilla o a un respiradero entre dos tablones y gritaban sus nombres a cualquiera que pasara, o arrojaban una carta, o un papel en el que garabateaban sus nombres, con la esperanza de que la noticia de que seguían vivas llegara alguna vez a sus familiares. Si una de las dos sobrevive, si vuelve, irá lo primero de todo a buscar a los padres o al marido o los hijos de la otra, para contarles cómo vivió y murió, para atestiguar que en el infierno y en la lejanía los siguió recordando. En el campo de Ravensbrück Margarete Buber-Neumann y su amiga del alma Milena Jesenska se hicieron ese juramento. Milena le contaba el amor que había vivido con un hombre muerto hacía veinte años, Franz Kafka, y también le contaba las historias que él escribía, y de las que Margarete no había tenido noticia hasta entonces, y por eso las disfrutaría aún más, como cuentos antiguos que nadie ha escrito y sin embargo reviven íntegros y poderosos en cuanto alguien los cuenta en voz alta, la historia del agrimensor que llega a una aldea en la que hay un castillo al que nunca consigue entrar, la del viajante que se despierta una mañana convertido en insecto, la del apoderado de un banco al que un día visitan unos policías de paisano para decirle que va a ser procesado, aunque nunca llega a saber el motivo, la acusación que se formula contra él.
El amor entre Milena Jesenska y Franz Kafka está cruzado de cartas y de trenes, y en él importaron más la lejanía y las palabras escritas que los encuentros reales o las caricias verdaderas. En la primavera de 1939, unos días antes de que el ejército alemán entrase en Praga, Milena le entregó a su amigo Willy Haas las cartas de Kafka que había guardado desde que recibió la última de ellas, dieciséis años atrás, en 1923. En el viaje hacia el campo de exterminio, en las estaciones a oscuras donde el tren se detendría noches enteras, se acordaba sin duda de la emoción y la angustia de los viajes semiclandestinos de otros tiempos, cuando ella estaba casada y vivía en Viena y su amante vivía en Praga, y se citaban a medio camino, en la estación fronteriza de Gmünd, o de la primera vez que se encontraron, después de varios meses escribiéndose cartas, en la estación de Viena. Antes de empezar a escribirse se habían visto una sola vez, en un café, sin reparar mucho el uno en el otro, y de pronto él quería rescatar de los márgenes de la memoria un recuerdo que no podía ser preciso, la cara en la que no había llegado a fijarse, aunque tan sólo unos meses después iba a estar enamorado de ella. Advierto que no consigo recordar su rostro con detalle. Sólo recuerdo cómo se alejaba entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo. Ha subido al tren en Praga y sabe que al mismo tiempo ella ha subido a otro tren en Viena, y su impaciencia y su deseo no son más fuertes que el miedo, porque le angustia saber que dentro de unas horas va a tener tangiblemente en sus brazos a la mujer que casi no es más que un fantasma de la imaginación y de las cartas. El miedo es la infelicidad, le ha escrito. Tiene miedo de que llegue el tren y de encontrar frente a sí los ojos claros de Milena, pero también tiene miedo de que ella se haya arrepentido en el último instante, se haya quedado en Viena con su marido, que no la hace feliz, que la engaña con otras mujeres, pero del que no quiere o no puede separarse. Consulta el reloj, mira los nombres de las estaciones en las que el tren va deteniéndose, y lo atormenta la urgencia de que pasen cuanto antes las horas que faltan para llegar, y también el miedo a la llegada, y teme encontrarse solo en el andén de la estación de Gmünd, y al mismo tiempo tiene miedo de la impetuosa cercanía física de Milena, mucho más joven y más sana que él, más diestra y franca en los atrevimientos sexuales.
El recuerdo inconsciente es la materia y la levadura de la imaginación. Sin saberlo hasta ahora, mismo, mientras yo quería imaginar el viaje de Franz Kafka en un expreso nocturno, en realidad estaba recordando uno que yo mismo hice cuando tenía veintidós años, una noche entera de insomnio en un tren que me llevaba a Madrid, a una cita con una mujer de ojos claros y pelo castaño a la que le había enviado un telegrama minutos antes de comprar mi billete de segunda con dinero prestado y de dejarlo insensatamente todo para ir en su busca. Llegué al amanecer a la estación y no había nadie esperándome.
Cómo sería acercarse en tren a una estación fronteriza y no saber si uno sería rechazado, si no le impedirían cruzar al otro lado, a la salvación que estaba a un paso, los guardias de uniforme que examinaran con cruenta lentitud sus papeles, alzando la mirada arrogante para comparar la cara de la fotografía en el pasaporte con esa cara llena de miedo en la que apenas llega a mostrarse una expresión de normalidad, de inocencia. Después de encontrarse por primera vez con Milena y de pasar con ella cuatro días enteros Franz Kafka volvía en el expreso de Viena hacia Praga con la inquietud de llegar a su trabajo a la mañana siguiente, con una mezcla de felicidad y de culpa, de ebria dulzura e intolerable amputación, pues no sabía acostumbrarse ahora a estar solo ni podía calcular el tiempo que le faltaba para volver a encontrarse con su amante. Cuando el tren se detuvo en la estación de Gmünd la policía fronteriza le dijo que no podía continuar su viaje hacia Praga: le faltaba un papel entre sus copiosos documentos, un visado de salida que sólo podía ser expedido en Viena. La noche del 15 de marzo de 1938, cuando Franz Kafka llevaba ya casi catorce años muerto, a salvo de toda angustia o culpa, de toda persecución, ese mismo expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga se llenó de fugitivos, judíos e izquierdistas, sobre todo, porque Hitler acababa de entrar en la ciudad, recibido por multitudes que aullaban como jaurías, que alzaban el brazo y gritaban su nombre con el estruendo ronco y unánime de un océano atroz, dando vivas al führer y al Reich, clamando por la aniquilación de los judíos. Nazis austriacos uniformados subían al expreso de Praga en las estaciones intermedias y saqueaban los equipajes de los fugitivos, a los que golpeaban y sometían a vejaciones e injurias. Muchos de ellos no llevaban papeles: en la estación fronteriza los guardias checos les impedían continuar el viaje. Algunos saltaban del tren y huían a campo través queriendo cruzar la frontera al amparo de la noche.