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Al mismo tiempo que tú se transfigura la habitación donde estás y la ciudad o el paisaje que se ve desde la ventana, la casa que habitas, la calle por la que caminas, todo alejándose y huyendo nada más aparecido al otro lado del cristal, sin detenerse nunca, desapareciendo para siempre. Ciudades, recuerdos y nombres de ciudades en las que parecía que ibas a vivir siempre y de las que te fuiste para no volver, estampas de ciudades en las que pasaste unos días, recién llegado y ya a punto de marcharte, y que ahora son en la memoria como un desorden de postales en colores fuertes y rancios, como los azules en las postales de las ciudades marítimas en los años sesenta. O ni siquiera eso: ciudades que apenas son nada más que sus hermosos nombres, despojados de toda sustancia por el paso del tiempo, Tánger, Copenhague, Hamburgo, Washington D.C., Baltimore, Göttingen, Montevideo. Quién eras cuando caminabas por cualquiera de ellas, sumergiéndote con miedo y fervor en el anonimato que te ofrecían, en la suspensión y en la pérdida de una identidad que era invisible para cualquiera de los que se cruzaban contigo.

Si acaso lo que menos cambia, a través de tantos lugares y tiempos, es la habitación en la que te recluyes, ese cuarto del que según Pascal no debería uno salir nunca para que no le sobreviniera la desgracia. Estar solo en una habitación es tal vez una condición necesaria de la vida, le escribió Franz Kafka a Milena. Hay en ella un ordenador en vez de una máquina de escribir, pero mi habitación de ahora se parece mucho a cualquiera de las que he ocupado a lo largo de mi vida, de mis vidas, a la primera que tuve a los diecisiete años, con una mesa de madera y un balcón que daba al valle del Guadalquivir y a la silueta azul de la sierra de Mágina. Me encerraba en ella para estar solo con mi máquina de escribir, mis discos, mis cuadernos, mis libros, y a la vez que me sentía apartado y protegido el balcón me permitía asomarme a la anchura del mundo, hacia donde yo quería huir cuanto antes, porque aquel refugio, como casi todos, era también un encierro, y la única ventana por la que deseaba asomarme era la del tren nocturno que me llevaría muy lejos.

Laura García Lorca, que nació en Nueva York y habla un español nítido y castizo que a veces tiene un quiebro de fonética inglesa, me enseñó en Granada, en la Huerta de San Vicente, la habitación de su tío Federico, la última que tuvo, de la que debió irse un día de julio de 1936, en busca de un refugio que no iba a encontrar. Todas las desgracias le vienen al hombre por no saber quedarse solo en su habitación. Vi la habitación de Lorca y se parecía a un recuerdo de habitaciones vividas o soñadas, y también a la expresión exacta de un deseo. Yo había vivido en ese lugar, yo quería vivir alguna vez en una habitación como ésa. Las paredes blancas, el suelo de baldosas como las que había en mi casa cuando yo era niño, la mesa de madera, la cama austera y confortable, de hierro pintado de blanco, el gran balcón abierto a la Vega, a la extensión de huertas salpicadas de casas blancas, a la silueta azulada o malva de la Sierra, con sus cimas de nieve teñidas de rosa en los atardeceres. Me acuerdo de la habitación de Van Gogh en Arles, igual de acogedora y austera, pero con su hermosa geometría ya retorcida por la angustia, la habitación que se abría a un paisaje tan meridional como el de la Vega de Granada y que también contenía las pocas cosas necesarias para la vida y sin embargo tampoco salvó del horror al hombre que se refugiaba en ella.

Me pregunto cómo sería la habitación de Ámsterdam en la que Baruch Spinoza, descendiente de judíos expulsados de España y luego de Portugal, expulsado él mismo de la comunidad judía, redactaba sus tratados filosóficos de seca claridad y pulía las lentes con las que se ganaba la vida: la imagino con una ventana por la que entra una luz clara y gris como la de los cuadros de Vermeer, en los que siempre hay habitaciones que protegen cálidamente de la intemperie a sus ensimismados habitantes y en las que algo les recuerda la amplitud del mundo exterior, un mapa de las Indias o de Asia, una carta llegada desde muy lejos, unas perlas que fueron pescadas en el océano índico. Una mujer de Vermeer lee una carta, otra mira seria y ausente hacia la luz de la ventana y tal vez lo que hace es esperar la llegada de una carta. Encerrado en su habitación, quizás el único lugar en el que no era del todo apátrida, Baruch Spinoza da forma a la curvatura de un cristal que permitirá ver cosas tan diminutas que no las distingue el ojo humano y quiere abarcar sin más ayuda que la de su inteligencia el orden y la sustancia del universo, las leyes de la naturaleza y de la moral humana, el misterio riguroso de un Dios que no es el de sus mayores, que abjuran de él y lo han echado de la sinagoga, ni tampoco el de los cristianos, que acaso lo.quemarían si viviera en un país menos tolerante que Holanda. En una carta a Milena Jesenska Franz Kafka olvida por un momento a su destinataria y se escribe a sí mismo: Eres después de todo judío y sabes lo que es el temor.

Y entonces me viene a la memoria Primo Levi en su piso burgués de Turín, la casa donde había nacido y en la que murió, tirándose o cayendo por azar al hueco de la escalera, donde vivió toda su vida, salvo apenas dos años, entre 1943 y 1945. En septiembre de 1943, cuando lo detuvieron los milicianos fascistas, Primo Levi se había marchado de su habitación segura y su casa de Turín para unirse a la resistencia, y llevaba consigo una pequeña pistola que apenas sabía manejar, y que en realidad no había disparado nunca. Había sido un buen estudiante, licenciándose en Química con notas excelentes, disfrutando de lo que aprendía en los laboratorios y en las aulas igual que de la literatura, que para él tuvo siempre la misma obligación de claridad y exactitud que la ciencia. Un hombre joven, menudo, aplicado, con gafas, educado en una familia ilustrada y burguesa, en una ciudad culta, laboriosa, austera, acostumbrado desde niño a una vida serena, en concordancia con el mundo exterior, sin la menor sombra de alguna diferencia que lo separase de los otros, ni siquiera su condición de judío, ya que en Italia, y más aún en Turín, un judío era, a los ojos de los demás y para sí mismo, un ciudadano idéntico a los otros, sobre todo si pertenecía, como Primo Levi, a una familia laica, ajena a la lengua hebrea o a cualquier práctica religiosa. Sus antepasados habían emigrado de España en 1492. Dejó su habitación, su casa segura, en la que había nacido, y probablemente al salir al portal lo estremeció el pensamiento de que no volvería, y cuando regresó, tres años más tarde, flaco como un espectro, sobrevivido del infierno, debió de sentir que en realidad estaba muerto, que era el fantasma de sí mismo el que volvía a la casa intocada, al portal idéntico, a la habitación ahora extraña en la que nada había cambiado durante su ausencia, en la que ningún cambio visible se habría producido si él hubiera muerto, si no hubiera escapado del lodazal de cadáveres del campo de exterminio.