Cambias de vida, de habitación, de cara, de ciudad, de amor, pero aun despojándote de todo queda algo que permanece siempre, que está en ti desde que tienes memoria y mucho antes de alcanzar el uso de razón, el núcleo o la médula de lo que eres, de lo que nunca se ha apagado, no una convicción ni un deseo, sino un sentimiento, a veces amortiguado, como una brasa oculta bajo las cenizas del fuego de la noche anterior, pero casi siempre muy agudo, latiendo en tus actos y tiñendo las cosas de una duradera lejanía: eres el sentimiento del desarraigo y de la extrañeza, de no estar del todo en ninguna parte, de no compartir las certidumbres de pertenencia que en otros parecen tan naturales o tan fáciles, la seguridad con que muchos de ellos se acomodan o poseen, o se dejan acomodar o poseer, o dan por supuesta la firmeza del suelo que pisan, la solidez de sus ideas, la duración futura de sus vidas. Eres siempre un huésped que no está seguro de haber sido invitado, un inquilino que teme que lo expulsen, un extranjero al que le falta algún papel para regularizar su situación, un niño gordito y apocado entre los fuertes y los brutos del patio de la escuela, el lento de los pies planos entre los soldados del cuartel, el afeminado y retraído entre los agresivamente machos, el alumno modelo que se muere por dentro de soledad y vergüenza y quisiera ser uno de esos réprobos de la clase que se burlan de él, el padre de familia embalsamado de tedio y rencor conyugal que mira de soslayo a las mujeres mientras pasea del brazo de la suya un domingo por la tarde, por una calle de su ciudad de provincia, el empleado interino que no acaba de lograr un contrato fijo, el negro o el marroquí que salta a una playa de Cádiz desde una barca clandestina y se interna de noche en un país desconocido, empapado, muerto de frío, huyendo de los faros y las linternas de los guardias civiles, el republicano español que cruza la frontera de Francia en enero o febrero de 1939 y es tratado como un perro o como un apestado y enviado a un campo de concentración, a la orilla hosca del mar, encerrado en una geometría siniestra de barracones y alambradas, la geometría y la geografía natural de Europa en esos años, desde las playas infames de Argelès-sur-Mer donde se hacinan como ganado los republicanos españoles hasta los últimos confines de Siberia, de donde regresó viva Margarete Buber-Neumann para ser enviada no a la libertad sino al campo alemán de Ravensbrück.
Eres lo que no sabes que podrías ser si te vieras arrojado de tu casa y de tu país, si te hubiera detenido una patrulla de la Gestapo mientras lanzabas octavillas al amanecer en una calle de Bruselas y te colgaran de un gancho sujeto a las esposas que te atan las manos a la espalda, de modo que al levantarse la cadena y separarse tus pies del suelo escuchas el ruido de las articulaciones de tus brazos al descoyuntarse, si te encerraran en un vagón de ganado en el que hay otras cuarenta y cinco personas y tuvieras que pasar en él cinco días enteros de viaje, y escucharas de día y de noche el llanto de un niño de pecho al que su madre no puede amamantar ni callar y tuvieras que lamer el hielo que se forma en los intersticios de los tablones del vagón, porque en los cinco días no se reparte alimento ni agua, y cuando por fin se abre la puerta en una noche helada ves a la luz de los reflectores el nombre de una estación que no has visto ni escuchado nunca antes y no te sugiere nada, sólo una forma aguda de terror, Auschwitz. Nadie sabe de antemano si va a ser cobarde o valiente cuando llegue la hora, me dijo mi amigo José Luis Pinillos, que en una vida remota, cuando era un muchacho de veintidós años, luchó con uniforme alemán en el frente de Leningrado: uno no sabe si cuando vea acercarse al enemigo saltará hacia él o si se quedará paralizado, blanco como un muerto, cagándose literalmente por las patas abajo. Yo no soy quien era entonces, y estoy muy lejos de las ideas que me llevaron allí, pero hay algo que sé y me gusta saber, sé que fui insensato y temerario, pero no fui cobarde, y sé también que no es mérito mío, que pude haberlo sido, igual que lo fueron otros, incluso algunos que se las daban de muy valerosos antes de que empezaran a silbar los disparos. Pero también yo estoy vivo, y otros murieron, valientes o cobardes, y muchas noches, cuando no puedo dormir, me acuerdo de ellos, me parece que vuelven para pedirme que no les olvide, que diga que existieron.
No sabes lo que hubieras sido, lo que podrías ser, pero sí lo que de un modo u otro has sido siempre, visiblemente o en secreto, en la realidad y también en los ensueños de la imaginación, aunque tal vez no a los ojos de otros. ¿Y si fueras de verdad lo que otros perciben, y no lo que tú imaginas ser, igual que no eres quien tú ves en el espejo, y que tu voz no suena como tú la escuchas? Hans Mayer, nacionalista austriaco, hijo de madre católica, agnóstico él mismo, aficionado a la literatura y a la filosofía, a vestirse en los días de fiesta el pantalón corto con peto y los calcetines altos del traje folklórico, rubio, con los ojos claros, comprendió que era judío no porque su padre lo hubiera sido, ni porque algún rasgo físico o costumbre o creencia religiosa determinara esa filiación, sino porque otros decretaron que lo era, y la prueba indeleble de su judaísmo acabó siendo el número de prisionero que llevaba tatuado en el antebrazo. En su habitación de Praga, en casa de sus padres, en su oficina de la compañía de seguros contra accidentes laborales, en las habitaciones de los sanatorios, en la habitación del hotel de la ciudad fronteriza de Gmünd donde aguardaba la llegada de Milena Jesenska, Franz Kafka inventó anticipadamente al culpable perfecto, al reo de Hitler y de Stalin, Josef K., el hombre que es condenado no porque haya hecho nada, o porque se haya distinguido por algo, sino porque ha sido designado culpable, y no tiene defensa porque no sabe cuál es la acusación, y cuando van a ejecutarlo en vez de rebelarse acata con mansedumbre la voluntad de los verdugos, incluso con vergüenza de sí mismo.
Puedes despertar una mañana a la hora ingrata del madrugón laboral y descubrir con menos extrañeza que vergüenza que te has convertido en un enorme insecto, puedes entrar al café de todos los días creyendo que nada se ha modificado ni en ti ni en el mundo exterior y comprobar en el periódico que ya no eres quien creías que eras y no estás a salvo de la persecución y la infamia. Puedes llegar a la consulta del médico creyéndote invulnerable a la muerte, titular de un tiempo de vida prácticamente ilimitado, y salir media hora más tarde sabiendo que hay algo que te aleja y te separa de los otros, aunque nadie todavía pueda advertirlo en tu cara, que a diferencia de ellos, que se imaginan eternos, tú llevas contigo, dentro de ti, por la misma calle por la que viniste con tanta despreocupación, una sombra que ellos no ven y en la que no piensan, aunque también les ronde y les esté esperando. Eres el médico que aguarda en la penumbra de su despacho al paciente a quien debe darle la noticia de su enfermedad, y teme el momento de su llegada y el de las neutras palabras necesarias, pero sobre todo eres el otro, el enfermo, que todavía no sabe que lo es, que aún viene tranquilamente por una calle habitual dándose tiempo porque llega temprano a la cita, hojeando un periódico que acaba de comprar y que se quedará olvidado en la mesita de la sala de espera, un periódico con una fecha igual a cualquier otra en la sucesión de los días y que sin embargo marcará la frontera, el antes y el después, el último día de una vida y el comienzo de otra en la que ya no puedes ser el mismo, en la que recordarás a quien fuiste hasta ese momento como alguien más ajeno a ti que un desconocido.
Eres quien sube la escalera con el periódico bajo el brazo, quien ha estado a punto de olvidar la cita con el médico, incluso de cancelarla, tan trivial parecía el reconocimiento, la prescripción de los análisis, quien empuja la puerta de la consulta y da su nombre a la enfermera, sin saber que ese nombre ya no designará a la misma persona, eres quien se acomoda en un sofá de la sala de espera y mira el reloj sin saber que está marcando los últimos minutos de su antigua vida, quien todavía imagina que posee un patrimonio intacto de tiempo futuro, virtualmente ilimitado, una garantía de vigor y salud. Miras el reloj, cruzas las piernas, abres el periódico, en la consulta de un médico o en un café de Viena en noviembre de 1935, y entonces sucede algo que va a cambiarte para siempre la vida, a expulsarte de la normalidad y del país a los que creías pertenecer, y en los que de pronto sabes que eres extranjero. Eres el huésped de un hotel que una noche se despierta con un golpe de tos y escupe de pronto un chorro de sangre. En el periódico lees las leyes de pureza racial que acaban de promulgarse en Nüremberg y descubres que aunque no lo parezcas ni lo hayas pensado ni deseado nunca eres un judío, y estás destinado a la persecución y al exterminio. La enfermera aparece sonriendo en el umbral de la sala de espera y te dice que el doctor ya está dispuesto a recibirte, y cuando te levantas para seguirla dejas sobre la mesa el periódico que no has empezado a leer, y al salir de la consulta, convertido en otro, ya no te acordarás de recogerlo. Una mañana, al despertarse, Gregori Samsa se encontró convertido en un enorme insecto. Algunas veces me cruzaba en las calles de la ciudad que imaginaba la mía con judíos pobres emigrados del Este, con sus largos abrigos de brillo grasiento y sus sombreros negros, con los rizos muy sudados en las sienes, y me repelían un poco y me sentía aliviado de no ser como ellos, de no parecerme en nada a aquellas figuras obstinadamente singulares y arcaicas que se movían por las calles despejadas de Viena igual que por las aldeas de Polonia, de Galitzia o de Ucrania de las que habían emigrado. Nadie me tomaría por uno de ellos, pensaba, a mí nadie me impedirá la entrada a un parque o a un café, ni me hará caricaturas zafias en la prensa amarilla que publica a diario calumnias y diatribas contra los judíos. Pero ahora sé que aunque mi aspecto exterior no permita adivinarlo, aunque siga teniendo cara de salud y aire de respetabilidad yo estoy tan marcado como ellos. Eres lo que otros ven en ti, y te transfiguras delante de sus ojos, y el hombre saludable y rubio que lee el periódico en un café de Viena, una mañana de domingo, vestido con pantalón corto y calcetines altos y peto tirolés será muy pronto, a los ojos del camarero que le ha servido tantas veces, tan repulsivo como el judío pobre y ortodoxo al que humillan por diversión unos jóvenes con brazaletes rojos y camisas pardas, y viajará con él en un vagón de ganado y acabará teniendo exactamente el mismo aire de cadáver ambulante por los barrizales del campo de exterminio, vistiendo ahora el mismo gorro y el mismo uniforme de rayas y compartiendo al final la misma muerte de asfixia, oscuridad y pánico en la cámara de gas. Eres lo que no sabías y lo que tal vez adivinó el médico al verte la primera vez, con su mirada experta en dilucidar lo que todavía permanece secreto, el médico que juega con una concha blanca entre los dedos y roza con el mismo sigilo el ratón del ordenador, buscando en el archivo los datos que confirman el dictamen, la segura condena, el nombre que ninguno de los dos pronuncia. Cuando sales a la calle, al cabo de no más de una hora, deslumbrado al principio por el sol, después de que tus ojos se habituaran a la penumbra de la consulta, la ciudad a la que vuelves ya no es la misma que creías conocer, y ahora los hombres y las mujeres que se cruzan contigo ya no son tus semejantes, y hasta la textura de la realidad ha cambiado, aunque superficialmente permanezca idéntica, igual que tu cara y tu aspecto general son los mismos cuando los ves de soslayo en el espejo de un escaparate. Caminas por la ciudad que ya no es la tuya con una sensación de agrio despertar, de haber abierto los ojos a la luz rara del amanecer y descubierto con menos asombro que vergüenza que te has convertido en algo inusitado, en un gran insecto, en un enfermo, en alguien que sabe que va a morir; pero la sensación también es la de estar soñando, la de moverte en el interior de una pesadilla, más siniestra porque todas las cosas que aparecen en ella son las cosas normales, y los lugares los de cada día, y la luz la de una mañana soleada de Madrid. Caminas por una acera familiar de Berlín pisando los cristales de los escaparates apedreados durante la noche, oliendo la gasolina con la que fueron quemadas las tiendas de tus vecinos judíos. Y ahora cae sobre ti, regresa inundándote desde lo más lejano del pasado, el sentimiento de la extrañeza y de la lejanía, la sospecha amarga y ahora confirmada de no pertenecer al mismo mundo, a la normalidad de los otros, y con la extrañeza y la lejanía, inseparable de ellas, vuelve o llega el miedo, no el desagrado abstracto ante la idea de morir, sino un principio de vértigo o de fragilidad que te estremece el cuerpo entero, te debilita ligeramente las rodillas, el pánico a la inminencia de la muerte, que te separa de los otros, que te aísla mientras caminas ahora mismo como una celda invisible, mientras pasas junto al mismo kiosco donde compraste al venir el periódico que sólo ahora recuerdas haber dejado entre las revistas de la sala de espera, abierto y no leído, el periódico de anchas hojas sujetas por un bastidor de madera bruñida que el camarero del café recoge de la mesa en una taza vacía y un cenicero con colillas.