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Mi amigo tiene ochenta años, casi la edad que tenía mi abuelo paterno al morir, pero no piensa en la muerte, me dice, igual que no pensaba en ella cuando se encontraba en el frente ruso en el invierno de 1943, un alférez muy joven que iba a ser ascendido muy pronto a teniente por méritos de guerra y a ganar una Cruz de Hierro. No se piensa en la muerte cuando se tienen veinte años y a cada instante se está a punto de morir, cuando uno avanza con una pistola en la mano sobre la tierra de nadie y de golpe recibe en la cara y en el uniforme los chorros de sangre de alguien que iba a su lado y acaba de ser alcanzado por una ráfaga de ametralladora, y un instante más tarde es un despojo de vísceras tirado en el barro: no se piensa en la muerte, sino en el frío que hace, o en el rancho que tarda en llegar, o en el sueño, porque en la guerra lo peor era el frío y la falta de sueño, dice mi amigo, y toma un sorbo corto y reflexivo de vino, sentado frente a mí, más viejo que cualquiera de los comensales que hay ahora mismo en el restaurante, todos varones, uniformes en sus edades y en sus trajes de ejecutivos intermedios, alguno de ellos conversando en un inglés escaso pero desenvuelto, en ese tono demasiado alto que suele usarse en un lugar público al hablar por un teléfono móvil. Se cruzan conversaciones con la nuestra, pitidos y musiquillas de teléfonos móviles, ruidos de platos y de vasos, y yo tengo que esforzarme en no perder una parte de las palabras que me dice mi amigo, me inclino hacia él sobre la mesa, especialmente cuando dice un nombre extranjero, el de un general alemán o el de un sector ruso del frente, el nombre de esa ciudad de la que hasta ese momento yo no había sabido que existiera, una de tantas ciudades del mundo de las que uno no oirá hablar jamás, igual que tanta gente no sabe ni el nombre de mi pequeña ciudad natal, tan prolijamente real para mí, tan minuciosa en su existencia, en su censo de vivos y de muertos, de vivos a los que ya no veo casi nunca y muertos que se van quedando cada vez más atrás en el olvido, aunque de vez en cuando vuelvan de golpe a mí, como ha vuelto mi abuelo paterno, que murió hace ya catorce años.

Me acuerdo de esa sentencia de Pascal, mundos enteros nos ignoran. Y sin embargo esa ciudad extranjera va cobrando una presencia en mi imaginación que le ha concedido mi amigo al decir su nombre en un restaurante de Madrid: la primera vez que me lo dijo no le presté atención, porque me importaba más la historia que él me estaba contando, y luego volvió a decírmelo y yo no lo capté, tal vez porque lo borró un fragmento de conversación en la mesa cercana o la señal tan aguda de un teléfono móvil. Así que interrumpí su relato y volví a preguntarle el nombre de la ciudad, de la que hasta ese momento yo sólo había comprendido que se encuentra en Estonia. Pero quién puede imaginar cómo es Estonia, qué hay detrás de ese nombre, dentro de él, como en el interior de aquellas pequeñas campanas de cristal con paisajes nevados que había antes en las casas, y en las que caía la nieve cuando se las agitaba: cae la nieve también en el invierno de esa ciudad estonia, una ciudad pequeña, dice mi amigo, de provincias, junto a un río que se llama igual que ella, Narva, el río Narva, por el que bajaban grandes bloques de hielo, me dice, acordándose de pronto, y ese pormenor rescatado le permite saber que fue a principios del invierno cuando llegó a la ciudad.

Luego he vuelto a casa en un taxi, desde la soleada anchura otoñal del oeste de Madrid hasta las calles ya sombrías del centro, en las que la noche está más cerca, la noche y también el frío algo húmedo de los atardeceres de invierno, niebla y humedad y olor a bosque en el camino que discurre junto a un río que está empezando a helarse y que desemboca en el Báltico trece kilómetros más allá de la ciudad que lleva su nombre. Iba en un taxi por Madrid pero viajaba por los recuerdos y los lugares que me había relatado mi amigo, y en los diez o quince minutos de la carrera cabían tantos años lejanos como en la vida de alguien, igual que en el Madrid que yo apenas miraba por la ventanilla podía ver también la capital oscura y en ruinas a la que mi amigo volvió después de sus aventuras en la guerra de Europa, ya descreído, pero aún no desengañado del todo, guardando con pudoroso orgullo su Cruz de Hierro, que conserva todavía como un talismán de su juventud ya remota, casi improbable en la distancia.

Oía sin prestar atención las voces de la radio del taxi y la diatriba del taxista contra algo, contra el gobierno o contra el estado del tráfico, pero pensaba en ese nombre, lo paladeaba sin decirlo, me hacía el propósito de buscarlo en la Enciclopedia Británica en cuanto llegara a casa, Narva, donde mi amigo estuvo en 1943 y adonde volvió treinta años más tarde con el propósito más bien imposible de encontrar a alguien, a una mujer a quien había visto una sola vez, una noche, en un baile para oficiales alemanes al que él fue invitado porque era uno de los pocos españoles de la División Azul que hablaba alemán, y también porque le gustaba Brahms y en un cierto momento había tarareado un pasaje melódico de su tercera sinfonía: la guerra estaba hecha de casualidades así, de cadenas de azares que lo arrastraban a uno o lo salvaban, y su vida podía depender no de su grado de heroísmo, de cautela o de astucia, sino de que se inclinara para atarse una bota un segundo antes de que llegase una bala o una esquirla de metralla al punto del aire donde había estado su cabeza, o de que un compañero le cambiase el turno de una patrulla de exploración de la que no regresaría nadie vivo. Él se había salvado así muchas veces, al filo mismo de una desgracia que abatía a otros, por casualidades, por fracciones de segundo: quién sabe si al ir a esa ciudad de Estonia con un permiso de dos días no había eludido también una ocasión segura de morir, si la melodía tan querida de Brahms, uno de los nombres entonces sagrados sobre los que fundaba su amor por Alemania, no había cambiado sutilmente el curso de su vida, no sólo preservándola, sino obligándole también a que empezara a abrir los ojos, a descubrir un espanto para el que nada lo había preparado, y que le dejó una huella mucho más duradera que el vértigo insensato del coraje y el peligro.

Había habido una inspección de nuestro sector y el comandante de mi batallón me pidió que hiciera de guía de los oficiales alemanes. Los estuve acompañando varios días, y aunque los alemanes no confiaban mucho en nosotros, uno de ellos, un capitán casi tan joven como yo, simpatizó conmigo, y todo porque me gustaba Brahms, mira qué cosas pasaban en la guerra. Íbamos callados, los tres oficiales alemanes y yo, junto a un parapeto entre dos nidos de ametralladoras, en uno de esos días tranquilos en los que parecía que nada iba a moverse en el frente, y sin darme mucha cuenta yo tarareaba algo. Entonces aquel capitán empezó a tararear lo mismo que yo, pero no de cualquier manera, sino con todas sus notas, y empezó a andar más despacio, para disfrutar mejor del recuerdo de la música. Mi amigo tararea también, con la boca cerrada y los ojos entornados, y la música que enuncia puedo seguirla con más claridad que muchas de sus palabras, a pesar del ruido del restaurante, las voces y los cubiertos y los teléfonos móviles: la reconozco enseguida porque a mí también me gusta mucho, una melodía poderosa y sentimental que tiene algo de música de cine, una de esas músicas de cine que ya estaban antes de que el cine existiera. Caí en la cuenta enseguida, antes de que el alemán me lo dijera, el tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. Ahora los otros dos oficiales se habían quedado atrás señalándose el uno al otro, sin duda con reprobación, alguna deficiencia de las defensas españolas, y el capitán, a mi lado, entornaba los ojos y movía ligeramente la cabeza, y con la mano derecha parecía que dibujaba la música en el aire, el dedo índice enguantado de negro era la batuta con la que se dirigía a sí mismo, con la que me mostraba a mí las líneas onduladas de la melodía, la repetición de un tema tristísimo que parece al mismo tiempo la máxima expresión del dolor y su consuelo más misericordioso. Me contó que en la vida civil era profesor de Filosofía en un Gimnasium y que tocaba el clarinete en la orquesta de su ciudad y en un grupo de cámara. Yo mencioné entonces el quinteto para clarinete de Brahms y el alemán se emocionó hasta un extremo un poco embarazoso de amaneramiento, pero ésas no son las palabras exactas que ha dicho mi amigo: le noté de pronto, dice, que tenía pluma, como decís ahora, a pesar del uniforme y de lo alto y lo fuerte que era, me dijo que cuando tocaba ese concierto había partes en las que le costaba contener las lágrimas, en las que le faltaba el aire para seguir soplando el clarinete. Siempre era como si tocara esa música por primera vez, y cada vez era más honda, más difícil, más triste, con toda la pesadumbre de la vida de Brahms. Sólo había otro quinteto para clarinete que le gustara tanto como el de Brahms: yo lo adiviné enseguida y se lo dije, el de Mozart, y la emoción de la música recordada y de la complicidad que había establecido entre nosotros le animó a decirme, bajando un poco la voz, que también le gustaba mucho Benny Goodman, aunque en Alemania ya era imposible encontrar discos suyos. Pero entonces los otros oficiales se unieron a nosotros, y el capitán cambió de cara, se volvió tan rígido como antes, tan militar como ellos, y ya no volvió a hablarme de música, casi no me dirigió la palabra hasta que nos despedimos. Eran muy raros aquellos alemanes, dice mi amigo, uno no sabía nunca lo que se les pasaba por la cabeza, lo que estaban pensando o lo que sentían cuando se lo quedaban mirando a uno con esos ojos tan claros, con esa dedicación y esa intensidad que ponían en todo. El caso es que unas semanas más tarde el comandante de mi batallón me llamó para decirme que tenía unos días de permiso, porque los oficiales alemanes a los que yo acompañé como guía e intérprete habían quedado muy contentos conmigo y le habían pedido que me autorizara a asistir a un baile en esa ciudad de la retaguardia, Narva. En la estación me recogió el capitán aficionado a Brahms y a Benny Goodman. Me acuerdo que íbamos entrando a la ciudad por una carretera junto a un río, a la orilla de un bosque, y de que aún había algo de sol, pero ya empezaba a hacer mucho frío.