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Quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban río abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde, que es la misma que había en la calle cuando hemos salido del restaurante, y los pesados abrigos grises con anchas solapas de los dos uniformes alemanes, así como la envergadura tan desigual de los dos hombres, el español un poco desmedrado, al menos por comparación con el capitán aficionado al clarinete, los dos con guantes negros, con gorras de viseras negras, con las solapas levantadas contra el frío, hablando de música, recordando pasajes tristes de Brahms y de Mozart, rápidas canciones de George Gershwin tocadas por la orquesta de Benny Goodman, que desde hacía años no sonaba en las emisoras de radio alemana.

Entonces vi algo que no he olvidado nunca. Mi amigo deja sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, bebe un sorbo de vino con uno de esos gestos vivaces y un poco furtivos a los que ya me voy acostumbrando, tan raros en un hombre de ochenta años, esa vivacidad como de tener muchas tareas por delante en la vida, cosas que aprender, libros que reseñar para las revistas especializadas de su profesión, en la que es una eminencia internacional, citas, viajes al extranjero. Se pone ahora muy serio y habla mirándome con sus ojos pequeños y como emboscados bajo las cejas blancas y las arrugas de los párpados, pero no me parece que esté viéndome, o que se encuentre del todo en el mismo lugar y en el mismo tiempo que yo, en un restaurante de Madrid, ruidoso de voces y de pitidos de teléfonos móviles. Vi venir hacia nosotros un cortejo de gente que llenaba toda la anchura del camino, hombres nada más, algunos casi niños y otros tan viejos que andaban tambaleándose y se apoyaban los unos en los otros. Iban ordenados, muy juntos pero en formación, todos callados, con las cabezas bajas, como en esos entierros que se veían antes pasar por las calles estrechas de los pueblos, y los que encabezaban la marcha sostenían algo delante de ellos, un palo horizontal como esas barreras de los puestos fronterizos, del que colgaba una maraña de alambre espinoso que debía de arañarles las piernas mientras caminaban. Se oían los pasos y el ruido del alambre al arrastrar por el suelo, y el de los fusiles de los guardias al rozar con los uniformes. El alemán y yo nos quedamos también callados y nos apartamos a un lado del camino. Había muchos hombres, no sé cuántos, algunos centenares quizás, vigilados por unos pocos soldados de las SS, y cada cinco o seis filas llevaban otras barras horizontales con alambre espinoso, me imagino para que se enredaran en él si alguien rompía la formación o intentaba escaparse. Yo nunca había visto caras tan flacas y tan pálidas, ni siquiera en los prisioneros rusos, ni aquella manera de andar que tenían esos hombres, marcando el paso pero arrastrando los pies, mirando al suelo con los hombros hundidos. Me acuerdo de un viejo con la barba larga y muy blanca, pero sobre todo de un hombre joven, que iba en la primera fila, en el centro, muy alto, amarillo, con cara de muerto, con uno de esos abrigos largos que había entonces y una gorra azul marino, como si lo estuviera viendo, igual que te veo a ti, con unas gafas de pinza, y con la cara muy oscura de barba, ni de eso me he olvidado, no porque llevara días sin afeitarse, sino porque tenía la barba muy cerrada, más oscura todavía por lo pálido que estaba. Él fue el único que levantó un poco la cabeza, aunque no mucho, y se me quedó mirando, pasaba a mi lado e iba volviéndose hacia mí, hacia mí sólo, torciendo el cuello tan largo, con la nuez muy saliente, al alemán no lo miraba. Giró la cabeza y me siguió mirando entre las cabezas hundidas de los otros, como si quisiera decirme algo sólo con los ojos, que parecían más grandes en la cara tan demacrada y tan flaca.

Seguirían escuchando el ruido multiplicado y monótono de los pasos cuando la columna de prisioneros los dejó poco a poco atrás, confundido con el rumor de la corriente del río. Los dos hombres se quedaron en silencio, el capitán alemán y el español recién ascendido a teniente, los dos agrandados e igualados por los abrigos grises y las gorras de plato con viseras negras que les velaban los ojos. Ya habría desaparecido la luz del sol y el frío se habría hecho más intenso y más húmedo, y en el interior del bosque, más allá del camino, la noche ya estaría avanzando, como en el fondo de algunos callejones del centro de Madrid cuando todavía hay sol en las ventanas de los edificios más altos, en el azul puro y helado de noviembre.

Mi amigo, intrigado por lo que había visto, le preguntó al alemán quiénes eran aquellos hombres, y el otro le pareció a la vez asombrado y divertido, asombrado de su ignorancia, divertido por su ingenuidad de oficial joven, casi recién llegado a la guerra, de rudo español aún no del todo digno de ser admitido en la superior fraternidad alemana a pesar de la pureza de su acento, de su valor en el frente y de su devoción por Brahms: ¡Juden!, recuerda mi amigo que le dijo el alemán, y que al pronunciar esa palabra su cara adquirió durante unos segundos una expresión inusitada, como si le hiciera participar de un secreto picante, de una broma de repente cuartelaria y grosera. Oigo ahora repetida esa palabra, Juden, y mi amigo imita el tono y el gesto de sarcasmo y desprecio del alemán, que le dio un codazo y le guiñó un ojo, equívoco otra vez, igual que cuando rememoraba aquella melodía de Brahms como rozándola con las yemas de los dedos, pero ahora chabacano, desconocido, regocijándose en una baja comicidad de borrachera o burdel.