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Yo no sabía nada entonces, pero lo peor de todo era que me negaba a saber, que no veía lo que estaba delante de mis ojos. Yo me había alistado en la División Azul porque creía fanáticamente en todo aquello que noscontaban, no quiero ocultarlo ni quiero disculparme, creía que Alemania era la civilización, y Rusia la barbarie, las estepas de Asia de las que habían venido durante siglos todos los invasores salvajes de Europa. Ortega lo había dicho: Alemania era Occidente, y nosotros nos lo creíamos porque él lo decía. Alemania era la música que a mí me emocionaba, el alemán era el idioma de la poesía y de la filosofía, del derecho y de la ciencia. No sabes con qué pasión había estudiado yoalemán en Madrid, antes de nuestra guerra, qué vanidoso me ponía cuando los alemanes para los que hacía de intérprete en Rusia elogiaban mi acento. Pero esa palabra alemana, dicha en ese tono, Juden, fue como un chirrido desagradable, el aviso de algo que yo me había negado a escuchar hasta entonces, aunque seguramente lo habría oído muchas veces, ya te digo que no quiero disculparme, que no puedo decir lo que dijeron luego muchos, que no sabían, que nollegaron a enterarse de nada. No sabíamos porque no estábamos dispuestos a saber. Pero aunque yo hubiera podido olvidarme del modo en que el oficial alemán dijo Juden y de la cara de aquel hombre con gafas que torcía el cuello para seguir mirándome en el camino de Narva, ya no tenía la posibilidad de seguir siendo inocente, o creyéndome inocente. Uno puede empeñarse y lograr no saber, puede cerrar los ojos y no querer abrirlos, pero una vez que los abre, lo que sus ojos han visto ya no puede borrarlo, no puede dar marcha atrás al tiempo y hacer como que no existe lo que ya ha escuchado.

Fue primero esa palabra, Juden. Pero luego, al cabo de menos de dos horas, encontré a aquella mujer en el baile, una pelirroja guapísima, con los ojos verdes, entró en el salón lleno de gente, de ruido, de música, y la distinguió enseguida tan nítidamente como si no hubiera nadie más, y en la primera mirada que cruzó con ella supo que no era alemana, del mismo modo que ella adivinó a pesar del uniforme que él no se parecía nada a los otros militares, que no miraba ni caminaba como ellos. La ciudad estaría a oscuras, sin luces casi en las esquinas, una ciudad báltica en el invierno de la guerra, ocupada por el ejército alemán, sometida al toque de queda, cruzada por un río que empezará a helarse muy pronto, y del que sube una niebla que humedece los adoquines y los raíles de los tranvías y se vuelve más densa en la luz de los faros de los automóviles militares.

Pero mi amigo no me cuenta cómo era el lugar donde se celebraba el baile, y yo, sin preguntarle, me lo voy imaginando mientras le escucho hablar, quizás como uno de esos edificios oficiales que he visto en los países nórdicos, columnas blancas y estucos de un amarillo pálido: una plaza empedrada, con los adoquines brillantes por la humedad de la noche, atravesada por raíles y cables de tranvías, y al fondo esa mansión particular requisada o ese edificio público que es el único donde están iluminadas las ventanas, y del que la música irradia hacia la plaza con el mismo brillo inusitado de la luz eléctrica en las grandes arañas barrocas del salón de baile. Luz repentina y cegadora en la ciudad a oscuras, música en el silencio atemorizado de las calles.

Viniendo del frente, aquel lugar tendría una resplandeciente irrealidad como de espejismo cinematográfico, la rareza de una olvidada normalidad civil que sigue existiendo aunque el soldado apenas sepa recordarla. Pero mi amigo sigue contando tan ajeno a esa clase de detalles como al sabor de la comida que picotea sin hacerle caso o a las carcajadas de los ejecutivos bancarios que en la mesa de al lado festejan a alguien o brindan en español y en inglés por el éxito de una operación financiera. Lo borra todo, el salón de baile de 1943 y el restaurante de ahora mismo, el sonido de la orquesta y el de los teléfonos móviles, el brillo de los correajes en los uniformes alemanes y el crujido de las botas negras sobre el parquet reluciente, los taconazos de los saludos, el apocamiento que debió de sentir al encontrarse entre tantos desconocidos, casi todos militares de más rango que él. Lo único que queda en su relato es la figura de la mujer con la que estuvo bailando, y que ni siquiera tiene nombre en el recuerdo, o quizás mi amigo lo ha dicho y yo no he llegado a escucharlo, y ahora tengo la tentación de inventarle uno, Gerda o Grete, o Anicka, Anicka se llamaba una mujer que fue amiga en el campo de exterminio de Milena Jesenska.

Me fijé en ella nada más entrar en el salón. Había oficiales del ejército y de las SS, uniformes azules de la Luftwaffe. Entre todos aquellos militares el único que no era alemán era yo. Quizás por eso la mujer se me quedó mirando en cuanto pasé cerca de ella, igual que yo noté enseguida que ella no era alemana. Una pelirroja alta, con un vestido escotado, de una tela muy ligera, con medias de seda, con un perfume en el pelo y en la piel que me gustaría oler de nuevo antes de morirme. Tú eres muy joven todavía y no sabes que hay cosas que no borra el tiempo. Cuánto ha pasado, mi amigo calcula mentalmente, abstraído, con la sonrisa atrapada en un recuerdo cuya dulzura no pueden transmitir las palabras: cincuenta y seis años, y era noviembre, igual que ahora, y conserva intacta la sensación de abrazar su cintura notando bajo la tela la firmeza suave de un cuerpo más deseable aún después de tanto tiempo sin mujeres.

Estaba de pie, muy seria, junto a un hombre corpulento, vestido de civil, con un ostentoso traje a rayas, y por el modo en que se hablaban sin mirarse los dos tenían un cansino aire conyugal. Mi amigo no me explica si le costó vencer la timidez, si bailó con otras mujeres antes de acercarse a ella, y como no está inventando una historia no tiene necesidad de episodios intermedios, de decirme qué había sido del capitán que iba con él. Ahora mismo, en su memoria, él está a solas con la mujer pelirroja, como contra un fondo negro, y la mujer ni siquiera tiene nombre, porque mi amigo lo ha olvidado o porque yo no lo he entendido, y no quiero atribuirle uno, el de alguna mujer que tuviera un destino idéntico al que seguramente le esperaba a ella.

Bailaban y ella le murmuraba al oído, inclinándose un poco sobre él, pero mirando al mismo tiempo hacia otra parte, con un aire distraído de formalidad, como si estuvieran en uno de aquellos salones de entonces donde los hombres pagaban por bailar con las mujeres durante los dos o tres minutos de una canción. Había ido tan lejos para encontrar a esa mujer, había atravesado toda la anchura de Europa y la devastación y el barro de Rusia y combatido en el sitio de Leningrado para tenerla en sus brazos y estrecharla gradualmente contra su cintura mientras olía su pelo y su piel y escuchaba su voz, los dos solos y abrazados entre toda la gente que llenaba la pista de baile, siguiendo apenas la música, volviendo a buscarse cuando terminaba una pieza en la que se habían visto obligados a bailar con otra pareja. Pero no había sólo simpatía o deseo en ella, una mujer en la plenitud espléndida de los treinta y tantos años, sino también desesperación, una forma de pánico que él no había presenciado nunca, igual que no había abrazado nunca un cuerpo como el suyo, y que estaba en sus ojos y en su voz y también en el modo en que ella le apretaba la mano mientras se deslizaban lentamente sobre la pista de baile, crispando los dedos, como queriendo sacudirlo con una urgencia que al principio él creyó sexual, y que quizás también lo era en parte, aunque parecía que en ella la desesperación lo anegaba todo y había desalojado cualquier otro impulso que no fuera el del miedo, el de un instinto de sobrevivir teñido de remordimiento y vergüenza. Le hablaba muy cerca de su oído, y al mismo tiempo vigilaba de soslayo a las parejas próximas y no perdía nunca de vista al hombre vestido de oscuro que seguía inmóvil en un extremo de la sala. Le sonreía, entornaba los párpados, como dejándose llevar por el mareo delicioso y liviano de la música de baile, pero sus palabras no tenían nada que ver con la expresión tranquila y algo fatigada de su cara, sino con algo que estaba en el fondo de sus ojos verdes, con el modo en que sus uñas casi se hincaban en el dorso de la mano de él.