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Cómo será llegar de noche a la costa de un país desconocido, saltar al agua desde una barca en la que se ha cruzado el mar en la oscuridad, queriendo alejarse a toda prisa hacia el interior mientras los pies se hunden en la arena: un hombre solo, sin documentos, sin dinero, que ha venido viajando desde el horror de enfermedades y las matanzas de África, desde el corazón de las tinieblas, que no sabe nada de la lengua del país adonde ha llegado, que se tira al suelo y se agazapa en una cuneta cuando ve acercarse por la carretera los faros de un coche, tal vez de la policía.

Viajando parece que gusta más leer libros de viajes. En un tren que me alejaba de Granada, recién terminado el curso en la facultad, a principios del verano de 1976, yo iba leyendo el relato del viaje a Venecia que hace Proust en El tiempo recobrado. Dos veranos después llegué por primera vez a Venecia, en un atardecer de septiembre, y me acordé de Proust y de su dolorosa propensión al desengaño cuando llegaba a los lugares a los que había deseado mucho ir. Conversando con Francisco Ayala sobre la felicidad de leer a Proust descubrí que él también la asociaba con la felicidad simultánea de un viaje. En mil novecientos cuarenta y tantos, cuando vivía exiliado en Buenos Aires, le ofrecieron unas clases en la universidad de la provincia de Rosario. Viajaba una vez a la semana, primero en tren hasta Santa Fe, después en un autobús que circulaba por la orilla del río Paraná. Llevaba siempre consigo un volumen de Proust, le parecía que la relectura era aún más sabrosa porque al apartar los ojos del libro veía unos paisajes cómo del otro extremo del mundo, transitaba en un instante de las calles de París en 1900 y de las playas nubladas de Normandía a las inmensidades deshabitadas de América por las que cruzaba el tren y luego el autobús. De pronto aquel libro que iba leyendo era su único lazo con su vida anterior, con la España perdida a la que tal vez no podría volver y la Europa que aún no había emergido de los cataclismos de la guerra. Leía a Proust en el autobús junto a la anchura marítima del Paraná y ese volumen que tenía en las manos era el mismo que había leído tantas veces en los tranvías de Madrid.

Una vez, en una de las paradas, alzó mecánicamente los ojos del libro y se fijó en un viejo de pelo muy blanco y aire de melancolía y pobreza que acababa de subir, con un abrigo muy usado, con una cartera igual de usada bajo el brazo, con cara de enfermedad y cansancio, la cara de un viejo al que los años no han absuelto de las necesidades más amargas de la vida. En un instante de sorpresa, de incredulidad, de avergonzada compasión, reconoció en ese viejo que tomaba un autobús en un remoto pueblo de Argentina al que había sido presidente de la República Española, don Niceto Alcalá Zamora. Temió que también el otro hombre lo reconociera: volvió la cara hacia la ventanilla, hundió los ojos en el libro, y cuando después de la siguiente parada levantó de nuevo la cabeza el hombre viejo ya no estaba en el autobús.

En un viaje se escucha una historia o se encuentra por azar un libro que acaba abriendo una onda concéntrica en la emoción de los descubrimientos sucesivos. En un tiempo en que estaba muy enamorado de una mujer que me huía cuando yo más la deseaba y venía a buscarme cuando yo intentaba apartarme de ella viajé en un tren a Sevilla leyendo El jardín de los Finzi-Contini, y a la bella y díscola heroína judía de Giorgio Bassani le otorgaba los rasgos de la mujer a la que yo quería, y el fracaso final del amor que siente hacia Mícol el protagonista de la novela me anticipó tristemente el fracaso del mío, con una clarividencia que por mí mismo no habría sido capaz de aceptar. Me acuerdo de un ejemplar barato y usado de las Historias de Herodoto que encontré en un puesto callejero de Nueva York, y del diario del viaje al Círculo Polar del capitán John Franklin, que hojeé por casualidad en una librería de viejo y leí luego sin descanso en la habitación de un hotel de Londres, una habitación estrecha, alta, de geometría perversa, con un cuarto de aseo no mayor que un armario, pero torcido en ángulos de decorado expresionista. Recién llegado a Buenos Aires en el otoño austral de 1989 yo pasaba las horas tendido en la cama de la habitación, escuchando la lluvia que redoblaba en los cristales y me impedía salir a las calles que deseaba tanto recorrer, leyendo durante horas, para distraer el tiempo claustrofóbico de los hoteles, el primer libro que descubrí de Bruce Chatwin, En la Patagonia. Ahora compruebo que justo en los días en que yo estaba leyendo ese libro Bruce Chatwin agonizaba de una enfermedad cuyo nombre no quiso decirle a nadie: una rara infección contraída en el Asia Central por culpa de algún tipo de comida o de una picadura, decían sus amigos, para ocultar la infamia, para no decir el nombre que despertaba pánico y vergüenza, la palabra que ya era en sí misma como uno de aquellos abscesos que hace siglos anunciaban el horror de la peste.

En Buenos Aires yo leía a Bruce Chatwin mientras él estaba muriéndose en Londres. Mi viaje por la Argentina tenía así una parte de verdad y otra de literatura, porque leyendo aquel libro yo continuaba hacia los grandes espacios desolados del sur el itinerario que sin embargo se había detenido para mí en la capital del país, en la habitación de un hotel de la que apenas salía por culpa de las lluvias. Qué descanso para el alma, estar lejos de todo, aislado de todo, como un monje en su celda, una celda con todas las comodidades posibles, la cama intacta, el teléfono al alcance de la mano, el mando a distancia del televisor, la lluvia que le absuelve a uno de la obligación extenuadota del turismo, que le ofrece la coartada perfecta para quedarse horas sin hacer nada, sólo permanecer tendido, ligeramente incorporado, sobre la almohada doble, el libro entre las manos, el libro donde se cuenta un viaje hacia la extremidad del mundo, donde se recuerdan otros viajes mucho más antiguos, el de Charles Darwin en el gran velero Beagle, el de aquel indio patagón que viajó con Darwin a Inglaterra, aprendió el idioma inglés y los modales ingleses, visitó a la reina Victoria, y al cabo de unos años regresó a los parajes australes y a la vida primitiva de la que había desertado, ya un extranjero para siempre y en cualquier parte, un salvaje exótico con ropas civilizadas en Londres y un desconocido en su tierra natal.

En Copenhague una señora danesa de origen francés y sefardí me contó un viaje que había hecho de niña con su madre por la Francia recién liberada, a finales del otoño de 1944. La conocí en un almuerzo en el Club de Escritores, que era un palacio con puertas de doble hoja, columnas de mármol y techos con guirnaldas doradas y pinturas alegóricas. Asomado a uno de sus ventanales, vi pasar un alto navío de vela delante de mí como si se deslizara por la calle: navegaba por uno de esos canales que se adentran tanto en la ciudad y que dan de pronto a la perspectiva de una esquina una sorpresa portuaria.

Era a principios de septiembre, hace unos ocho años. Llevaba un par de días dando vuelta por la ciudad, y al tercero un editor amigo mío me invitó a aquel almuerzo. Tengo la memoria llena de ciudades que me han gustado mucho pero en las que sólo he estado una vez. De Copenhague recuerdo sobre todo las imágenes del primer paseo: salí del hotel caminando al azar y llegué a una plaza ovalada con palacios y columnas en cuyo centro había una estatua a caballo, de bronce, de un verde de bronce que adquiría en ciertos lugares, a causa de la humedad y el liquen, una tonalidad gris idéntica a la del cielo, o a la del mármol de aquel palacio del que luego me contaron que era el Palacio Real.

En todo el espacio frío y barroco de la plaza, atravesado de vez en cuando por un coche solitario (al mismo tiempo que el motor yo escuchaba el roce de los neumáticos sobre los adoquines), no había más presencia humana, descontando la mía, que la de un soldado de casaca roja y alto gorro lanudo de húsar que marcaba desganadamente el paso con un fusil al hombro, un fusil con bayoneta tan anacrónico como su uniforme.