No había placa ni indicación alguna de que en el edificio se encontraba una dependencia oficial, ni siquiera un letrero en el buzón. Todo seguía sus lentos pasos administrativos, y hasta que el negociado de Régimen interior instalase el escudo oportuno junto a la entrada y sobre la puerta de la oficina pasarían muchos meses, si no era que con la precariedad caprichosa con que sucedía todo se producía inesperadamente el traslado a otro lugar, otro piso alquilado en las proximidades o algún despacho vacante en el edificio principal, y había que empezar a instalarse de nuevo, la mesa y el armario metálico con los expedientes y la máquina de escribir, las carpetas de borradores que nunca alcanzaban una forma definitiva, o satisfactoria, los libros que llenaban las horas de espera y ensueño perezoso, las cartas guardadas bajo llave en un cajón, releídas con la parsimonia necesaria para que su efecto no se atenuara, para que no fuese tan largo el tiempo de espera hasta la carta próxima.
Era una vida desmedulada de presente: pasado y porvenir, y un paréntesis en medio, un espacio vacío, como los espacios que separan las palabras escritas, el golpe automático de pulgar en la barra larga de la máquina, la línea que separa dos fechas en un calendario, el tiempo mínimo que transcurre entre dos latidos del corazón. Habitaba en pasados ilusorios o lejanos y en porvenires quiméricos, en el instante en que llegó la carta anterior entre los sobres vulgares y administrativos de la bandeja del correo y la hora o el día futuro en que vería el filo de una nueva carta, distinguiéndolo desde lejos, desde el momento en que aparecía en la puerta el ordenanza con la gran carpeta de la correspondencia bajo el brazo, inconsciente del tesoro que me traía.
La vida real estaba en un plano alejado, como un diorama al fondo de un escenario. La vida real y el tiempo presente eran justo el ámbito de la espera, el espacio de separación entre lo recordado y lo anhelado, un espacio tan despojado y neutro como la pequeña sala donde a veces esperaba alguien para que yo lo recibiera, un solicitante en espera de un contrato para una actuación o de una entrevista con alguno de mis superiores, a ser posible el gerente, que era el que tomaba las decisionesyal que yo sometía mis informes, pero que muy rara vez aparecía por la oficina, dedicado a tareas de más importancia y representación en el edificio principal, donde tenía su propio despacho, y donde recibía a las personalidades relevantes de visita en la ciudad, a los artistas de primera fila cuyas actuaciones se programaban en el teatro central o en el gran auditorio: gerentes de compañías catalanas de teatro de vanguardia, solistas célebres, directores de orquesta.
A primera hora de la mañana yo buscaba en la página de cultura del periódico las noticias de la llegada de esas personalidades, las entrevistas y las fotos que les hacían, con frecuencia estrechando la mano de alguno de mis superiores, sobre todo el gerente, que sonreía tanto en ellas, en posición inclinada hacia la celebridad, para estar seguro de que no quedaba fuera del encuadre. Las recortaba y las guardaba en una carpeta, pegando el recorte sobre una cartulina, al pie de la cual había mecanografiado la ocasión y la fecha.
Los artistas a los que yo contrataba no solían ocupar más que un pequeño recuadro en alguna esquina poco llamativa del periódico, sueltos anónimos o firmados con unas iniciales, algunas veces las mías, porque más de una vez el redactor de turno reproducía la nota que yo había enviado a la sección de cultura. Teatreros se llamaban muchos de ellos a sí mismos, y a mí esa palabra me repelía un poco, me hacía recordar las artes menesterosas con que interpretaban, la pobreza de sus vestuarios y sus decorados, la roma espontaneidad de sus espectáculos, en los que parecía que perduraba la penuria y la chapuza de los comicastros ambulantes de otras épocas, sólo que ahora renovada de mugre hippy, de recuelos y saldos de creación y participación colectiva, de comunas decrépitas. Se pintaban las caras de payasos y se vestían de harapos y tocaban el tambor o saltaban sobre zancos en sus desfiles de teatro de calle. Las mujeres vestían mallas sudadas y no se afeitaban las axilas, y se comportaban con un pudor sin sensualidad que a mí me producía desagrado físico. Se les pagaba poco, porque los presupuestos que yo manejaba eran muy bajos, y además tardaban mucho tiempo en cobrar, y se presentaban cada mañana en mi oficina, escuchaban mis explicaciones sin entenderlas mucho, y tal vez sin creerlas, todos los trámites que era preciso completar, la peregrinación misteriosa de los papeles de unos despachos a otros, de Secretaría a Intervención y a Depositaría, las dilaciones, los descuidos y negligencias, en los que yo mismo incurría, y que podía suponer una o dos semanas más de espera, justificada por embustes en los que poco a poco me había vuelto experto: me han dicho en Secretaría que hoy mismo pasan a la firma el libramiento de pago, mañana sin falta me ocupo yo de abreviar el trámite en Intervención.
Esperaban, igual que yo, vivían en el tiempo en blanco, en la pequeña antesala de mi oficina, inhóspita y pobre como la de un médico de reputación turbia, o la de uno de esos detectives de las novelas, esperaban a ser contratados o simplemente recibidos o a que les pagaran, traían sus dossieres, sus fotocopias confusas, sus mediocres o inventados currículos, y a mí, sin que me importara nada, ni ellos ni sus vidas ni sus espectáculos ni mi trabajo, me correspondía darles aliento o inventar dilaciones, inventar excusas para el retraso en una decisión, en un contrato o en un pago, sugerir nuevos procedimientos administrativos que ellos no iban a seguir, ya que ni siquiera entendían el lenguaje en que yo se los explicaba. Había un poeta gitano de pelambre blanca y rizada y patillas de hacha que aseguraba haber traducido al caló las obras completas de García Lorca y parte del Nuevo Testamento, y para demostrarlo llevaba consigo el manuscrito entero de su traducción en un gran cartapacio, pero sólo lo abría un instante y me mostraba con recelo la primera página, porque tenía miedo a ser plagiado o robado, y se negaba a dejar en mi oficina el mazo de folios al que venía dedicándole su vida por miedo a que se extraviara en ella, entre tantos papeles, o a que se declarase un incendio en el horno de la pastelería de la planta baja y ardiese su Lorca en romaní. Le dije que por qué no me dejaba una fotocopia, y que a él mismo le convenía tener otra, en previsión de una pérdida del original, pero tampoco se fiaba de los empleados de las fotocopiadoras, que en un descuido podían quemarle las páginas de su libro, o que sin él darse cuenta podían hacer otra copia y venderla, o publicarla firmada con otro nombre. No, él no podía desprenderse de su manuscrito, que llevaba muy apretado entre los brazos cuando se sentaba al otro lado de mi mesa o esperaba en la antesala a que llegara el gerente, y no podía descansar hasta que no estuviera publicado, con su nombre en letras bien grandes en la portada, y su foto en la contracubierta, para que no cupiera la menor duda sobre la identidad del autor, la cara de gitano de grabado o de daguerrotipo romántico que todo el mundo conocía en la ciudad.