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Volvía a España desde París, en un tren nocturno que llegó al amanecer a la frontera de Irán. Era la primera vez que viajaba con su nueva documentación española. Había participado en un festival benéfico de artistas de su país en el exilio. No pudo dormir en toda la noche, por culpa de la incomodidad del asiento de segunda, agravada por la descortesía de los viajeros y los revisores franceses, que casi en cada estación le forzaban a levantarse, porque su billete era el más barato y no tenía derecho a reserva. Pero estaba nervioso, sobre todo, porque era la primera vez que iba a entrar en España con su nueva documentación, el pasaporte y el carnet de identidad que le habían entregado muy poco tiempo antes. En el departamento a oscuras, entre los pasajeros que roncaban, se palpaba los bolsillos de la chaqueta y del abrigo buscando una y otra vez su billete, su pasaporte, su carnet de identidad, y cada vez le parecía que los había perdido, o que tenía un documento y le faltaba otro, y cuando los encontraba volvía a guardarlos en un sitio que le parecía más seguro, el interior de un forro o un bolsillo con cremallera de su bolsa de viaje, pero ese nuevo escondite era tan improbable que se le olvidaba si se quedaba un rato vencido por el sueño. Abría los ojos con un sobresalto, buscaba sus papeles y ahora sí que estaba seguro de haberlos perdido, o de que uno de esos ladrones que rondan los trenes nocturnos se lo habría robado. Recordaba las horas de angustia y miedo en los puestos fronterizos de los países comunistas, la revisión lentísima de papeles y los signos de alarma cuando estaba a punto de cruzar una frontera y parecía que un defecto burocrático en algún documento lo iba a dejar atrapado. Decidió no volver a dormirse, guardar todos los papeles juntos en un solo bolsillo y no volver a moverlos y ni siquiera a tocarlos. Intentaba averiguar la hora a la escasa luz violeta encendida en el techo del vagón y en las paradas se fijaba en los nombres de las estaciones queriendo calcular cuánto faltaba todavía para Irún, impaciente por llegar y también asustado, más nervioso según el tren parecía que aumentaba la velocidad al aproximarse a la frontera. Tenía, como tantas veces en su vida, la sensación de no compartir la normalidad de las personas que le rodeaban, los viajeros españoles o franceses que dormían con toda tranquilidad en el departamento, seguros del orden de las cosas, perfectamente instalados en el mundo, a diferencia de él, que siempre había tendido a sentirse un intruso, y a no dar nada por garantizado y temer siempre que sobreviniera lo imprevisto.

Derrotado por el cansancio de la noche en vela se había dormido por completo cuando el tren se detuvo con gran ruido de frenos. Abrió los ojos y al principio, todavía atrapado por las ligaduras de un mal sueño, pensó que el tren había llegado a la frontera de su antiguo país, y que los guardias de uniformes grises lo detendrían en cuanto vieran que no llevaba consigo los documentos de identidad adecuados, el pasaporte viejo que también me enseñó, una reliquia del negro pasado, la prueba material de que había existido.

Bajó del tren apretando muy fuerte en una mano su bolsa de viaje y en la otra su pasaporte español. Previamente se había asegurado de que llevaba bien accesibles en el bolsillo todos los documentos del proceso de nacionalización, por si le hacía falta presentarlos. Se puso en la cola, en el lado español de la frontera, delante de la cabina donde había dos guardias civiles con cara de aburrimiento o de sueño. Usted no se lo creerá, porque en toda su vida habrá tenido miedo en una frontera, pero a mí me temblaban las piernas, y cuando fui a decirles buenos días a los guardias noté que se me había secado la saliva. Entonces, cuando se acercaba a la cabina con la boca seca y las palmas de las manos sudadas, con una sensación creciente de flojera en las piernas, ocurrió lo que aún seguía recordando con asombro y gratitud, lo que ningún otro viajero se habría parado a advertir. Miraba a uno de los guardias al acercarse a él, y le parecía que el guardia le devolvía una mirada de sospecha o recelo. Pero se armó de valor, como aquella otra vez que había saltado por la ventana de un lavabo, y adelantó con la máxima naturalidad que le fue posible el pasaporte, abierto cuidadosamente por la página en la que estaba su foto, preparado para dar explicaciones sobre la discordancia entre su nacionalidad y su nombre, para aportar rápidamente la documentación necesaria. Pero el guardia, sin mirar siquiera el pasaporte, sin fijarse en su cara, le hizo un gesto de urgencia con la mano, le dijo que pasara con una cierta rudeza española, y ese gesto de la mano y las dos palabras ásperas que le dijo el guardia civil le parecieron la bienvenida más hermosa que había recibido nunca, la señal indudable de su ciudadanía. Imitaba ante mí el ademán del guardia con su mano delgada y blanca de músico, todavía agradecido, maravillado del regalo que ninguno de los demás pasajeros amodorrados del tren habría sabido apreciar, repitiendo como un conjuro las palabras del guardia, venga, pase, joder, la jota fuerte que tanto le costaba imitar, y que pronunciaba con pulcritud y orgullo, como cada una de las palabras de la lengua que ahora no era ya la de los libros y los ensueños de la imaginación, sino la de su vida práctica y diaria.

Aparecían y desaparecían las caras de los desconocidos, en la sala de espera, o al otro lado de la mesa de mi oficina, y yo solía mirarlas con tan poca atención como escuchaba sus palabras, peticiones o exigencias de cosas que no estaba en mi mano conceder, y que no me importaban nada, aunque había aprendido a poner un gesto como de escuchar muy cuidadosamente, profesionalmente, tomando notas a veces, o fingiéndolo, dibujando monigotes o signos en la hoja en blanco que tenía delante de mí, en el interior de una carpeta de expediente, mientras informaba sobre trámites necesarios, inventaba explicaciones impersonales para el retraso en un pago que sin duda estaría a punto de llegar, aunque mi intervención no pudiera acelerarlo, si bien era posible que una palabra a tiempo del gerente obrase un efecto benéfico, en caso de que él, tan ocupado en tareas de más relieve y responsabilidad, accediera a tomarse un poco más de interés en el asunto. Siempre esperaba, cobijado en mi paréntesis de espacio y tiempo como en una madriguera, pero lo que estaba esperando más allá de la próxima carta era muy confuso para mí, una niebla de vaguedades e indecisiones que no me ocupaba en disipar. Permanecía inmóvil, en la provisionalidad de mi espera, encogido en el interior menos accesible de mí mismo, en una quietud como la del que ha escuchado el despertador y sabe que tiene que levantarse, pero se concede unos minutos, un solo minuto antes de abrir los ojos y saltar de la cama. No sabía si estaba esperando el regreso de la que me escribía las cartas, porque mientras vivía a este lado del mar y en la misma ciudad que yo tampoco me hizo demasiado caso, o al menos no por mucho tiempo. Nunca la sentí más lejos de mí, más inexpugnable, que las pocas veces que la tuve entre mis brazos. Si la buscaba me huía, pero si abandonaba desalentado la búsqueda era ella la que se acercaba a mí, siempre como una promesa intacta, borrándome del alma el resentimiento y la inseguridad, y haciéndome desearla otra vez tanto que iba codicioso y entregado hacia ella como hacia un imán, y en un instante, apenas la rozaba, ya estaba huyéndome de nuevo. Estando ahora tan lejos era cuando la sentía más próxima a mí, en la distancia y en las cartas, en mi ignorancia casi absoluta sobre la vida que llevaba.

En realidad no era más tangible para mí que las mujeres del cine en blanco y negro, que me subyugaban hasta despertarme una especie de quimérico enamoramiento, la nómina completa y previsible, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Gene Tierney, Ava Gardner, Rita Hayworth. En Gilda, que vi tantas veces, Rita Hayworth huye de Glenn Ford y de Buenos Aires y en un cabaret de Montevideo, vestida de blanco, canta y baila una canción que se titula Amado mío.