En la película Montevideo no es nada más que un nombre, ni siquiera un decorado o una de esas falsas panorámicas delante de las cuales hablan los actores o fingen conducir un coche. La mujer que apareció una mañana en la sala de espera de mi oficina, con un niño en brazos, con un bolsón lleno de títeres, había huido de Montevideo a Buenos Aires en 1974, y cuatro años después de Buenos Aires a Madrid, embarazada, aunque todavía sin saberlo, esperando un hijo de un hombre al que se habían llevado una noche militares o policías de paisano y del que ya no volvió a saber más. Mientras hablábamos, el niño jugaba con los muñecos de madera de su madre, sentado en el suelo de mi oficina, y ella lo vigilaba de soslayo, con un desasosiego que no se apaciguaba ni un instante, consumida de pánico y de urgencias secretas, una mujer de treinta y tantos años con el pelo y los ojos muy negros, el pelo con una lisura y un brillo de crin, los ojos grandes, muy subrayados de rimmel, con un punto de exageración italiana, también en la nariz y en la boca, las manos fuertes, un poco masculinas, diestras en el manejo de hilos y muñecos, que inopinadamente sacó en una gran brazada de la bolsa y se puso a manejar delante de mí, después de conectar un radiocassette que también llevaba consigo en su equipaje de buhonero. Sobre el metal gris de la mesa y la confusión de mis papeles Caperucita Roja se internaba en un bosque dando saltitos al ritmo de la música del radiocassette y el lobo la acechaba detrás de una pila de expedientes, y la voz fuertemente acentuada del Río de la Plata contaba la historia y se desdoblaba en otras voces, la voz aguda de la niña, el vozarrón sombrío del Lobo, la voz cascada y regañona de la abuela. El niño se había puesto en pie y se acercaba como hechizado a la mesa, que le llegaba a la altura de los ojos, hechizado y medroso, como temiendo que el lobo también pudiera estar acechándole a él, sin mirar ni un instante las manos de su madre ni los hilos de los que colgaban los muñecos.
La demostración no duró más de dos o tres minutos, y cuando la música llegó al tachunda final y la cinta se detuvo los muñecos hicieron una gran reverencia al unísono y se quedaron caídos y desmadejados sobre los papeles de mi mesa, pero el niño seguía mirándolos con sus ojos de asombro, esperando que revivieran. Ya viste, dijo la mujer, en cualquier parte puedo montar mi tingladito, guardó los muñecos y el radiocassette en la bolsa y el niño enseguida volvió a sacarlos uno por uno, examinándolos despacio, como queriendo averiguar el secreto de su vitalidad extinguida, tan absorto en ellos y en sí mismo que no reparaba en mí ni en su madre, ni miraba una sola vez a su alrededor, a la oficina más bien desastrada en la que se encontraba, tan inhóspita acaso como el cuarto de pensión en el que los dos vivían desde su llegada a la ciudad, con el apuro de no saber durante cuánto tiempo podrían pagarla, me dijo la madre, urgiéndome nerviosamente a que le organizara una gira de actuaciones por las escuelas infantiles, por las aulas de párvulos de los colegios públicos.
También traía su dossier, desplegaba sus fotocopias y recortes, sus credenciales de otro país que aquí no le servían, diplomas de cursos en escuelas dramáticas de Montevideo y Buenos Aires que en España no le habrían valido para encontrar trabajo fregando suelos. Yo le contaba la letanía usual sobre solicitudes y trámites y plazos de espera y ella me sostenía la mirada con una expresión de incredulidad y casi de sarcasmo en sus ojos muy negros, perfilados de rimmel, como haciéndome saber que no creía lo que le estaba contando y que no le importaba, y que ni siquiera me lo creía yo mismo. Pero tenía prisa por acudir a otra cita, en otra oficina semejante a la mía, en la Diputación Provincial, me dejó el dossier sobre la mesa y escribió en la primera página el número de teléfono de la pensión, que era una muy lóbrega en la que yo me había alojado alguna vez en mis tiempos menesterosos de estudiante. Ella sabía Igual que yo que no había la menor necesidad de que dejara el teléfono, y que tendría que volver infructuosamente muchas veces, pero también sabíamos los dos que no había otro remedio y que ella tendría que perseverar y esperar aunque sintiera que su dignidad era humillada cada día que llamaba para ver si se sabía algo, si había ya alguna decisión, cada vez que empujara de nuevo la puerta de mi oficina y se sentara en la antesala en penumbra, siempre con el niño de la mano o en brazos, porque no podía dejarlo solo en la pensión, y porque no tenía a nadie a quien pudiera confiárselo, el niño que nunca llegaría a conocer a su padre ni a saber siquiera cuándo y cómo había muerto.
Ahora será un hombre joven de algo más de veinte años: verá la foto que su madre me enseñó, una de sus mañanas de espera en la oficina, la cara de un hombre con aire de muchacho, con gafas de montura gruesa, con el pelo voluminoso y rizado a la manera de los años setenta y las patillas largas, el fantasma de alguien que casi tiene su misma edad y sin embargo es su padre, y no está civilmente ni vivo ni muerto, ni enterrado en ninguna parte, ni consignado en un registro administrativo de defunciones, sino perdido en una especie de limbo, desaparecido, muriendo siempre, sin el descanso, para quienes le sobrevivieron y guardan su memoria, de saber cuándo murió y dónde lo enterraron, si es que no lo arrojaron al Río de la Plata desde un helicóptero, con los ojos vendados y las manos esposadas, o ya muerto, con el vientre rajado por un cuchillo, para que los tiburones dieran cuenta enseguida de su cadáver.
La mujer se echó a llorar y el niño, que jugaba en el suelo, perdido en sus imaginaciones, de repente pareció que se despertaba, y se volvió hacia ella, mirándola muy serio, como si hubiera podido entender lo que su madre había contado en voz baja. Me pidió un kleenex y cuando alzó los ojos vi que un hilo de rimmel le manchaba la mejilla. Ya se me pasa, dijo, disculpándose, apartándose el pelo liso y negro de la cara. Le di fuego y me sonrieron sus grandes ojos oscuros, brillantes de lágrimas, pero esta vez no era la sonrisa habitual de cortesía o de halago a mi posición administrativa, sino que estaba destinada a mí, a quien había escuchado con atención y preguntado detalles, a quien había ofrecido la precaria hospitalidad de la oficina, el tiempo largo y sosegado para la confidencia. Pensé con algo de íntima mezquindad masculina que era una mujer deseable, que quizás podría tener una oportunidad de acostarme con ella.
De su nombre sí que me acuerdo. Me lo dijo el primer día, cuando le pedí sus datos para rellenar una de mis fichas detalladas e inútiles, que permitían fingir como un principio de organización y ecuanimidad, y que yo mecanografiaba con pulcritud y clasificaba luego alfabéticamente, cada una de ellas en un cajón del archivador metálico, en el que había una pequeña etiqueta en cartulinas de colores diversos, según el fichero al que correspondían, Teatro o Música Clásica o Rock o Flamenco, o Artistas Varios, grupo en el que estaba incluido el traductor de García Lorca al romaní.
Quizás el nombre me llamó tanto la atención porque no se correspondía con su aire italiano, con su pelo y sus ojos tan negros. Adriana, dijo, Adriana Seligmann. A veces al escuchar un nombre, el de una mujer o el de una ciudad, percibes en sus sílabas la vibración de una historia que está como cifrada en él, la clave de un mensaje secreto, toda una existencia contenida en una palabra. Cada cual lleva consigo su novela, tal vez no el relato entero de su vida, sino un episodio en el que cristalizó para siempre, que se resume en un nombre, y ese nombre puede que no lo sepa nadie y que no sea lícito decirlo en voz alta. Rosebud, Milena, Narva, Gmünd. Más que nunca yo vivía entonces alimentado de palabras y enamorándome de nombres, nombres de mujeres que me eran inaccesibles porque no me atrevía a aproximarme a ellas o porque no existían o porque aunque tuvieran una existencia real loque yo veía y de loque me enamoraba era un sueño proyectado por mi fantasía y mi deseo, nombres de ciudades que eran más hermosas porque yo no las conocía y no era probable que viajara nunca a ellas.