Ahora la mujer ajena y deseable que estaba parada delante de mí, al otro lado de la mesa, volvió a sentarse y me contó la historia de su nombre. Tantas veces he visto a alguien en quien parece que se produce de golpe un cambio cuando decide contar algo que le importa mucho, la historia o la novela de su vida, alguien que da un paso y suspende el tiempo real del presente para sumergirse en un relato, y mientras habla, aunque lo haga urgido por la necesidad de ser escuchado, mira como si se hubiera quedado solo, y el interlocutor no es más que una pantalla de resonancia, si acaso la delgada membrana en la que vibran las palabras de la narración. Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y los recuerdos de otros.
Seligmann se llamaba mi abuelo paterno, Saúl Seligmann, dijo la mujer. De niña yo sabía vagamente que él había venido de Alemania cuando todavía era joven, pero nunca le escuché hablar de la vida que había tenido antes de llegar a Montevideo. Me acuerdo de ir de la mano de mi padre a visitarlo en su taller de sastrería. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en sus rodillas, y me contaba cuentos con una voz que tenía un poco acento extranjero. Se jubiló y se fue a vivir fuera de Montevideo, a la otra banda del río, como decimos nosotros. Se había comprado una quinta en el Tigre, para estar solo de verdad, como a él le gustaba, según decía mi padre, yo creo que con algo de resentimiento. Entonces casi dejé de verlo. Cuando tenía doce años mis padres se separaron, y durante una temporada me mandaron con mi abuelo, a la casa del Tigre. Era una casa de madera, en una pequeña isla, con una baranda alta pintada de blanco, con un embarcadero, rodeada de árboles. Después de los últimos meses que había pasado con mis padres, aquel retiro en casa de mi abuelo fue el paraíso. Leía los libros de su biblioteca y escuchaba sus discos de ópera y de tangos. Si le preguntaba algo sobre Alemania me decía que se marchó de allí muy joven, y que lo había olvidado todo, hasta el idioma. Pero yo descubrí que eso no era verdad, aunque quizás él no lo supiera. Una de las primeras noches que dormí en la casa me despertaron unos gritos. Temí que hubieran entrado ladrones. Pero tuve valor para levantarme y crucé el pasillo hasta el dormitorio de mi abuelo. Era él quien gritaba. Gritaba, conversaba con alguien, discutía, parecía que estuviera suplicando, pero yo no entendía nada, porque hablaba en alemán. Gritaba como yo no he escuchado gritar a nadie. Parecía que llamaba a alguien, que decía un nombre, tan fuerte que su propia voz acabó despertándolo. Iba a esconderme, pero me di cuenta de que no me veía a la luz del pasillo, aunque tenía abiertos los ojos. Jadeaba y estaba sudando. Al día siguiente le pregunté si había tenido malos sueños, pero me dijo que no recordaba nada. Todas las noches se repetían las mismas voces, los gritos en alemán en la casa silenciosa, el nombre que repetía, que yo no llegaba a entender claro, no sé si decía Greta o Gerda. Cuando mi abuelo murió encontramos debajo de su cama una pequeña maleta llena de cartas en alemán y de fotografías de una mujer joven. Grete era la firma que había en todas las cartas, que dejaron de llegar en 1940. De niña mi apellido no me gustaba, pero ahora lo llevo como un regalo que él me hubiera dejado, como esas cartas que me hubiera gustado leer y que no entendía. Me las llevé conmigo cuando me fui a Buenos Aires, y también las fotos de Grete. Siempre estaba diciéndome que se las iba a dar a alguien que supiera alemán para que me las tradujera, pero siempre lo dejaba para después. Se le llena la vida a una de ocupaciones y cree que siempre habrá tiempo para todo, y de pronto un día resulta que todo ha terminado, que ya no tienes nada de lo que creíste tuyo, ni tu marido, ni tu casa, ni tus papeles, nada más que el miedo y el espanto, el desgarro que no cesa nunca. Qué habrá sido de las cartas, qué harían con ellas los que asaltaron mi casa. Por lo menos yo tenía algo que no pudieron quitarme, aunque no lo sabía cuando me escapé, no sabía que acababa de quedarme embarazada.
Sefarad
Me acuerdo de una casa judía en un barrio de mi ciudad natal que se llama del Alcázar, porque ocupa el espacio, todavía parcialmente amurallado, donde estuvo el alcázarmedieval, la ciudadela fortificada que perteneció primero a los musulmanes y desde el siglo XIII a los cristianos, desde 1234 para ser exactos, cuando el rey Fernando III de Castilla, al que llamaban el Santo en mis libros escolares, tomó posesión de la ciudad recién conquistada. Para que nos aprendiéramos la fecha con facilidad a los niños nos decían que recordáramos los primeros cuatro números consecutivos: uno, dos, tres, cuatro, y repetíamos a coro la cantinela como si fuera una de las tablas de multiplicar, Fernando III el Santo conquistó nuestra ciudad a los moros en mil, doscientos, treinta, y cuatro.
En el recinto elevado del Alcázar, casi inaccesible desde las laderas del sur y del este, estuvo primero la mezquita mayor y luego, sobre su mismo solar, la iglesia de Santa María, que aún existe, aunque lleva cerrada muchos años por obras de restauración que nunca terminan. Tiene o tenía un claustro gótico, lo único de verdad antiguo y valioso del edificio, que ha sido restaurado sin demasiado miramiento muchas veces, sobre todo en el siglo XIX, cuando se le añadió, hacia 1880, una portada confusa y vulgar, y un par de campanarios sin ningún interés. Pero el tañido de sus campanas yo sabía distinguirlo de cualquier otro de los que se oían en la ciudad a la caída de la tarde, porque eran las campanas de nuestra parroquia, y también sabía cuándo doblaban a muerto y cuándo a misa de difuntos, y reconocía los domingos, a mediodía y al atardecer, el repique caudaloso que anunciaba la misa mayor. Otras campanas casi igual de próximas tenían un sonido mucho más grave y de bronce solemne, las de la iglesia del Salvador, o más agudo y diáfano, y entonces eran las del convento de las monjas, que estaban en un torreón como de fortaleza, tan hosco como el edificio entero, con su portón siempre cerrado y sus altas tapias de piedra oscurecida de líquenes y musgo, porque les daba siempre la sombra fría del norte. De vez en cuando aquel portalón negro con grandes clavos se abría y aparecían dos monjas, siempre por parejas, tan pálidas que me parecían salidas de ultratumba, con sus hábitos marrones y sus caras ceñidas por una tela blanca bajo las tocas, la piel más blanca que la tela, y a mí me daban tanto miedo que temía que fueran a secuestrarme, y apretaba más fuerte la mano de mi madre, que se había puesto un velo negro sobre la cabeza para ir a la iglesia.
Me acuerdo de las grandes losas desiguales del claustro de Santa María, algunas de las cuales eran lápidas con nombres de muertos muy antiguos tallados en la piedra, casi borrados por el paso de los siglos y las pisadas de la gente, y de un jardín al que se abrían sus arcos ojivales y en el que había un laurel tan alto que la vista de un niño se perdía hacia arriba sin vislumbrar su final. En el jardín umbrío por la sombra gigante del laurel y lleno de helechos y maleza había siempre, incluso en verano, un olor muy poderoso a vegetación y tierra húmeda, y resonaba el escándalo de los pájaros que anidaban en su espesura, los largos silbidos de las golondrinas y de los vencejos en las tardes demoradas del verano. Desde muy lejos se distinguía el gran chorro verde oscuro del laurel, como un géiser de vegetación que ascendía más alto que los campanarios de la iglesia y los tejados del barrio, y que oscilaba en las tardes de vendaval. Cuando yo era muy niño y entraba en el claustro de Santa María de la mano de mi madre me daba vértigo asomarme al jardín para ver el laurel, y siempre notaba el frío húmedo de la tierra y la piedra y me ensordecía el fragor de los pájaros, que levantaban de golpe el vuelo cuando redoblaban las campanas.