Yo estaba seguro de que el laurel llegaba al cielo, como la mata de habichuelas mágicas en aquel cuento que me contaban las mujeres de mi casa, y que muchos años después yo leía a mi hijo mayor, siempre ansioso de historias cuando se iba a la cama, desde que tenía dos o tres años, ya impaciente cuando anticipaba que el cuanto iba a acabarse, pidiéndome que durara todavía un poco más, que le leyera o le contara otro, mejor aún, que lo inventara a su gusto, dando a los personajes los rasgos de carácter y los poderes mágicos que a él le apetecían, poniéndoles nombres que él debía aprobar. Leyendo el cuento junto a la cabecera de la cama de mi hijo imaginaba a su pequeño héroe subiendo hacia el cielo y emergiendo al otro lado de las nubes por las ramas de aquel laurel prodigioso de Santa María, igual que lo había imaginado cuando era niño y el cuento me lo contaban a mí. Si miraba muy fijo hacia arriba, aunque no hubiera viento, el laurel tenía una ligera oscilación, más inquietante porque apenas era perceptible. Cuando un viento fuerte lo agitaba el ruido de sus hojas tenía una fuerza como la de la resaca del mar, que yo no había escuchado nunca, salvo en las películas, o cuando me acercaban una caracola al oído y me decían que aún sonaba en ella un ecodel mar del que la habían traído.
A la iglesia de Santa María me acuerdo que iba todas las tardes, en el verano de mis doce años, a rezarle unas cuantas avemarías a la Virgen de Guadalupe, la patrona de mi ciudad, a la que yo le pedía que intercediera por mí para que me aprobaran la gimnasia en septiembre, porque en los exámenes de junio había suspendido de manera humillante, aunque no injustificada. No se me daba bien ningún deporte, no era capaz de subir una cuerda o saltar un potro y ni siquiera sabía dar una voltereta. Había ido creciendo en mí un sentimiento de exclusión que se acentuaba amargamente con la pérdida de las confortables certezas de la niñez y las primeras turbiedades y temores del tránsito a la adolescencia. Me sentía siempre avergonzado y aparte de los otros, mi cara demasiado redonda llenándose de granos, el bozo ensombreciendo el labio superior, todavía infantil, el vello brotando en los lugares más raros de mi cuerpo, el remordimiento agudo y secreto de la masturbación, que según las enseñanzas torvas de los curas no sólo era un pecado, sino también el principio de una serie de enfermedades atroces. Qué raro haber sido ese niño solitario, gordito y torpón que cada atardecer de verano, cuando cedía el calor, iba al barrio del Alcázar y entraba en los claustros frescos de Santa María para rezarle a la Virgen, pisando lápidas de muertos sepultados hacía cinco o seis siglos, devoto y avergonzado por dentro, porque ese verano había aprendido a masturbarse, mirando siempre de soslayo el interior de los escotes y las piernas desnudas de las mujeres, el pecho blanco, de pezón grande y oscuro y tenues venas azuladas, de una gitana descalza que amamantaba a su hijo sentada en la puerta de alguna de las casuchas de pobres que había al final del barrio, junto a las ruinas de la muralla. A veces, en la gran plaza que hay delante de la iglesia, veía de lejos, sentados en un banco de piedra, a los cuatro o cinco gamberros de mi clase, que ya fumaban y entraban en las tabernas, y que si pasaba delante de ellos, aunque fingiera no verlos, se burlarían de mí, como se habían burlado en el gimnasio y en el patio del colegio ante mi cobardía física, más aún si se daban cuenta de adonde iba, el empollón gordito que había sacado tantas matrículas y sin embargo no había sido capaz de aprobar la gimnasia, y que ahora le rezaba todas las tardes a la Virgen, y más de una se acercaba a confesar y luego se quedaba a la misa y comulgaba, con el remordimiento y la desazón de no haberse atrevido a confesarlo todo, a decirle al cura, que había hecho preguntas formularias y trazado en la penumbra el signo de la cruz al mismo tiempo que murmuraba la penitencia y la absolución, que había un pecado más, que ni siquiera podía nombrarse sino con lejanos eufemismos, que había cometido un acto impuro. Tan tempranamente la doctrina católica nos habituaba a la solitaria contienda con uno mismo, a los retorcimientos de la culpabilidad: un acto impuro era un pecado mortal, y si no se confesaba no podía ser absuelto, y si uno se acercaba a comulgar en pecado mortal estaba cometiendo otro, igual de grave que el primero, que se añadía a él en la secreta ignominia de la conciencia.
En la iglesia de Santa María me casé por primera vez, cuando tenía veintiséis años. Quizás por el aturdimiento y los nervios de la ceremonia y el mareo de la gente no llegué a fijarme esa vez en el gran laurel del claustro, aunque ahora me asalta la sospecha alarmante de que quizás lo habían talado, nada raro en una ciudad tan adicta al arboricidio. El hombre joven, con bigote, con el pelo cortado a navaja, con un traje azul marino y una corbata gris perla, me parece aún más remoto que el niño piadoso y secretamente avergonzado de catorce años atrás. A lo largo de ese tiempo había perfeccionado las aptitudes que ya atisbaba como suyas al principio de la adolescencia, el hábito de fingir que era y hacía lo que se esperaba de él y a la vez rebelarse hoscamente en silencio, la vana astucia de esconder la que él imaginaba su identidad verdadera y de alimentarla con libros y sueños y una dosis gradual de rencor mientras exteriormente presentaba una actitud de mansa aquiescencia. Así vivía en un exilio inmóvil, en una lejanía que casi nunca se aliviaba y que sin embargo era tan falsa como una perspectiva de campo abierto pintada en un muro o como esas transparencias del cine en las que un actor conduce a toda velocidad un descapotable al filo de un acantilado sin que el viento le desordene el pelo ni se sucedan y huyan en el parabrisas las sombras de los árboles.
El barrio del Alcázar, a espaldas de la iglesia de Santa María, ceñido al sur y al oeste por el camino que circunda la muralla en ruinas y por los terraplenes de las huertas, tiene calles estrechas y empedradas y pequeñas plazas en las que puede haber una casona con gran arco de piedra y dos o tres moreras o álamos. Las casas más antiguas del barrio son del siglo XV. Están encaladas, salvo los dinteles de las puertas, que muestran el tono amarillento de la piedra arenisca en la que fueron tallados, que es la misma que la de los palacios y las iglesias. El blanco de la cal y el dorado y rubio de la piedra contrastan en una delicada armonía que tiene la elegancia luminosa del Renacimiento y la austera belleza de la arquitectura popular. Ventanas altas y estrechas con rejas tupidas como celosías y grandes muros cerrados de tapias de jardines recuerdan el hermetismo de la casa musulmana heredado intacto por los conventos de clausura. Hay caserones con ventanucos estrechos como saeteras en los que a veces nos escondíamos los niños y con grandes argollas en las fachadas, argollas de hierro tan pesadas que no teníamos fuerzas para levantarlas, y en las que nos decían que los señores antiguos ataban a sus caballos. En esos caserones habitaban los nobles que regían la ciudad y que en sus sublevaciones feudales contra el poder de los reyes se hacían fuertes tras los muros del Alcázar. Al amparo de esos mismos muros estaba la Judería: los nobles necesitaban el dinero de los judíos, sus habilidades administrativas, la destreza de sus artesanos, de modo que tenían interés en protegerlos contra las periódicas explosiones de furia de la chusma beata y brutal excitada por predicadores fanáticos, por leyendas sobre profanaciones de la hostia y rituales sanguinarios celebrados por los judíos para infamar la religión cristiana. Robaban hostias consagradas y les escupían y las pisoteaban, y les hincaban clavos y las aplastaban con tenazas para repetir en ellas los suplicios que le habían infligido a la carne mortal de Jesucristo. Secuestraban a niños cristianos y los degollaban en los sótanos de las sinagogas, y bebían su sangre o manchaban con ella la harina blanca y sagrada de las hostias.