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Alguien me habló de esa casa judía y yo di vueltas por el barrio del Alcázar hasta que pude encontrarla. Está en un callejón estrecho, como encogida en él, y yo la recuerdo habitada, con voces de gente y ruido de televisión viniendo a la calle por las ventanas abiertas, en las que había macetas con geranios. Tiene una puerta baja, y en los dos extremos de la gran piedra del dintel hay talladas dos estrellas de David, inscritas en un círculo, no tan gastadas por el tiempo que no pueda percibirse con exactitud el dibujo. Es una casa pequeña, aunque sólida, que debió de pertenecer no a una familia opulenta, sino a un escribano o a un pequeño comerciante, o al maestro de una escuela rabínica, a una familia que viviría, en los años anteriores a la expulsión, dividida entre el miedo y un empeño de normalidad, imaginando que los excesos amenazantes del fanatismo cristiano se apaciguarían, igual que tantas otras veces, y que en esa pequeña ciudad y tras la protección de los muros del Alcázar no iban a repetirse las matanzas terribles de unos años antes en Córdoba, o las de finales del siglo anterior. La casa, en el callejón, tiene algo de receloso y escondido, como la actitud de alguien que para no llamar la atención baja la cabeza y encoge los hombros y procura caminar cerca de la pared. Qué harías tú si supieras que de un día para otro pueden expulsarte, que bastarán una firma y un sello de lacre al pie de un decreto para que tu vida entera quede desbaratada, para que lo pierdas todo, tu casa y tus bienes, tu vida de todos los días, y te veas arrojado a los caminos, expuesto a la vergüenza, obligado a despojarte de todo lo que creías tuyo y a emprender un viaje en un buque que te llevará no sabes adonde, a un país donde también serás señalado y rechazado, o ni siquiera eso, a un naufragio en el mar, el mar temible que no has visto nunca. Las dos estrellas de David son la única prueba que atestigua la existencia de una comunidad populosa, como las impresiones fósiles de una hoja exquisita que perteneció a la inmensidad de un bosque borrado por un cataclismo hace milenios. No podrían creer que de verdad iban a expulsarlos, que en unos meses tendrían que abandonar la tierra en la que habían nacido y en la que ya vivieron sus antepasados lejanos, las calles de la ciudad que imaginaron suya, y en la que de pronto no recibían más que signos de odio. Quién puede creer que su casa, en la que está modelada la forma de su vida, le será arrebatada en el plazo de unos días, y que gente desconocida vendrá a ocuparla y no sabrá nada de quienes vivían en ella, quienes creyeron que les pertenecía. La casa tenía una puerta con clavos oxidados y un llamador de hierro, y pequeñas molduras góticas en los ángulos del dintel. Quizás la llave que se correspondía con el gran ojo de la cerradura se la llevaron los expulsados y la fueron legando de padres a hijos en las generaciones sucesivas del destierro igual que la lengua y los sonoros nombres castellanos, y los romances y los cantos de niños que los hebreos de Salónica y Rodas llevarían consigo en el largo viaje infernal hacia Auschwitz. De una casa parecida a ésta se irían para siempre la familia de Baruch Spinoza o la de Primo Levi. Caminaba por los callejones empedrados de la Judería de Úbeda imaginando el silencio que debió de inundarlos en los días posteriores a la expulsión, como el que quedaría en las calles del barrio sefardí de Salónica cuando los alemanes lo evacuaron en 1941, donde ya no volverían a escucharse las voces de las niñas que saltaban a la comba cantando romances como los que yo alcancé a escuchar en mi infancia, romances de mujeres que se disfrazaban de hombres para combatir en las guerras contra los moros o de reinas encantadas. Los franciscanos y los dominicos predicando a la multitud analfabeta desde los pulpitos de las iglesias, las campanas doblando con repiques de triunfo mientras los desterrados iban abandonando el barrio del Alcázar, en la primavera y el verano de 1492, que era otra de las fechas que nos aprendíamos de memoria en la escuela, porque era la de mayor gloria en la Historia de España, nos decía el maestro, cuando se reconquistó Granada y se descubrió América, y nuestra patria recién unificada empezó a ser un imperio. De Isabel y Fernando el espíritu impera, cantábamos apoyando con pisotones marciales los énfasis del himno, moriremos besando la sagrada bandera. Hazaña tan importante de los reyes Católicos como la victoria sobre los moros en Granada y decisión tan sabia como el apoyo a Colón había sido la expulsión de los judíos, que en los dibujos de nuestra enciclopedia escolar tenían narices aguileñas y perillas puntiagudas, y a los que se atribuía la misma oscura perfidia que a otros enemigos jurados de España, de los cuales no sabíamos nada más que sus nombres temibles, masones y comunistas. Cuando nos estábamos peleando con otros niños en la calle y alguno nos escupía le gritábamos siempre: Judío, que le escupiste al Señor. En los tronos de nuestra Semana Santa los sayones y fariseos tenían los mismos rasgos groseros que los judíos de la enciclopedia escolar. En la Ultima Cena, Judas nos daba a los niños tanto miedo como un drácula del cine, con su nariz ganchuda y su barba en punta y la cara verdosa de traición y codicia con que se volvía para mirar secretamente la bolsa con las treinta monedas.

En el hotel Excelsior, en Roma, muchos años y varias vidas más tarde, conocí al escritor rumano y sefardí Emile Román, que hablaba fluidamente en italiano y en francés, pero también en un raro y ceremonioso español que había aprendido en su infancia, y que debía de parecerse al que hablaban en 1492 los habitantes de aquella casa del barrio del Alcázar. Pero nosotros no nos llamábamos sefardíes, me dijo, nosotros éramos españoles. En Bucarest, en 1944, un pasaporte expedido a toda prisa por la embajada española le permitió salvar la vida. Con el mismo pasaporte que le había librado de los nazis escapó unos años más tarde de la dictadura comunista, y ya no regresó nunca a Rumania, ni siquiera tras la muerte de Ceaucescu. Ahora escribía en francés y vivía en París, y como estaba jubilado pasaba las tardes en el local de una hermandad de viejos sefardíes que se llamaba Vida larga. Era un hombre muy alto, parado, de ademanes graves, de piel olivácea y grandes manos rituales. En el bar del hotel Excelsior un individuo de pajarita roja y esmoquin plateado tocaba éxitos internacionales en un órgano eléctrico. Sentado frente a mí, junto a los ventanales que daban al tráfico de la Vía Véneto, Emile Román bebía con breves sorbos de una taza diminuta de espresso y hablaba apasionadamente de injusticias cometidas cinco siglos atrás, nunca olvidadas, no corregidas y ni siquiera amortiguadas por el paso del tiempo y el tránsito de las generaciones, el inapelable decreto de expulsión, los bienes y las casas vendidos apresuradamente para cumplir el plazo de dos meses que se concedía a los expulsados, dos meses para abandonar un país en el que habían vivido sus mayores durante más de mil años, casi desde el principio de la otra Diáspora, dijo Emile Román, las sinagogas desiertas, las bibliotecas dispersadas, las tiendas vacías y los talleres clausurados, cien o doscientas mil personas forzadas a marcharse de un país con apenas ocho millones de habitantes. Y los que no se fueron, los que prefirieron convertirse por miedo o por conveniencia y calcularon que al recibir el bautismo serían aceptados. Pero tampoco eso les sirvió, porque si ya no podían perseguirlos por la religión de la que habían abjurado ahora era su sangre lo que los condenaba, y no sólo a ellos, sino también a sus hijos y a sus nietos, de modo que los que se quedaban acabaron siendo tan extranjeros como los que se habían ido, incluso más todavía, pues no sólo los despreciaban los que habrían debido ser sus hermanos en la nueva religión, sino también los que permanecieron fieles a la que ellos habían abandonado. El pecador más infame podía arrepentirse y si cumplía la penitencia quedar libre de culpa, el hereje abjurar de sus errores, el pecado original podía redimirse gracias al sacrificio de Cristo: pero para el judío no había redención posible, porque su culpabilidad era anterior a él e independiente de sus actos, y se volvía incluso más turbiamente sospechoso si su apariencia era de ejemplaridad. Pero en eso España no fue una excepción, no fue más cruel o más fanática que otros países de Europa, contra lo que suele pensarse. Si en algo se distinguió España no fue por expulsar a los judíos, sino por expulsarlos tan tarde, porque en el siglo XIV los habían echado de Inglaterra y de Francia, y no crea que con más miramientos, y cuando en 1492 muchos de los que salieron de España buscaron refugio en Portugal lo obtuvieron a cambio de una moneda de oro por persona, y seis meses más tarde también los expulsaron, y los que se convirtieron para no tener que irse no tuvieron una vida mejor que los conversos de España, y también recibieron el nombre infame de marranos. Pero hubo marranos que después de varias generaciones de sometimiento al catolicismo emigraron a Holanda y en cuanto llegaron allí volvieron a profesar el judaísmo, la familia de Baruch Spinoza, por ejemplo, que tenía una inteligencia demasiado racional y libre para obedecer ningún dogma, y fue oficialmente expulsado de la comunidad judía, él que venía de un linaje de judíos expulsados de España.