– ¿Es muy grave? -preguntó Nicholas.
– No hay cortes, pero habrá que reconstruir toda la cara. Puedo hacer lo principal en una sola operación, pero después necesitará chequeos, recuperación, psicoterapia y…
¿sabes cuánto trabajo lleva eso? Tengo reservas para los dos próximos años. No me queda ni un solo minuto libre.
– Te necesita, Joel.
– No intentes hacer que me sienta culpable. No puedo solucionar los problemas de todo el mundo.
– Su marido y su hija murieron durante el ataque.
– Mierda…
– Lo ha perdido todo. ¿Le vas a decir que tendrá que pa-sar el resto de su vida pareciéndose a una gárgola?
– No soy el único cirujano del mundo.
– Pero eres el mejor. Me lo dices continuamente. Y ella se merece al mejor.
– Lo pensaré.
– Yo la conozco. Es una buena mujer.
– He dicho que lo pensaré, maldita sea -murmuró Joel entre dientes.
– Hazlo. -Nicholas se levantó y fue hacia la puerta-. Mañana te traeré su historial y hablaremos. Vámonos, Jamie, vayamos a cenar algo. -Hizo una pausa-. Por cierto, ¿cómo está Tania?
– Bien -respondió, ceñudo, Joel-. Seguro que querrá ver-te. Supongo que, si te apetece venir a cenar a casa…
– Me resulta difícil rehusar una invitación tan apasiona-da, pero creo que paso. -Sonrió-. ¿Por qué no le preguntas a Tania su opinión sobre si deberías comprometerte en ayu-dar a Nell Calder?
– Eres un cabrón -dijo Joel.
Nicholas, sonriendo, cerró la puerta.
– ¿Quién es Tania? -preguntó Jaime mientras cruzaban la recepción.
– Una especie de ama de llaves, por decirlo de algún modo. Cuida de la casa y, a cambio, tiene una habitación. Tania Vlados es una amiga común. -Pulsó el botón del as-censor.
– ¿Y ella le convencerá?
– Dudo mucho que él discuta con ella un asunto así. Ta-nia le haría sentir demasiado incómodo. Es como una apiso-nadora. Además, no la necesitaremos. Joel está mantenien-do ya una lucha consigo mismo. Se crió y creció entre pobreza y miseria, y siempre le resulta difícil colocar su ne-cesidad de enriquecerse por detrás de la bondad humana.
Jamie volvió la mirada, a través de las puertas de cristal, hacia la lujosa consulta de Lieber.
– Pues parece que lo consigue, y de sobra.
– Pero también hace donación de sus servicios, un día a la semana, para ayudar a los niños maltratados. -El ascensor llegó, y entraron-. Y no será a costa del tiempo que dedica a esos niños que se ocupará de Nell Calder.
– Podrías ofrecerle una cantidad generosa para endulzar-le el pastel.
– No, ahora no. Sería como insultarlo. Pero una vez que se haya involucrado, te aseguro que me va a costar un riñón.
– Te estás metiendo en un montón de problemas.
– ¿Y?
– Que tú no tienes la culpa de nada.
– Ya lo creo que sí, maldita sea. -Sacudió la cabeza, can-sado-. Y no me des la lata con eso de que ella es responsa-ble porque tenía tratos con Gardeaux. No creo que los tuviera.
– Entonces ¿por qué quisieron quitarla de en medio?
– No lo sé. Nada en todo este asunto tiene sentido. Pero debe de haber una razón. -Hizo una pausa-. Ella y la niña fueron apuñaladas, cuando una bala hubiera sido más rápi-da y mucho más eficiente.
– ¿Maritz?
– Probablemente. Había sido un SEAL, ya sabes.
– Sí. No soporto a esos ex soldados, tan orgullosos de haber pertenecido al cuerpo de operaciones especiales de la Marina…
– Además, es el único de los hombres de Gardeaux al que le encanta el cuchillo. Nell Calder debía de ser su único objetivo. El marido y los otros fueron asesinados en el salón, pero él iba tras ella.
– Blanco principal -asintió Jamie-. Lo que hace bastante sospechosa tu teoría de que es una testigo inocente.
– Entonces, demuéstrame que estoy equivocado. Desde luego, me complacería mucho más descubrir que trabajaba para Gardeaux. Aunque, si hay que encontrar conexiones,
necesitaremos más información que la del expediente que Conner ha confeccionado sobre ella. ¡Quiero que averigües hasta lo que tomaba para desayunar cuando tenía seis años!
– ¿Cuándo quieres que empiece? -levantó la mano-. No he dicho nada. Después de cenar, ¿de acuerdo?
– Puedo encargárselo a otro. Es un trabajo de chinos, y no estoy seguro de que nos acerque mucho más a Gardeaux.
– Bueno, el pub está bastante tranquilo, últimamente. Puedo hacerlo yo solo. ¿Alguna otra cosa?
– Vigilancia en su habitación del hospital. A Gardeaux podría no gustarle el hecho de que siga con vida. -Hizo una mueca-. Y será mejor que sea alguien discreto y que se man-tenga a distancia, o Joel se pondrá hecho una furia.
– No es nada fácil. La clase médica es muy celosa de su territorio -meditó un segundo-. Quizás un enfermero. Po-dría llamar a Phil Johnson a Chicago.
– Lo que sea. Pero que esté en su puesto mañana por la mañana.
– ¿Y esta noche?
– Ya me quedaré yo con ella.
– Pero si no has dormido nada en el avión.
– Y tampoco dormiré esta noche. No voy a cometer otro error.
Otra vez Tanek.
Parecía diferente y, por un instante, Nell no pudo des-cubrir por qué.
El jersey verde. No llevaba esmoquin. Y su aspecto no era tenso ni enfadado. Simplemente, cansado.
Lo entendía perfectamente. También ella estaba cansa-da. Tanto, que casi no podía mantener los ojos abiertos. Le parecía estar flotando…
Claro: se estaba muriendo. Y si morir era eso, no era tan malo.
Debía estar susurrando algo, porque él se inclinó ha-cia ella:
– No se está muriendo. Ya está bien -sonrió tristemen-te-. Bueno, no del todo, pero no se va a morir. Está en un hospital, en Estados Unidos. Tiene unos cuantos huesos ro-tos, pero nada que no podamos arreglar.
Se sintió vagamente reconfortada. No, no había nada que Tanek no pudiera arreglar. Lo había sabido desde el pri-mer momento.
– Vuelva a dormir.
Pero no podía. Algo iba mal. Algo que tenía que ver con aquel oscuro horror antes de la caída. Algo que debía pre-guntar.
– Jill…
La expresión de Tanek no cambió, pero Nell sintió una oleada de pánico. Sí, algo iba mal.
– Duerma.
Cerró los ojos rápidamente. Oscuridad. Podía ocultarse allí, ocultarse de la terrible verdad que presentía detrás del rostro impasible de Tanek.
Dejó que la oscuridad se la llevara muy lejos.
– No estás tomándote mi sopa -dijo Tania sentándose a la mesa-. ¿Piensas quizá que no es digna de ti?
Joel Lieber frunció el ceño.
– No empieces. No tengo hambre.
– Trabajas desde el alba al anochecer, y tu secretaria dice que rara vez almuerzas. Debes tener hambre por fuerza. -Con calma, buscó su mirada-. Lo cual significa que crees que mi sopa no vale la pena. Aunque no veo cómo la puedes juzgar, si ni tan sólo la has probado.
Joel cogió la cuchara, la hundió en el plato y se la llevó a la boca.
– Deliciosa -gruñó.
– Tómate el resto. Date prisa. Antes de que mi asado se enfríe.
El dejó la cuchara a un lado.
– Deja de darme órdenes en mi propia casa.
– ¿Por qué? Es el único lugar donde puedes acatar órde-nes. Eres un hombre demasiado arrogante -dijo, mientras delicadamente tomaba cucharaditas de su plato-. Y se te puede perdonar la arrogancia en el quirófano porque, probablemente, allí eres el más sabio. Pero aquí, la que sabe más soy yo.
– Y de cualquier cosa que hay bajo el sol. Desde que vi-niste a vivir conmigo, has hecho de mi vida un tormento.
Tania sonrió serenamente.
– Mientes. Nunca has estado tan contento como ahora. Gracias a mí, tienes buena comida, un hombro maternal en el que apoyarte y una casa limpia. Si te dejara, estarías perdido.