Sí, lo estaría.
– Tus hombros no son en absoluto maternales. -Eran rec-tos, cuadrados y siempre parecían estar listos para entrar en combate. Desgraciadamente, Tania estaba muy acostumbra-da a los combates. Había nacido y se había criado en el infier-no en que se había transformado Sarajevo. Nicholas la había traído cuatro años antes, medio muerta de hambre, herida y con las cicatrices que le había dejado una granada. Sólo tenía dieciocho años, y su mirada era casi la de una anciana-. Y me he defendido muy bien durante muchos años sin tu ayuda.
Ella soltó una risita sarcástica.
– Tan bien, que Donna se divorció de ti, porque nunca te veía. Un hombre debe tener un hogar, además de una carrera. Afortunadamente, llegué a tiempo para salvarte. -Dio otro sorbo a la sopa-. Y Donna piensa lo mismo. Cree que soy lo mejor que te ha pasado en la vida.
– No me hace ninguna gracia que estés siempre conspi-rando con mi ex esposa.
– No conspiro. Converso con ella. ¿Eso es conspirar?
– Sí.
– Estoy sola todo el día. Necesito practicar el inglés y, por lo tanto, hablo por teléfono -dijo con satisfacción-. Mi inglés va mejorando y pronto estaré en condiciones de ir a la universidad.
Él se quedó callado un instante.
– ¿Y lo harás?
– Pero no te asustes. Seguiré viviendo contigo. Soy muy feliz aquí.
– No estoy asustado. -La miró furioso-. Me sentiría muy feliz si pudiera librarme de ti. Eres tú la que entró en mi casa y se apoderó de todo.
– Era lo único que podía hacer -contestó simplemente-. Si yo no hubiera aparecido, te habrías convertido en un vie-jo amargado.
– Pero aquí estás, para mantenerme joven y dulce, ¿ver-dad?
– Sí -sonrió-. Joven, lo consigo. Dulce, es un reto mu-cho mayor.
Tania tenía una sonrisa maravillosa. Su cara era angulo-sa, fuerte, sus labios, gruesos y expresivos, su mirada, pro-funda, penetrante. Pero no era un rostro bello hasta que sonreía. Era en esos momentos cuando Joel sentía que había recibido un regalo muy especial. Él le había borrado aque-llas cicatrices, pero era Dios el que le había concedido el don de aquella sonrisa.
Ella dijo tranquilamente:
– Aunque sería de bastante ayuda si me llevaras a tu cama.
La miró de arriba abajo y, enfadado, tomó una cuchara-da de sopa.
– Ya te he dicho que no me acuesto con adolescentes.
– Ya tengo veintidós.
– Y yo casi cuarenta y uno. Demasiado viejo para ti.
– La edad no significa nada. La gente ya no cree en eso.
– Yo sí.
– Lo sé, y me lo pones muy difícil. Pero no vamos a dis-cutir sobre ello ahora. -Se levantó-. Ya te has enfadado, y ahora le echarás a mi sopa la culpa de tu indigestión. Acabe-mos de cenar y, después, puedes decirme qué es lo que te pasa, mientras nos tomamos un café en la biblioteca.
– No me pasa nada.
– Sabes que te sentirás mejor si me lo cuentas. Voy por el asado.
Desapareció hacia la cocina.
– Bébete el café. -Tania se acomodó en el sofá, sentada sobre sus piernas, frente a Joel-. Le he puesto un poco de canela. Te gustará.
– No me gusta el café dulce.
– Esta especie no es dulce. Además, ¿cómo lo sabes? Apuesto a que no has bebido nada más que vil café solo des-de la facultad.
– No es vil -añadió-: Y tú nunca dejas que tome cafeína.
– La sigues tomando en el hospital.
– Supongo que tus espías te informan, ¿no? Beberé lo que me venga en gana. -Ostentosamente, dejó la taza sobre la mesita que estaba junto a él-. Y ahora no me apetece tomar café. Tengo que volver al hospital a visitar a un pa-ciente.
– ¿Un paciente que te preocupa tanto que no puedes ni comer?
– No estoy preocupado.
– Entonces, ¿por qué vuelves al hospital? ¿Es uno de los niños?
– No, es una mujer.
Ella no dijo nada, sólo esperó.
– Nicholas la trajo -añadió, sin muchas ganas.
– ¿Nicholas? -Tania se incorporó en el sofá.
– Ya sabía que despertaría tu interés -observó Joel, algo enojado-, pero eso no cambia nada. No me puedes conven-cer de que acepte este caso sólo porque Nicholas quiere que lo haga. Las fracturas son demasiado graves para intentar re-construir su cara exactamente como era. Le pasaré el traba-jo a Samplin.
– Yo no intentaría convencerte. Tengo una deuda con Nicholas, y tengo que pagarla yo sola -frunció el ceño, pen-sativa-. ¿Quién es esa mujer?
– Nell Calder. Fue una de las víctimas de la masacre de Kavinski.
– No me refiero a eso. ¿Que quién es para Nicholas?
– No hace falta que te pongas celosa. Creo que casi no la conoce.
– ¿Por qué debería estar celosa?
Estaba realmente sorprendida, y Joel casi sintió una oleada de alivio. Intentó no darle demasiada importancia.
– Ambos estáis tan unidos… como las sardinas en su lata.
– Me salvó la vida y me llevó hasta ti. -Le miró atentamente-. Nicholas y yo no queremos nada el uno del otro salvo una amistad.
– Es raro que Nicholas haga algo por nada.
– ¿Por qué hablas así de Nicholas? Pero si él te gusta… ¿no?
Sí, le gustaba. Y también estaba terriblemente celoso del muy bastardo. De repente, recordó la escena de Casablanca en la que Ingrid Bergman, melancólica, seguía con la mirada a Humphrey Bogart, mientras Paul Henreid, noble y aburrido, permanecía en segundo plano. A ella no le im-portaba que Henreid fuera un heroico combatiente de la resistencia; las ovejas negras siempre son mucho más inte-resantes.
– Tú no le entiendes -dijo Tania-. No es tan duro como parece. Ahora está en el otro lado. -¿ Qué otro lado?
– Ha llevado una vida difícil. Pasan cosas que te marcan, te dejan cicatrices, te hieren, y te llevan a pensar que nunca más vas a creer en nada, que pasarás por encima de todo para sobrevivir. Después, vas más allá -miró dentro de su taza de café- y vuelves a ser otra vez humano.
No estaba hablando sólo de Nicholas. Había estado en aquel infierno y también había salido al otro lado. Quiso alargarle una mano y consolarla, decirle que por siempre más cuidaría de ella.
Levantó su taza de café y dio un trago.
– Está muy bueno -mintió.
Fantástico, Joel. Nicholas le salva la vida y tú le piro-peas el café.
Tania le devolvió una sonrisa de oreja a oreja.
– Ya te lo había dicho.
– Tú siempre ya me lo has dicho. Es muy irritante.
– Y ¿por qué quiere Nicholas que ayudes a esa mujer?
El se encogió de hombros.
– Creo que se siente responsable en parte. Y me la ha traí-do para absolverse de sus culpas. Pero no, yo no juego.
– Me parece que sí. Sientes pena por esa mujer.
– Ya te lo he dicho, no puedo devolverle lo que ha perdido.
– No puedes reconstruir su cara exactamente como antes -dijo ella-, pero sí puedes darle un rostro nuevo, ¿verdad?
– Pensé que no ibas a intentar convencerme.
– No lo hago. Es una decisión que sólo te atañe a ti. Pero, ya que probablemente aceptarás el caso, creo que deberías proponerte un reto que lo haga más interesante. -Sonrió, traviesa-, ¿Nunca has querido experimentar con tu propia Galatea?
– No -repuso tajantemente-. Eso no es cirugía plástica. Eso son cuentos de hadas.
– Ah, pero tú necesitas cuentos de hadas, Joel. Nadie los necesita más que tú. -Se levantó y le quitó la taza-. No te ha gustado el café, ¿verdad?
– Sí, bueno, yo… -encontró su mirada-. No.
– Pero te lo has tomado; lo has hecho por mí. -Le besó la frente con suavidad-. Gracias.
Se llevó la bandeja de la biblioteca.
La habitación pareció oscurecerse de repente, sin su vi-brante presencia.
Le había dicho que la deuda con Nicholas le pertenecía exclusivamente a ella.