– Sí.
– ¿Qué quiere que haga?
– No me importa. Lo que quiera.
– ¿Quiere que haga lo que yo crea mejor? ¿Qué pasará si a usted no le gusta lo que hago? Ayúdeme.
– No me importa -repitió en un susurro. ¿Por qué no lo podía entender?
– Sí le importa. -Sacudió la cabeza, cansado-. Pero, evi-dentemente, ahora no. Esperaremos un poco. -Se puso en pie-. Esta tarde la voy a trasladar a mi clínica. Quiero ope-rarla pasado mañana. Intentaré verla mañana por la noche y le mostraré las posibilidades para que escoja.
Estaba preocupado. Parecía un buen hombre. Era una lástima que ella no pudiera ayudarlo.
Se dirigía hacia la puerta, comprendió Nell, aliviada. La dejaría tranquila. Sus ojos se cerraron.
Minutos después, estaba nuevamente dormida.
Aquella ala del hospital estaba casi desierta. Horario estric-tamente de nueve a cinco, pensó Phil Johnson mientras ca-minaba por el pasillo.
Una bonita enfermera de turno avanzaba hacia él. Tenía la expresión despierta, fresca, el pelo oscuro y rizado, y pe-cas. Le encantaban las pecosas.
Phil sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa y se detuvo.
– ¿Se ha perdido? Está en el ala de administración.
– Me han dicho que deje estos formularios de seguros.
– La oficina de registro cierra a las siete.
Hizo una mueca.
– Qué suerte la mía. ¿Trabajas ahí?
Ella asintió.
– Me han pasado a interina en el registro -repuso con una mueca-: Es que me desmayé en urgencias. En personal creen que puedo estar mejor dotada para los números que para las suturas.
– Pues, vaya… -dijo, mirándola con simpatía. Luego, se-ñaló la carpeta que llevaba bajo el brazo y añadió-: Creo que tendré que devolver esto a pediatría y volver a traerlo mañana.
Ella dudó un instante, y después se encogió de hom-bros:
– Bueno, entra. Puedes dejar la carpeta sobre la mesa de Truda.
– Estupendo. -Sonrió mientras ella sacaba la llave del bol-sillo y la introducía en la cerradura-. Me llamo Phil Johnson.
– Pat Dobrey. -Encendió la luz y le cogió la carpeta-. La dejaré en la bandeja de entradas de Truda.
Observó desde la puerta cómo cruzaba el despacho. Preciosa, definitivamente preciosa.
Ella regresó hacia la puerta y apagó la luz.
Phil le cogió las llaves.
– Ya lo hago yo. -Cerró la puerta y comprobó que no podía abrirse-. Ya está. -Le entregó las llaves-. Muchas gra-cias, Pat. Permíteme acompañarte hasta tu coche.
– No es necesario.
Phil sonrió.
– Insisto. Será un placer.
Diez minutos más tarde, la despedía, diciéndole adiós con la mano y sintiéndose un tanto culpable, mientras Pat se alejaba por la carretera en su Honda. Qué chica tan dulce… Era una pena que no le hubieran encomendado que la vigi-lara a ella. Giró sobre sus talones y volvió, pasando entre los coches aparcados, al hospital.
Al cabo de otros pocos minutos, se coló en la oficina de registro y cerró la puerta, sigilosamente, tras él.
No se molestó en encender la luz, se dirigió rápidamen-te hacia la mesa y puso en marcha el ordenador. La poca luz que desprendía la pantalla era suficiente para él y, en cam-bio, no lo delataría.
El teclado le era familiar al tacto. Demasiado familiar, incluso. Era como acariciar el cuerpo de un amante que siempre era distinto y excitante. Vamos, al trabajo, se dijo.
No conocía la clave de acceso, y eso le llevó unos minu-tos. Pero a él no le supuso ningún problema colarse en el programa.
Nell Calder.
Su traslado al Woodsdale ya había sido anotado.
Muy bien. Borró aquella información. Después, sacó de uno de los cajones del archivador, detrás de la mesa, la car-peta con el historial de Nell Calder. De hecho, aquello no era necesario, a menos que alguien buscara el historial allí. Los ordenadores eran los que gobernaban el mundo y, para cualquiera que hiciera una consulta, era más fácil imprimir la información desde el ordenador que tener que buscar en-tre aquellas carpetas que llenaban cajones y cajones, y tener que modificar luego, a mano, el historial. Pero Nicholas le había ordenado que tomara todas las precauciones.
Al fin y al cabo, si desaparecía un historial del archiva-dor, todo el mundo pensaría que, simplemente, se había tras-papelado. La gente comete errores, los ordenadores, jamás.
Volvió a sentarse frente al monitor, añadió la informa-ción necesaria y salió del programa. Por un momento, se quedó con la mirada fija en la pantalla verde, más atractiva que cualquier mujer. Caramba, ya que estaba allí, no perju-dicaría a nadie si se colaba un ratito en cualquiera de los bancos de datos y…
Suspiró y apagó el ordenador. Sí perjudicaría a alguien: a él. ¿Por qué, si no, había decidido no volver a tener un or-denador en su apartamento, y ocupar su tiempo haciendo de enfermero? Nicholas le había dado una oportunidad, había confiado en él, y ahora no iba a hacer el tonto dejándose caer en la tentación.
Se levantó, guardó el historial de Nell Calder bajo su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Con mucho cuidado, despegó el pedazo de cinta adhesiva dura y transparente que había colocado en el filo de la puerta, para evitar que se ce-rrara, mientras Pat estaba de espaldas. Había sido una suerte tropezarse con ella. De no haber sido así, Phil hubiera teni-do que probar toda la colección de llaves maestras que lle-vaba en el bolsillo, y correr el riesgo de que alguien se diera cuenta de lo que hacía.
Volvió a echar una última y soñadora mirada al ordena-dor antes de cerrar la puerta.
Tampoco estaba tan mal. Después de todo, le gustaba su trabajo. Le gustaba la gente, y ayudar a otros hacía que se sintiera bien. Esperaba poder ayudar a Nell Calder. Pobre mujer. Debía de estar realmente en una situación límite, o Nicholas no le habría ordenado teclear aquella información en el archivo de su historiaclass="underline"
La paciente ha fallecido a causa de sus heridas a las 14.05 h. Su cadáver ha sido trasladado a la funeraria John Birnbaum.
Capítulo 3
– ¿Es su foto? -Tania cogió una foto de encima del expe-diente abierto sobre la mesa del despacho de Joel. La estu-dió y, después, asintió-: Me gusta. Creo que tiene corazón.
– ¿Y cómo has llegado a esa conclusión? ¿Sus ojos, quizás?
Tania echó un vistazo a aquellos enormes ojos marrones antes de negar con la cabeza:
– Su boca. Es… toda sensibilidad. No le cambies la boca.
– Es demasiado grande para una simetría perfecta.
– La simetría es fría. Si yo fuera ella, no me gustaría pa-recer fría.
No había peligro de que eso ocurriera, pensó Joel.
– Pensaba que era yo el que iba a crear a mi propia Galatea, ¿no?
– ¿Quieres que me vaya? -preguntó, con un mohín.
– No. -Sonrió y le acercó una silla al escritorio-. Creo que incluso podrías ayudarme. Nell Calder no me está dan-do ninguna pista.
– Pobre mujer. El dolor inicial es el más duro. Cuando mis padres y mi hermanito murieron, yo también quise mo-rirme.
Era la primera vez que hablaba sobre la muerte de su fa-milia. El se volvió y la miró a los ojos.
– ¿Murieron juntos?
– No, mi padre era soldado. Y mi madre y mi hermano fueron asesinados en la calle por un francotirador un año después. Estaban sacando agua para nosotros. -Miró la fo-to de Nell-. La soledad y la desesperación son lo peor. Cuando te lo han quitado todo, es difícil encontrar una razón para vivir.
– Y tú, ¿qué razón encontraste?
– Ira. No quise darles la satisfacción de matarme a mí también. -Hizo un esfuerzo por sonreír-. Y entonces te en-contré a ti, y mi vida volvió a tener un sentido.
Joel estaba demasiado emocionado. Deprisa, había que dar un paso atrás.
– ¿Salvándome del pecado de la cafeína?