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– Entre otras cosas. -Golpeó suavemente la fotografía con el índice-. Tienes que encontrar una razón para ella.

– Primero tengo que encontrarle un rostro. -Abrió el programa de imagen del ordenador y la cara de Nell apa-reció en la pantalla. Cogió el lápiz electrónico y se inclinó sobre la paleta gráfica que estaba junto a la pantalla-. ¿Pó-mulos?

– Altos.

El lápiz resbaló sobre la paleta gráfica y, en la pantalla, Nell adquirió unos pómulos más altos.

– ¿Suficiente?

– Un poco más.

Elevó aquellos pómulos todavía más arriba.

– Bien. -Tania frunció el ceño-. Hay que cambiar esta nariz respingona. Personalmente, me gusta, pero no combi-na bien con los pómulos.

Joel se deshizo de la nariz y colocó en su lugar una deli-cada nariz romana.

– ¿Así?

– Quizá, ya veremos.

– La boca…

– Quiero conservarle la boca.

– Entonces, tendremos que reencuadrar la mandíbula -le ajustó la línea de la mandíbula-. ¿Los ojos?

Tania ladeó la cabeza.

– ¿Podríamos rasgarlos un poquito? ¿Como los de Sofía Loren?

– Habría que darle unos puntos.

– Pero serían mucho más interesantes, ¿no?

El lápiz cambió la forma de aquellos grandes ojos. El cambio fue enorme. Ahora, el rostro de la pantalla era fuer-te, de rasgos muy marcados, y vagamente exótico. Y aquella boca amplia y expresiva le daba una imagen de vulnerabili-dad y sensualidad. No era la típica cara bonita, sino que era, a la vez, fascinante y llamativa.

– Un poco Sofía Loren, un poco Audrey Hepburn… -murmuró Tania-, pero creo que debemos trabajar más en la nariz.

– ¿Porque la tuya la hice sin pedirte consejo? -preguntó secamente Joel.

– Porque es un poco… demasiado delicada. -Se incli-nó hacia delante, con la mirada fija en la pantalla-. Lo esta-mos haciendo bien. Es una cara que conseguiría que se fle-tara un millar de buques.

– ¿Helena de Troya? A mí, nuestra Nell no me parece una diosa griega.

– Nunca he pensado que Helena de Troya pareciera una diosa. Creo que tenía una cara inolvidable que hacía que la gente no quisiera apartar la mirada de ella. Esto es lo que nosotros debemos hacer en este caso.

– ¿Y qué pasará después de que le demos esa cara? -Se volvió para mirarla-. Un cambio tan dramático puede trau-matizarla.

– Por lo que me has dicho, ya está traumatizada. Dudo que, si la transformamos en Helena de Troya, le haga más daño, e incluso creo que le podría ser útil -dijo-. Si Nell no tiene una razón, al menos tendrá una arma. Y eso es im-portante.

– ¿Ese fue el motivo por el cual dejaste que yo te ope-rara?

Tania asintió.

– Las cicatrices me tenían sin cuidado, pero sabía que sí les importarían a la gente que tuviera a mi alrededor. Tengo toda la vida por delante, y la gente retrocede y huye ante la fealdad.

Él sonrió.

– Supongo que podría hacer que ella se pareciera a ti. No es un rostro que esté nada mal.

– Al contrario, pero sería un problema si consigo que ad-mitas que no puedes vivir sin mí. Ya estás bastante confuso ahora. No, le proporcionaremos un rostro absolutamente

excepcional y maravilloso para que su camino sea más fácil. -Indicó el lápiz electrónico con la cabeza-. Ahora, vamos a ver si le podemos hacer la nariz un poquito más gruesa.

* * *

La noche siguiente, Nicholas se encontró con Joel cuando éste salía de la habitación de Nell.

– No me hables -le dijo Joel con rudeza. Agitó el porta-folios que llevaba en la mano-. La autorización para poder-la intervenir.

– ¿No la ha firmado?

– Sí, lo ha hecho. Le he explicado con todo detalle lo que voy a hacer. Le he enseñado, en imagen impresa por orde-nador, cómo será exactamente su nuevo aspecto. Pero no estoy seguro de que haya escuchado ni una palabra. Sé que no le importa. -Se mojó los cabellos-. ¿Sabes que me podría demandar cuando todo esto acabe?

Nicholas negó con la cabeza.

– No te demandará.

– ¿Cómo lo sabes? Si está hecha un auténtico zombi, maldita sea.

– Te lo prometo. Te protegeré de cualquier complica-ción, legal o personal.

– ¿De verdad? Pues Kabler ha vuelto a llamar hoy mismo.

– La próxima vez dile a tu secretaria que lo remita a la oficina de registro del St. Joseph.

– ¿Por qué?

– Porque Nell Calder murió ayer por la tarde.

– ¿Qué? -Lo miró atónito-. Por Dios bendito, ¿qué has hecho?

– Nada que te puedan cargar a ti -dijo Nicholas-. Tú li-mítate a seguir rehusando hablar con Kabler. Si lo com-prueba con la administración, descubrirá que Nell Calder murió a causa de sus heridas y que fue enviada a una empre-sa funeraria local.

– ¿Y si lo comprueba con la empresa funeraria?

– Ya tienen archivada el acta de su cremación. Su esque-la aparecerá en el periódico mañana.

– Cuando dije que te ocuparas de ello, no quise decir… No puedes hacer ese tipo de cosas.

– Ya está hecho.

– ¿Y qué crees que pensará Nell Calder acerca de su fa-llecimiento?

– Cuando esté a salvo, siempre puede decir que los in-formes sobre su muerte fueron un poco exagerados.

– ¿A salvo?

– Ella no fue una víctima casual del atentado. Era un blanco. Y aún puede estar en peligro.

– Maldita sea. ¿Supongo que no pensabas decirme dónde me estaba metiendo?

– Lo pensé-, pero sólo hubiera hecho tu decisión más difí-cil -sonrió-. Y tu decisión continúa siendo la misma, ¿verdad?

– Así que me mantienes en la ignorancia para salvaguar-darme de preocupaciones excesivas, ¿no? -dijo sarcástico.

– Bueno, y para evitar tener que oír tus quejas. ¿No ha sido mucho más sencillo así, como un hecho consumado?

– No.

– Por supuesto que sí.

– En los informes figura mi nombre. Soy el cirujano que la atendió. Me acusarán de haberlos falsificado.

Nicholas negó con la cabeza.

– Tengo el permiso original de traslado, firmado por ti. Si lo necesitas, te lo haré llegar.

– Sólo si a ti te conviene.

– No. -Nicholas escrutó en la mirada de Joel-. Prometí que te protegería. Mantendré mi palabra, Joel.

Joel lo miró, malhumorado. Sabía que Nicholas man-tendría su promesa, pero esto no mejoró su humor.

– No me gusta que me manipulen.

– No te he manipulado. Sólo he manipulado los infor-mes. -Miró la carpeta, con el permiso para operar firmado-. Además, no estás realmente enfadado conmigo. Estás preo-cupado por tu paciente. ¿No ha mejorado?

– Está casi en estado catatónico -dijo Joel-. Yo ya no puedo hacer mucho más. ¿De qué demonios le va a servir una cara nueva si acaba en una institución?

– No vamos a dejar que eso suceda.

– Puedes apostar lo que quieras a que no lo haremos. -Le apuntó con el índice-. Y no estaré sólo en esto. No vas a volver a Idaho a toda prisa. Te vas a quedar aquí, a mano. ¿Lo entiendes?

– Perfectamente. -Sus labios dibujaron una sonrisa-. ¿Te importa si me instalo en un hotel de la ciudad? Soy alérgico a los hospitales.

– Mientras estés localizable las veinticuatro horas…

Nicholas levantó sus manos en señal de rendición.

– Lo que digas.

– Sí, claro. -Joel se alejó a grandes zancadas por el pasillo.

BELLEVIGNE, FRANCIA

– Fallaste -dijo suavemente Philippe Gardeaux-. Y no me gustan nada las equivocaciones, Paul.

– No esperaba que opusiera tanta resistencia -repuso Paul Maritz ofendido-. Y pensé que la caída la mataría.

– Si hubieras hecho tu trabajo correctamente, no hubie-ras tenido que confiar en una caída. Con una puñalada hu-biera bastado. Pero preferiste darte un gusto, ¿no es cierto?

– Quizás -contestó de mal humor.