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– Y mataste a una niña. ¿Cuántas veces tengo que decir-te que nunca mates niños ni animales? Por alguna razón, esto causa más ira que si cometes una carnicería contra cien adultos.

– Se abalanzó sobre mí después de que su madre cayera. Me estaba golpeando.

– Y tú tuviste que defenderte, claro. De una niña de cua-tro años -repuso Gardeaux secamente.

– Podría haberme reconocido. Era la segunda vez. Me había visto en las cuevas aquella misma tarde.

– Pero, Paul, llevabas el equipo completo de buceo… -contestó Gardeaux-. No quiero excusas. Vamos, admite que estabas frustrado y que necesitabas desahogarte con algo, y te perdonaré.

– Creo que… quizá me puse como un loco -refunfuñó Maritz.

– Ves. No era tan difícil. -Gardeaux se recostó en su si-llón y se llevó la copa de vino a los labios-. Si admites tus errores, todo va bien. Lo de la niña fue una equivocación, pero no tiene tanta importancia. La mujer ha sido traslada-da a un hospital de Estados Unidos y sobrevivirá. Deberás rectificar ese diagnóstico si piensas que te podría reconocer. -Hizo una pausa-. Nicholas Tanek la ingresó allí. Me cues-ta pensar que fuera una coincidencia que estuviera en Medas. Lo cual me lleva a pensar que podría haber un delator en nuestra organización. ¿ Crees que podrías buscarlo y eli-minarlo sin cometer más equivocaciones?

Maritz asintió con entusiasmo.

– Eso espero. -Continuó Gardeaux, muy amable-. Todo este asunto es muy desagradable para mí. Si me defraudas de nuevo, tendré que hallar el modo de distraerme un poquito. -Se llevó la mano a la boca para ocultar un bostezo-. ¿Qué crees que pasaría si tu cuchillo se enfrentara a la espalda de Pietro?

Maritz se humedeció los labios.

– Que lo cortaría en trocitos.

Gardeaux se estremeció.

– Las armas cortas son tan brutales. Por eso prefiero la gracia y el romanticismo de una espada. Con frecuencia, pienso que debo ser la reencarnación de un Medici. Me temo que no he nacido en la época adecuada. -Le sonrió-. Y tú tampoco. A ti te veo cabalgando tras Atila, el rey de los hunos.

Maritz tuvo la vaga intuición de que aquello era un in-sulto, pero se sentía demasiado aliviado para quejarse. Ade-más, había visto lo que Pietro le hizo al último hombre contra el que Gardeaux le ordenó luchar.

– Le encontraré -aseguró.

– Sé que lo harás. Confío en ti, Paul. Sólo necesitabas una pequeña aclaración.

– Y también iré por Tanek.

– ¡No! ¿Cuántas veces tengo que decirte que Tanek es intocable?

– Es un estorbo -protestó Maritz de mal humor-. Y le causa problemas.

– Y será destruido a su debido momento. Mi momento. No te acerques a él. ¿Me has…?

– Papá, mira lo que me ha dado mamá. -La hija pequeña de Gardeaux se acercaba, corriendo por el jardín, con un molinillo de viento en la mano. Llegó al porche-. El viento lo hace girar, y va cada vez más rápido.

– Ya veo, Jeanne. -Gardeaux levantó a la niña, de seis años, y la sentó sobre sus rodillas-. ¿Y mamá también le ha dado uno a René?

– No, a René le ha dado un muñeco -repuso ella, acu-rrucándose contra su padre-. ¿A que es muy bonito, papá?

– Casi tan bonito como tú, ma chou. -Hizo girar el mo-linillo.

La niñita tenía el pelo castaño y brillante, y se parecía un poco a la hija de Nell Calder, pensó Maritz. Pero, qué ca-ramba, a él, casi todos los niños le parecían iguales.

– Vete, Paul -ordenó Gardeaux sin mirarle-. Ya les he robado demasiado tiempo a mi esposa y a mis hijos. Vuelve cuando puedas traerme buenas noticias.

Maritz asintió.

– Pronto, se lo prometo. -Y bajó a toda prisa los escalo-nes que llevaban al jardín. A Gardeaux no le gustaba que salieran por la casa. Tenía miedo de que pudieran encontrarse con su mujer o con sus hijos y los «contagiaran», pensó agriamente. De hecho, a Gardeaux nunca le había gustado nada que vinieran a Bellevigne, excepto para hacer de personal de seguridad en algu-na de sus pomposas fiestas. Por eso Maritz se había sor-prendido tanto cuando lo llamó, después de su vuelta de Medas.

Sorprendido y asustado.

Cruzó el puente levadizo y miró hacia atrás, hacia la mansión. No le gustaba sentirse asustado. No podía recor-dar cuándo había sentido ese terror por última vez. De pequeño, quizás. Antes de que diera con su vocación, antes de que encontrara el cuchillo. Después, todo el mundo había tenido miedo de él.

Y aún lo tenían. Aquella mujer lo había tenido. Había luchado, pero estaba aterrorizada.

Aquella mujer. Tendría otra oportunidad con ella, una oportunidad para hacer algo que consiguiera que Gardeaux lo mirara con buenos ojos otra vez.

Se estaba comportando como todos los demás, recono-ció a disgusto. Sumiso, suplicante y temeroso de que Gar-deaux alzara su mano contra él.

Llegó al otro lado del puente levadizo y miró de nue-vo hacia la mansión. Gardeaux era como un rey en su cas-tillo. Algún día, le gustaría descubrir si aquel rey podía ser derribado.

Un escalofrío le recorrió al recordar la mirada que le ha-bía dedicado cuando le había amenazado con Pietro. No era Pietro, era aquella espada lo que le helaba la sangre.

Se apresuró a llegar al coche. Primero, el delator, y, lue-go, la mujer. Con eso, volvería a estar a bien con él.

* * *

– Ven inmediatamente -dijo Joel.

Nicholas titubeó un poco cuando el teléfono se quedó mudo. Joel había colgado, sin más. Se volvió hacia Jamie.

– Tengo que ir a Woodsdale. Algo va mal.

– Pensaba que Lieber te había dicho que la operación sa-lió bien -dijo Jamie-. Ya ha pasado más de una semana, de-masiado tiempo para una recaída, ¿no?

– Puede ser. No lo sé. -Se puso la chaqueta y cerró el nuevo expediente con toda la información que Jamie había reunido sobre Nell. Nicholas había empezado a estudiarla justo antes de la llamada de Joel-. De todos modos, debo ir. ¿Quieres venir conmigo?

– ¿Y por qué no? Hace mucho tiempo que no veo a Junot. -Jamie se puso en pie-. ¿Sabías que le ofrecí un trabajo de gorila en mi pub cuando decidiste desmantelar la red?

– Craso error.

– Siempre me ha gustado ese Junot. -Salió de la habitación del hotel, siguiendo a Nicholas-. Pero es mucho mejor que esté fuera, en Woodsdale. Menos oportunidades de peleas.

– Eso creo.

* * *

Junot salió a su encuentro en la puerta de acceso al aparca-miento subterráneo de Woodsdale. No llevaba uniforme. Nicholas había persuadido a Joel de que no era necesario.

– Aparcaré el coche. El doctor Lieber quiere que subas ya. Cuarta planta. -Junot sonrió ligeramente al descubrir a Jamie-: ¿Cómo estás?

– Bastante bien. He pensado que podrías enseñarme los alrededores mientras Nicholas esté ocupado.

– Hay un sistema de alarma alucinante. Te impresionará. Hasta tú tendrías problemas.

– Vaya, tocado y hundido. ¿Acaso dudas de mí?

Nicholas los dejó y, rápidamente, a grandes zancadas, bajó la rampa. La entrada principal de Woodsdale estaba en aquel mismo bunker de hormigón que era el aparcamiento subterráneo. Totalmente seguro y privado, para que ningu-na celebridad fuera vista entrando o saliendo después de pa-sar por el quirófano.

Joel se reunió con Nicholas tan pronto le vio salir del as-censor, en la cuarta planta, unos minutos después.

– Tú eres el responsable de ella -le dijo secamente-. So-luciónalo.

– ¿Cuál es el problema?

– El mismo que desde el principio. Y va a peor. Nell se está retrayendo más y más. La ha visitado un auténtico ba-tallón de psiquiatras. Hasta he llamado a un sacerdote. Na-die consigue nada. No come. No habla. Ayer iniciamos la alimentación intravenosa.

– ¿Me estás diciendo que se va a morir?

– Creo que quiere morir y, además, tiene una sorpren-dente fuerza de voluntad. Probablemente, podré mantener-la con vida si la conecto a alguna máquina.