De repente, Nicholas recordó las súplicas de Terence para que le retiraran el respirador.
– Máquinas, no.
– Pues a ver si das tú con la solución. -Y le indicó con la mano-: La tercera habitación a tu izquierda.
Nicholas cruzó el corredor.
– Tania dice que necesita una razón para vivir. -Joel le seguía.
– Y se supone que debo dársela yo.
– Se supone que debes hacer que quiera vivir. De lo con-trarío, todo mi trabajo habrá sido en vano.
– Puede que no te gusten mis métodos.
– Tampoco me gustará que muera o que tenga que ser recluida en una institución -repuso Joel-. Mientras no in-tensifiques ninguna de estas dos posibilidades, no cuestio-naré nada de lo que hagas. Yo ya lo he intentado todo.
Y ahora se esperaba que Nicholas realizara el milagro que no había podido hacer Joel. Estupendo. Empujó la puerta.
La cara de Nell todavía continuaba vendada. Parecía más pequeña, más débil que la última vez que la había visto. Miraba al frente, y no daba señal alguna de ser consciente de que él había entrado en la habitación.
Una razón.
Claro que sí. Él lo sabía todo sobre ese tema. Le daría una razón.
Nicholas Tanek.
Creía haberlo apartado de su vida para siempre, pensó Nell apagadamente. Quería que se fuera. Era él quien le ha-bía dicho que Jill…
Intentó borrar la presencia de Tanek de su mente; Nell se había vuelto una experta en eso. No pudo: Tanek era de-masiado fuerte. Se sintió más y más inquieta. Rápidamente, cerró los ojos.
– Deja de fingir. No estás dormida -le dijo Nicholas fría-mente-. Lo único que te pasa es que no tienes agallas.
Ella sintió un escalofrío.
– ¿Disfrutas aquí, echada, compadeciéndote de ti misma?
El no lo entendía. Nell no estaba autocompadeciéndose. Tan sólo quería que todos la dejaran en paz.
– No me sorprende. Siempre te has escondido y has hui-do de todo, durante toda la vida. Querías ser artista, tus pa-dres chasquearon los dedos, y lo dejaste, sin rechistar. Tu marido te moldeó como quiso y tú también dejaste que lo hiciera.
Estaba hablando de Richard. Qué cruel. Richard estaba muerto. No se debía hablar mal de los muertos.
– ¿Te ha contado alguien cómo murió Jill?
Nell abrió los ojos de golpe:
– Cállate. No quiero oírlo. Vete.
– Fue apuñalada.
El cuchillo. Oh, Dios santo, el cuchillo.
– Él disfrutó haciéndolo. Siempre disfruta.
Sí, era cierto. Nell recordaba aquella sonrisa detrás de la máscara mientras la apuñalaba.
– Y está ahí fuera, libre. Le arrebató toda su vida, toda su alegría, todas las cosas que soñaste para ella. Tú le permitis-te que se lo robara todo.
– ¡No! Intenté detenerle. Le hice salir fuera, al bal-cón, y…
– Pero Jill está muerta y él libre. Se está paseando por ahí recordando cómo la asesinó. Es tan fácil matar a una niña.
– Basta… -Aquellas palabras la estaban destrozando, la hacían llorar. ¿Por qué no se iba y la dejaba tranquila? Nun-ca había imaginado que alguien pudiera ser tan brutal-. ¿Por qué me haces esto?
– Porque no me importa si sufres o no. Jill está muerta, y tú la estás traicionando. Te quedarás en la cama y dejarás que todo vaya pasando, como has hecho durante toda su vida. Jill era una niña preciosa y se merece algo mejor que una madre que ni tan sólo quiere levantarse para averiguar si el hombre que la mató ha sido castigado por ello.
– Está muerta. Nada de lo que yo pueda hacer…
– Excusas, sólo excusas. ¿No te pone enferma retroceder siempre ante la vida? No, creo que no. -Dio un paso ade-lante. La miraba fijamente, taladrándole los ojos-. Pues te diré algo que debes recordar mientras continúas tumbada, pensando en tu hija. No murió al instante. Él nunca deja morir a nadie sin sufrir.
Sintió como si algo le explotara en su interior.
– ¡Vete al infierno!
– Aunque me parece que nada de esto te importa. Será mejor que te vuelvas a dormir y te olvides de todo este de-sagradable asunto. -Se levantó y fue hacia la puerta-. Bueno, sigue así. De todos modos, no podrías hacer nada al res-pecto, seguramente. Nunca has llevado a cabo una sola ac-ción efectiva en toda tu vida.
La voz de Nell vibró con intensidad:
– Te odio.
Él la miró sin expresar nada.
– Sí, lo sé.
Y salió de la habitación.
Nell se clavó las uñas en el dorso de la mano mientras cerraba el puño con fuerza. Quería que Tanek volviera a en-trar, así podría atacarle como él la había atacado. Era cruel. Nunca había conocido a nadie tan cruel.
Excepto al hombre que mató a Jill. El monstruo.
El nunca deja morir a nadie sin sufrir.
Aquellas palabras eran aún más punzantes que el cuchi-llo que le había quitado la vida a Jill. Nell no se había per-mitido pensar en lo que había sufrido Jill, en cómo había muerto. Sólo había pensado en su pérdida, en aquel vacío que ahora sentía en su vida.
La vida no le parecía nada vacía a Jill. Era una niña que amaba cada momento que vivía. Se habría lanzado a ella con los brazos bien abiertos.
Y se lo había impedido un monstruo que asesinaba ni-ñas indefensas.
Saber aquello la hería, la desgarraba y la quemaba por dentro. Él estaba fuera, libre, mientras Jill estaba muerta.
– No.
No iba a permitirlo. Sintió como si este pensamiento hi-ciera desaparecer el pasado, el presente, el futuro.
Nunca has llevado a cabo una sola acción efectiva en toda tu vida.
Mentira.
No, era verdad.
Era tan fácil ver la verdad ahora que ya nada le im-portaba.
Haz lo que te digo o no voy a quererte nunca más.
Aquella amenaza silenciosa siempre había estado presen-te. Primero con sus padres, luego, con Richard; y ella siempre había corrido a obedecer por el terror a perder su estima.
Pero, ahora, aquel miedo había desaparecido porque ya no tenía nada que perder. Ya había perdido todo lo que le importaba.
Excepto el recuerdo de Jill.
Y del hombre que la había matado.
– ¿Y bien? -preguntó Joel cuando Nicholas salió de la habi-tación.
– No lo sé. Que la dejen tranquila un rato para que lo digiera.
– ¿Que digiera qué?
– Tenía una herida abierta y se la he cauterizado con un hierro candente -añadió-: Sin anestesia.
– No voy a preguntarte de qué estás hablando.
– Tampoco te lo diría. Lo desaprobarías. -Se dirigió ha-cia la entrada y a los ascensores-. Pero creo que ahora pue-do volverme a Idaho durante un tiempo. No hay duda de que no me querrá ver después de esto. Llámame cuando creas que ya está en condiciones más o menos estables otra vez. Necesito hacerle unas preguntas.
Nell no durmió aquella noche. Estuvo con los ojos abiertos, fijos en la oscuridad mientras las palabras de Tanek la gol-peaban una y otra vez.
Jill.
Crecer, ir a la escuela, la primera fiesta, las primeras citas, el primer hijo. Tantos «primeros» que nunca conocería ya.
Robada. Robada de su propia vida, privada de todas esas experiencias.
La pérdida de Nell no era nada comparada con lo que aquel monstruo le había quitado a Jill.
Y Nell estaba allí, postrada en la cama, sin hacer nada al respecto.
Rabia.
Ardiente, destructiva y clarificadora rabia.
El florero de cristal de lilas jaspeadas que aquel joven lleva-ba podría haber resultado ridículo entre sus enormes ma-nos, pero, de algún modo, no lo era. El chico le era vagamente familiar; había estado presente durante aquel período de sombras. Buscó el nombre: