– Tú eres Phil Johnson -dijo finalmente Nell, muy des-pacio.
El se dio la vuelta con rapidez.
– ¡Vaya! ¡Se acuerda de mí! -Se acercó a la cama-. ¿Cómo está? ¿Le traigo algo? ¿Qué tal un poco de zumo de naranja?
Nell negó con la cabeza:
– No, gracias. Ahora no. -Se miró el brazo. Y se sor-prendió de que todavía estuviera vendado. Parecía que hu-bieran pasado cien años desde que se había despertado por primera vez y había visto a Tanek sentado junto a su cama. Ahogó un brote de rabia ciega. Tanek no le importaba. Te-nía que calmarse y pensar con claridad-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Y dónde estoy?
– Diez días, en Woodsdale.
– ¿Woodsdale? -Recordó vagamente que el doctor Lieber había mencionado el traslado a aquella clínica.
Phil asintió.
– ¿Se acuerda de su operación?
Se incorporó y se tocó la cara. Vendajes.
– El doctor Lieber quiere que los lleve hasta que esté to-talmente recuperada. La cirugía plástica siempre deja seña-les, al principio, y él cree que ya ha pasado usted por suficientes… -Calló un instante-. Lo siento. Se supone que no debería hablarle de nada que pueda herir… -Hizo una mue-ca-. Ya lo he vuelto a hacer. Siempre meto la pata. ¿Quiere que me vaya?
Ella negó con la cabeza:
– Me siento muy débil. ¿Voy a tener que guardar cama por mucho tiempo?
– Eso tendrá que preguntárselo al doctor Lieber. Pero seguramente se sentirá mejor si come. -Sonrió con dulzu-ra-. Estos tubos que lleva en el brazo no deben provocarle sensaciones demasiado agradables.
– Comeré -repuso Nell-. Pero tengo que hablar con el doctor Lieber. ¿Puedes decirle que venga a verme?
– Claro que sí. Estará en el hospital de la ciudad toda la mañana, pero seguro que volverá pronto. -Señaló las flores, sobre la mesa-. Son bonitas. ¿Quiere que mire quién se las envía?
Son muy bonitas, mamá -había dicho Jill- Han queda-do más bonitas que cuando estaban en el jardín.
Un dolor intenso la recorrió, dejándola sin respiración. Había que bloquearlo. No podría funcionar si dejaba que el dolor la cegara de esta manera.
– ¿Está bien? -preguntó Phil, preocupado.
– Sí, estoy bien -aseguró con firmeza-. Lee la tarjeta.
– Sólo hay un nombre. Tania Vlados. ¿Una amiga?
Ella negó con la cabeza:
– No sé quién es.
– Bueno, pues ella sí debe de saber quién es usted. -Vol-vió a dejar la tarjeta-. Una elección brillante. Diferente. Pa-recen flores de la selva.
– Son lilas jaspeadas. -El esfuerzo por comportarse con normalidad era demasiado. Quería cerrar los ojos y volver a dormir. No, no se lo podía permitir. Lo estaba haciendo muy bien por ahora. Aquel chico tan agradable, Phil John-son, no parecía notar nada extraño en su comportamiento-. Le daré las gracias, claro…, cuando descubra quién es.
Phil asintió:
– Seguramente, le habrán enviado montones de flores al St. Joseph. Se tarda un poco de tiempo hacerlas llegar hasta aquí.
Estaba equivocado. Richard ya no podía enviarle flores, y Nell no tenía a nadie más.
– No importa. -Le miró con atención-. Pareces muy fuerte. ¿Has jugado a fútbol americano?
– Sí, estaba en el Notre Dame.
– Por lo tanto, debes saber mucho sobre ejercicio físico.
– Algo.
– Odio sentirme tan débil. ¿Crees que podrías conse-guirme algún tipo de equipamiento que me sirva de ayuda para fortalecerme y tonificarme mientras tenga que perma-necer postrada en esta cama?
– Quizá más adelante.
Ocultó su impaciencia y dijo con cautela:
– De hecho, me gustaría tenerlo ahora mismo. Podrías enseñarme qué es lo mejor para empezar. No tengo ningu-na intención de lesionarme intentando hacer demasiado. Iré con mucho cuidado.
Phil asintió, comprensivo.
– Sé cómo se siente. Yo me volvería loco si tuviera que estar aquí, tumbado, sin hacer nada. Le preguntaré al doctor si lo considera adecuado.
– Gracias.
Lo miró mientras salía de la habitación. «No cierres los ojos. No te refugies en la oscuridad. De momento, todo va bien.» Phil intentaría ayudarla, y entonces Nell se valdría por sí misma. Todo iba a ser más fácil cuando sólo confiara en sus propios recursos. Se volvió para observar las flores sobre la mesilla de noche. Tania Vlados. ¿Era una de las in-vitadas a la fiesta aquella noche? No podía recordar a nadie más que a Elise Gueray. La fiesta. Recordaba vagamente a Nadine, de pie junto a ella, después de la caída. ¿Qué había sido de Martin y Sally? Supuso que debía importarle.
No, no le importaba. Nunca le habían gustado, ninguno de los dos, y ya no quería seguir siendo una hipócrita.
Richard había sido asesinado en la fiesta. Pero ¿por qué no se sentía más triste? Richard se merecía que ella lo echa-ra de menos. Pero Jill estaba muerta, y Nell no sentía triste-za por nadie más.
– Me han dicho que ya se siente mucho mejor -dijo Joel Lieber al entrar en la habitación. Sonrió y se sentó en una si-lla, cerca de ella-. Ya era hora. He estado muy preocupado por usted.
Nell le creyó. Y dudó que Joel Lieber dijera alguna vez algo que no pensara.
– ¿Estoy muy enferma?
– Se está curando muy bien. Tiene rotos un brazo y la clavícula. Las otras heridas tenían un aspecto muy desagra-dable, pero me he esmerado mucho y no le quedarán ni cicatrices. Podremos retirarle los apósitos dentro de unas tres semanas.
Nell se tocó el vendaje de la cara.
– ¿Y esto?
– Le hice un poco de cirugía menor alrededor de los ojos, y los puntos están listos para ser extraídos cualquier día a partir de hoy.
– ¿Qué tengo en la cara? Me cuesta hablar.
– Lleva una abrazadera que mantiene sus mandíbulas rectas. Muy pronto ya no la necesitará. Todavía tiene algu-nos morados, pero le podría sacar el vendaje ahora, sólo un momento, para que se haga una idea sobre el aspecto que va a tener.
– No, no importa. Esperaré. Sólo quería saber cuánto tiempo pasará hasta que me dé el alta. ¿Un mes?
– Quizá. Si todo va bien y hace todo lo que yo le diga.
– Lo haré. -Hizo una pausa y se puso en tensión-. Qui-siera saber si pueden traerme los periódicos que salieron al día siguiente después de… lo de Medas.
La sonrisa de Joel se desvaneció.
– No creo que sea muy conveniente. Espere un poco.
– Ya he esperado demasiado. Alguna vez tendré que en-frentarme a ello. Le prometo que no me derrumbaré.
La miró unos instantes, fijamente.
– No, no creo que lo haga. De acuerdo, le diré a alguien que los busque y se los traiga. ¿Alguna cosa más?
– No, ha sido muy amable, doctor Lieber.
– Joel -matizó.
– Le prometo que podrá despreocuparse de mí dentro de poco…, Joel.
– Pero, por ahora, me preocupa -murmuró Joel.
– Lo siento. -Sus disculpas eran reales. Él parecía un hombre honesto, y había trabajado mucho para ayudarla. Lamentablemente, era también muy intuitivo y podía perci-bir la extraña calma que Nell imponía a cada una de las cé-lulas de su cuerpo. En fin, ella no podía hacer nada para evi-tarlo-. Estaré bien muy pronto y, entonces, no tendrá que preocuparse de mí.
– Eso espero.
La miró un momento antes de volverse y abandonar la habitación.
Terroristas.
Nell bajó el periódico y miró la pared a rayas crema y melocotón. Era lógico. Nadie tenía motivos para matar a Richard o a aquellos otros que mencionaba el artículo. Debían de ir tras Kavinski.
Pero ¿por qué fueron también por ella? ¿Por qué uno de los terroristas la atacó cuando ni tan sólo estaba cerca de Kavinski? La muerte de Jill podía haber sido fruto del azar, y del arrebato del momento, pero aquel asesino, sin duda, la había seguido aposta.