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Él nunca les permite morir sin sufrir.

Tanek había hablado como si conociera al asesino de Jill.

Y, si sabía quién era, podía saber dónde encontrarle.

* * *

– ¿Dónde demonios te habías metido? -explotó Joel en cuanto Nicholas cogió el teléfono-. Llevo todo un mes in-tentando localizarte.

– He estado fuera del país.

Nicholas se agachó para acariciarle las orejas a Sam. El pastor alemán se restregó contra su muslo.

– Nell quiere verte -dijo Joel-. Ahora mismo.

– Es toda una sorpresa. ¿Cómo está?

– Haciendo unos progresos increíbles. Come bastante, se pasa el día hablando con Johnson. Incluso ha conseguido que le lleve unos tensores de gimnasia, y está ejercitando las piernas y el brazo bueno.

– Entonces, ¿por qué parece que estés de mal humor?

– ¿De mal humor? No estoy de mal humor. Los grandes hombres nunca estamos de mal humor.

– Perdón. Entonces, ¿por qué estás preocupado?

– Está demasiado tranquila. Demasiado distante.

– Quizá sea lo mejor, ahora. Al menos, su salud va mejo-rando.

– A pasos agigantados y sin freno, igual que su fuerza de voluntad. Es como una flecha lanzada por un arco. No irá a ningún otro sitio que a la diana.

– ¿Y dónde está su diana?

– Dímelo tú. -Hizo una pausa-. ¿Qué le dijiste?

– Le di una razón…

– ¿Qué razón?

– La venganza.

– Mierda.

– Tuve que utilizar lo único que tenía. Te aseguro que no hubiera podido hacerla reaccionar si hubiera intentado convencerla de que se convirtiera en especialista en neurocirugía. La venganza era la única motivación que podía fun-cionar.

– ¿Y ahora, qué?

– Ahora, te toca a ti despistarla. Quizás estás exagerando el problema. Es una mujer buena, amable, dulce. Encuentra una manera de apelar a su verdadera naturaleza.

– No creo que tengas la menor idea de cuál es su verda-dera naturaleza. Te puedo asegurar que no se parece en nada a cómo me la describes. -Vaciló un instante-. Al día si-guiente de que te fueras, pidió el periódico para saber deta-lles sobre lo de la isla de Medas.

– ¿La trastornó?

– Sí. Johnson dijo que estaba pálida y temblorosa pero que, al mismo tiempo, se controlaba. Y, justo después, pidió verte. Y lo ha pedido cada día desde entonces. Creo que, si no la vienes a ver, se plantará en el portal de tu casa, un mi-nuto después de que le dé el alta.

– Será mejor que vaya para allá. A Sam no le gustan de-masiado las visitas.

– ¿Cómo está su pata?

– Más fuerte que nunca.

– Suele ocurrir, es curioso: destrozas a alguien, lo recom-pones y descubres que tienes delante una persona totalmen-te nueva. Le diré a Nell que llegas mañana.

No era necesario que Joel le dijera todo aquello. Nicholas sabía de sobra que había jugado con fuego, y el riesgo que eso comportaba. Pero, sencillamente, no había tenido otra opción. No se puede curar una herida y pretender que-dar sin cicatrices. Nicholas colgó el auricular y se sentó en su silla de cuero. Inmediatamente, Sam intentó escalar hasta su falda. Nicholas, ausente, le pasó la mano por la cabeza antes de empujarlo para que bajara. El perro le miró resignadamente y se acomodó, hecho un ovillo, a sus pies.

Y vendrían más heridas si Nicholas no podía conseguir que Nell se mantuviera alejada, pensó con mohín cansino. Sólo le pedía a Dios que no tuviera que ser él quien lo hiciera.

* * *

Allá vamos, abajo, abajo…

¡No!

Nell se incorporó de golpe en la cama. El corazón le la-tía salvajemente.

Había sido un sueño. Sólo un sueño.

Jill no había estado allí, junto a la puerta, mirándola fija-mente…

Se enjugó las mejillas húmedas con el dorso de la mano.

Por favor, que no sucediera de nuevo. No podría sopor-tarlo.

Que no sucediera de nuevo.

Capítulo 4

– ¿Querías verme?

Nell levantó la mirada y atisbo a Tanek de pie en la en-trada. Sintió una sacudida de rabia que tuvo dificultades para controlar. Pero la controlaría. Secamente le instó:

– Adelante.

Tanek se acercó. Llevaba puestos unos téjanos y un polo de color crema que vestía con tanta naturalidad como el esmoquin de la primera vez que lo había visto. Era en Tanek en lo que uno se fijaba, no en la ropa que pudiera llevar.

Se sentó en una silla, cerca de la cama.

– Pensé que ya te habrían librado de estos vendajes.

– Pasado mañana. Ya no llevo la abrazadera para la man-díbula, pero Joel prefiere que cicatricen los puntos. -Pasó directamente al tema del ataque-: Conoces al hombre que mató a Jill, ¿verdad?

Tanek no intentó disimularlo.

– Ya sabía que te agarrarías a eso. Sí, creo que sé quién es.

– ¿Eres un terrorista?

Una sonrisa tensó sus labios.

– Si lo fuera, ¿crees que lo admitiría?

– No, pero pensé que obtendría una respuesta.

Tanek sacudió la cabeza.

– Muy bien.

Ella no quería su aprobación sino respuestas.

– De todas maneras, no creo que fuera un ataque terrorista.

– ¿Ah, no? Todo el mundo parece pensar que sí.

– Yo no estaba en el salón. ¿Por qué iría un terrorista por mí?

Él entrecerró ligeramente los ojos:

– ¿Por qué iría nadie por ti?

– No lo sé. -Le miró retadoramente-. ¿Tú sí?

– Quizás ofendiste a Gardeaux.

Nell le miró desconcertada.

– ¿Gardeaux? ¿Quién es Gardeaux?

No se había dado cuenta de que él estaba tenso hasta que notó que se relajaba.

– Un individuo muy poco agradable. Me alegro de que no lo conozcas.

Le había lanzado aquel nombre para ver su reacción. Gardeaux. Guardaría ese nombre en la memoria.

– ¿Por qué insististe en acompañarme a mi habitación aquella noche? ¿Fue para asegurarte de que el asesino supie-ra dónde encontrarme?

– No, imagino que debía llevar un croquis completo de la casa y que sabía dónde estaba cada habitación mucho an-tes de llegar a la isla -la miró-, y la última cosa que deseaba era que resultaras herida, o muerta.

Nell tuvo que apartar la mirada de Tanek. Él quería a toda costa que le creyera, y su voluntad era muy fuerte. No, no debía confiar en él. Tenía que sospechar de todos, y par-ticularmente de él.

– ¿Quién mató a mi hija?

– Creo que fue un hombre llamado Paul Maritz.

– Entonces, ¿por qué no se lo dijiste a la policía?

– Ya les satisfacía lo del ataque terrorista dirigido contra Kavinski.

– Y ese tal Maritz ¿no es terrorista?

Tanek negó con la cabeza.

– Trabaja para Philippe Gardeaux. Pero la policía no iría tras él por el asesinato de tu hija.

Gardeaux, otra vez.

– ¿Me vas a decir de qué va todo esto, o tienes la intención de que lo adivine poco a poco?

Sonrió sin ganas.

– Lo estabas haciendo tan bien, que pensaba dejarte se-guir así un rato. Gardeaux es distribuidor. Es el enlace directo entre Europa y Oriente Próximo para una división del

cartel de la droga colombiana dirigido por Ramón Sandéquez, Julio Paloma y Miguel Juárez.

– ¿Distribuidor?

– Distribuye droga a los camellos y dinero para borrar sus huellas. Maritz es uno de sus hombres.

– ¿Y Gardeaux envió a Maritz para matarme? ¿Y por qué a Jill?

– Se cruzó en su camino.

Tan sencillo como eso. Una niña se cruzó en su camino y por eso fue asesinada.

Tanek miraba fijamente la expresión de Nell.

– ¿Estás bien?

Nell explotó.

– No, no estoy bien. -Sus ojos llameaban-. Siento rabia y asco, y quiero ver a Maritz muerto.