– Basta ya, Joel. Necesito tu ayuda en esto.
– No si ello compromete mi ética profesional.
– Entonces, no le mientas. Todavía tiene algunos huesos rotos. Dile que quieres que se quede hasta que estén total-mente curados. Vamos, Joel, no necesitas esa cama.
Joel pensó en ello.
– Supongo que podría hacerlo.
– ¿Conoce ya a Tania? -preguntó Tanek.
– Todavía no.
– Haz que se conozcan lo antes posible.
– ¿La influencia de otra mujer?
– La influencia de otra superviviente. -Se dio la vuelta y se dirigió a Phil-. Vigílala de cerca.
Phil se sintió un poco herido.
– Estoy cuidando muy bien de ella, señor Tanek.
– Lo sé -sonrió Nicholas-. Pero asegúrate de que no sal-ga de aquí sin que nadie lo sepa. ¿De acuerdo?
Phil asintió.
– Esa mujer me gusta. Le conté que tengo un master en informática y está realmente interesada. Me ha estado pre-guntando todo tipo de cosas sobre ordenadores.
Demostrando interés por todo lo relacionado con orde-nadores, el afecto de Phil quedaba garantizado.
– ¿Qué tipo de preguntas?
Phil se encogió de hombros.
– Pues, preguntas.
Quizás aquel interés no obedecía a ningún propósito oculto. O quizá Nell, instintivamente, demostraba aquella curiosidad para ganarse la amistad de Phil. Tanek nunca ha-bría imaginado que la mujer que conoció en la isla de Medas fuera capaz de tales maquinaciones, pero, ahora, para él se-mejaba una desconocida.
– Vigílala, Phil.
– Sabe que lo haré. -Y volvió a entrar en la habitación de Nell.
– Es un buen chico -dijo Joel-. Y un buen enfermero.
– Pareces sorprendido. Ya te dije que te gustaría. -Vol-vió al tema-. ¿Traerás a Tania?
– ¿Por qué no? Está deseando conocer a Nell. -Hizo una pausa-. Estás preocupado por lo que ella pueda hacer cuan-do le dé el alta y deje de estar bajo tu protección, ¿verdad? De todas maneras, sabe que alguien intentó asesinarla. Segu-ramente, no será imprudente.
– ¿Imprudente? Sí, creo que podrías usar esa palabra. Aunque suicida sería, sin duda, mucho más adecuada.
– Tú sabes quién intentó matarla -dijo Joel, lentamente. Abrió los ojos como platos-: ¿Se lo has dicho?
– Efecto dominó. Tenía que ofrecerle algo. Además, se merece saberlo.
Joel sacudió la cabeza.
– Has cometido un gran error.
– Puede ser. He cometido unos cuantos, ya. -Empezó a caminar hacia los ascensores-. Pero la única cosa vital es el control de daños.
– Espera. Has recibido una llamada. -Joel buscó en su chaqueta y encontró un mensaje-. Jamie Reardon. Está en Londres y quiere que le llames urgentemente.
Nicholas cogió el mensaje.
– ¿Puedo utilizar tu despacho?
– No faltaba más. -Joel señaló la puerta al final de la en-trada-. Vivo exclusivamente para estar a tu servicio, Ni-cholas.
– Me alegro de que finalmente lo reconozcas -contestó él, con cara inexpresiva, mientras se dirigía al despacho-. Has estado un poco lento al principio.
Oyó que Joel mascullaba algo, y lanzaba algún impro-perio tras él.
Aún sonreía cuando localizó a Jamie.
– ¿ Has encontrado algo?
– Conner consiguió el nombre del soplón de Kabler den-tro de la organización de Gardeaux. Está aquí, en Londres. Un tal Nigel Simpson, un contable. ¿Quieres que intente negociar con él para metérnoslo en el bolsillo, como Kabler?
Una punzada de excitación removió a Nicholas.
– ¿Estás totalmente seguro de que es él?
– Conner dice que lo es, y el pobre ratoncillo sabelotodo tiene demasiado miedo para comprometerse si antes no es-tá condenadamente seguro. ¿Quieres que me acerque a Simpson?
– No, tomaré el próximo avión. No lo pierdas de vista.
– No hay problema. Está pasando la noche en el aparta-mento de su chica de alquiler favorita. No creo que se mue-va. -Soltó una risita-. Bueno, excepto dentro de ella. Me imagino que le inspirará un poco de movimiento. Tiene fama de ser una señorita muy pervertida. Estaré en el 23 de Milford Road. Conduciendo un taxi, uno de los viejos Rolls-Royce negros. -Suspiró-: ¿Sabes?, están desapare-ciendo gradualmente, reemplazados por monstruos lustro-sos sin un ápice de historia. Muy triste.
– Mientras Simpson no desaparezca…
– No lo hará. ¿Te he fallado alguna vez?
– Ah, ya puedes incorporarte. Eso está muy bien.
Nell alzó la mirada y descubrió a una joven morena, alta y de largas piernas junto a la puerta.
La joven llevaba téjanos, una camisa de hombre, a rayas, con las mangas dobladas por encima de los codos, y un cha-leco de piel. Sonrió.
– ¿Puedo entrar? Tú no me conoces, pero yo siento como si te conociera. Soy Tania Vlados.
El nombre le resultaba familiar.
– Me envió usted unas flores.
La joven asintió y entró.
– ¿Te gustaron? Las cultivé yo misma.
Tania Vlados tenía un ligero acento a pesar de su aspec-to tan americano.
– Eran preciosas, señorita Vlados.
– Tania. -Una sonrisa iluminó su cara-. Siento que va-mos a ser buenas amigas, y siempre acierto.
– ¿De verdad?
– Mi abuela era gitana, y solía decirme que yo no tenía el don de poder ver, pero sí el de poder oír. -Se sentó en la si-lla-. Y que escucharía los ecos del alma.
– Qué… interesante.
Tania soltó una risita.
– Crees que estoy loca. No te culpo. Pero lo que digo es cierto.
– ¿Trabajas aquí en el hospital?
– No, trabajo para Joel. Soy una especie de ama de casa, a cambio de un hogar. -Estiró las piernas hacia delante-. Y, antes de que lo preguntes, eso no quiere decir que comparta su cama, aparte de su casa.
Nell la miró, sorprendida.
– Nunca preguntaría una cosa así.
– ¿No? Te sorprendería saber cuánta gente sí lo hace. Ya no hay intimidad en el mundo. -Sus ojos brillaron, travie-sos-. La mayoría de las veces contesto afirmativamente a esa pregunta. Eso hace que Joel se escandalice. Está chapado a la antigua, ¿sabes?
– No, no lo sabía.
Ella asintió:
– No te das demasiada cuenta de nada durante las prime-ras semanas. Estás demasiado llena de tristeza. Como me pasó a mí.
Nell se puso tensa.
– Tú no eres ama de casa. Eres otro de esos psiquiatras que Joel me ha estado enviando. Lárgate. No quiero hablar contigo.
– ¿Psiquiatra? -Tania sonrió, divertida-. Yo tampoco creo en ellos. Cuando estuve aquí, recuperándome, Joel in-tentó conseguir que viera uno y lo envié a freír espárragos.
– ¿Fuiste paciente en esta clínica?
– Estaba bastante malherida cuando me trajeron aquí desde Sarajevo, pero Joel me curó. -Esbozó una mueca-. Ahora, soy yo la que intenta curarlo a él. ¿A que es un hom-bre espléndido?
No era precisamente ése el adjetivo que ella asociaría con Joel Lieber.
– Supongo. Creo que es muy amable.
– Es más que eso. Tiene un gran corazón. Y eso no es nada corriente. Es como una rosa. Me gusta verle cuando…
– Bueno, ¿preparada para el gran descubrimiento? -pre-guntó Joel al entrar en la habitación.
– Sí -contestó Tania, ansiosa.
Joel le dirigió una mirada de reproche:
– Estaba hablando con mi paciente.
– Estoy preparada -dijo Nell.
– Espero que no le moleste que Tania esté presente cuan-do le retire los vendajes. Ha estado atormentándome desde el mismo día de la operación para que le permitiera venir a verla.
– Tenía un cierto interés creado -dijo Tania-. Joel me permitió colaborar en el diseño de tu nueva cara. Le dije que te dejara la boca igual. Tienes una boca fantástica.
– Gracias. -Sus labios se curvaron, casi sonreían-, Pero deduzco entonces que le aconsejaste desechar el resto, ¿no?
– Más o menos.