Nigel Simpson frunció el ceño.
– No he pedido ningún taxi.
– No, creo que fue una mujer quien lo pidió.
Quizá fuera Christine, mientras él estaba en la ducha. Siempre tan servicial después de sus sesiones. Creía en la miel como bálsamo para calmar el escozor de los latigazos. Se sonrió al recordar lo excitante que se había mostrado la pasada noche. Aquella mujer era condenadamente magnífi-ca. Entró en el taxi.
¡Tanek!
La mano de Nigel voló hacia el picaporte.
Tanek le cogió del brazo.
– No se ponga nervioso -dijo amablemente-. Me moles-taría mucho. Creo que me ha reconocido usted. Pero ¿có-mo? Dudo que hayamos sido presentados.
Nigel se humedeció los labios.
– Me indicaron quién era usted, en Londres, el año pa-sado.
– ¿Gardeaux?
– No conozco a ningún Gardeaux.
– Creo que sí. Jamie, ¿por qué no nos das un pequeño paseo por el parque y así puede que el señor Simpson recu-pere la memoria?
Jaime asintió y se sentó en el asiento del conductor.
– No me acordaré de nada -dijo Nigel, y forzó una son-risa-. Se han equivocado, me han confundido por algún otro.
– ¿Fue Gardeaux quien le indicó quién era?
– No, ya le he dicho… -pero se detuvo ante la mirada de Tanek. Estaba allí, sentado, sin moverse, hablando con un tono de voz suave, como casual, pero, de repente, parecía aterrorizado-. Yo no sé nada. Pare a un lado, quiero salir de este taxi.
– Usted es contable, creo. Debe de ser muy valioso para Gardeaux… y para Kabler.
Nigel se quedó helado.
– No me suena ninguno de esos dos nombres.
– Estoy seguro de que a Gardeaux le suena el nombre de Kabler. Suponga que lo llamo y le cuento que es usted un informador de Kabler.
Nigel cerró los ojos. No era justo. Ahora que todo le es-taba saliendo bien, aparecía de pronto ese maldito bastardo que lo iba a enviar todo a rodar.
– Parece que no se encuentra usted demasiado bien -ob-servó Tanek-. ¿Quiere que abra la ventanilla?
– No podrá probar lo que dice.
– Ni tendré que hacerlo. Gardeaux no se arriesgaría, ¿verdad?
No, Gardeaux simplemente sonreiría, se encogería de hombros y, a la mañana siguiente, Nigel estaría muerto.
Nigel abrió los ojos.
– ¿Qué es lo que quiere?
– Información. Quiero informes precisos y con regulari-dad. Quiero verlo todo antes, y decidir lo que se puede ven-der a Kabler.
– ¿Piensa que soy el único contable que Gardeaux tiene en nómina? El nunca lo confiaría todo a un solo hombre. Nosotros recibimos sólo porciones y trocitos de las partidas de dinero que mueve, y la mayoría están codificados.
– La lista de nombres del golpe de Medas no estaba co-dificada.
– Pero sí la acción que se tenía que llevar a cabo.
– ¿Cuál fue la razón del golpe?
– Le envié a Kabler todo lo que averigüé.
– Entonces, tendrá que investigar más. Quiero saberlo todo.
– No puedo investigar. No sería seguro.
– ¿Sabe, Nigel? -sonrió Tanek-, realmente me tiene sin cuidado.
– Queda… especial.
Nell movió la cabeza y las mechas doradas brillaron bajo la luz suave del salón de belleza.
– Te queda maravilloso -afirmó Tania con rotundidad-. Y el corte te va mucho. Casual y a la vez sofisticado. -Se volvió hacia la peluquera-. Magnífico, Bette.
Bette sonrió.
– Ha sido un placer poner la guinda al pastel. Ahora lo que necesita es un nuevo vestuario de acorde con su nueva imagen.
– Perfecto -dijo Tania-. Mañana te acompañaré a la ciu-dad -frunció el ceño-. No, puede que a Joel no le parezca bien. Mejor la próxima semana.
– No es necesario -contestó Nell-. Puedo llamar al en-cargado de mi apartamento en París para que me envíe algo de ropa.
– Eso también, pero Bette está en lo cierto. Una mujer nueva necesita ropa nueva.
Mujer nueva. La frase de Tania resonó en la cabeza de Nell. De alguna manera, había muerto la misma noche que Jill y Richard. Y ahora había vuelto a nacer en la agonía de saber que Jill había sido asesinada. Pero aquella nueva mu-jer estaba incompleta; su interior estaba vacío. Aunque qui-zá no del todo, descubrió de repente. Había sentido calidez, ganas de reír e incluso envidia en aquellos últimos días, des-de que Tania había aparecido.
– ¿Estoy insistiendo demasiado? -preguntó Tania-. Es un hábito mío. No necesariamente un mal hábito, pero qui-zás algo molesto.
– Tú no molestas. -Nell se volvió hacia Bette-. ¿Cuánto le debo?
Bette negó con la cabeza.
– Estoy contratada por el hospital. No tiene que pagar nada, ni siquiera acepto propinas.
– Entonces, gracias -sonrió-. Tiene usted mucho ta-lento.
– Lo hago lo mejor que puedo pero, como ya he dicho antes, sólo he puesto la guinda. Con ese rostro, incluso cal-va estaría maravillosa.
– Así, ¿dejarás que te lleve de compras por la ciudad? -le preguntó Tania cuando hubieron salido del salón.
Nell había estado pensando en ello. Podía ser muy bue-na idea acercarse a la ciudad.
– Si Joel me deja…
– Estupendo. Le diré a Joel que se lo cargaremos todo a Nicholas. Eso le influirá a la hora de autorizarnos esa pe-queña excursión.
– ¿Por qué? ¿A Joel no le gusta Tanek?
– Sí, pero su relación es complicada. Joel es un hombre muy competitivo.
Nell la miró sin comprender.
– Nicholas es… -Tania se encogió de hombros-. Ni-cholas.
– Pero Joel es un cirujano brillantísimo.
– Y Nicholas, simplemente, brilla. Hay hombres que tienden a proyectar una larga sombra. A Joel no le gusta es-tar bajo la sombra de nadie. -Hizo una mueca-. Y libera su malhumor de la manera que le resulta más agradable. Por eso se sintió decepcionado cuando le dijiste que querías pa-gar la cuenta tú misma.
Nell tampoco quería permanecer bajo la sombra de Tanek.
– La deuda es mía.
Tania la miró fijamente.
– Sientes rencor hacia Nicholas.
No, no le guardaba rencor. Pero estaba resentida contra su habilidad para perforar las barreras que ella había erigido y la cruel manera que había tenido de hacerla volver a la vida. Odiaba el hecho de que, cada vez que le veía, le recor-daba la isla de Medas. Odiaba que quisiera controlarla, cuando podía ayudarla.
– Sé que es amigo tuyo, pero no es santo de mi devoción. Prefiero a tu Joel. -Cambió de tema-. ¿Esta clínica ofrece otros servicios, además del salón de belleza?
– Todo, desde una sauna a un restaurante de cinco tene-dores. Algunos de los pacientes de Joel prefieren quedarse hasta que están completamente recuperados y exigen todas las comodidades posibles. ¿En qué estabas pensando?
– Un gimnasio.
– Sí, pero dudo que Joel te deje hacer mucho ejercicio, al menos durante un tiempo. Querrá asegurarte de que los huesos están bien.
– Haré lo que pueda. Tengo que ponerme fuerte.
– Claro que sí. Sólo es cuestión de tiempo.
Pero Nell no quería esperar. Era exasperante sentirse tan débil e inactiva. Quería estar lista ya. Repitió:
– Haré lo que pueda.
– Veremos si es posible.
– ¿Mañana?
Tania enarcó una ceja.
– Hablaré con Joel. Puede que si te acompaño para ase-gurarme que no te lesionas…
– Pero eso interferirá con tu trabajo. No quiero impo-nerte nada. Ya has hecho demasiado por mí.
– No es una obligación. Me gusta. También necesito ha-cer ejercicio, y ser el ama de casa de Joel no requiere dema-siado tiempo. -Se rió-. Además, estará encantado de que esto me mantenga lejos del teléfono.
Nell la miró, dubitativa.
– En serio -continuó Tania-. Necesitarás ropa de depor-te- Te puedo dejar algo hasta que vayamos de compras.