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– ¿Como Pete, el dragón mágico?

Jill la miró, enfadada.

– No, Pete es un monstruo de cuento, el que he visto era real. Un hombre monstruoso. Con una nariz grande y os-cura y unos ojos así. -Hizo un círculo con el pulgar y el ín-dice, y después, juzgando que el círculo era demasiado pe-queño, usó la otra mano queriendo mostrar unos ojos más grandes-. Y una joroba.

– Parece que hayas visto un elefante. -Otro jacinto más y el ramo estaría terminado-. O quizás un camello.

– No me estás escuchando -protestó Jill-. Era un hom-bre monstruo y vive en las cuevas de la playa.

– ¿Las cuevas? -Le asaltó un miedo repentino. Instantá-neamente se olvidó de las flores y se volvió hacia su hija-. ¿Qué estabas haciendo tú allí? Sabes que el señor Brenden te dijo que no debías entrar en las cuevas. El mar entra con fuerza y una ola grande te podría arrastrar.

– Sólo he entrado un poco -se justificó, añadiendo, mo-dosa-: y, cuando papá me ha llamado, he salido enseguida.

– ¿Papá te ha llevado allí?

Maldita sea, Richard la tenía que haber vigilado mejor. ¿Acaso no sabía que en una isla acechan todo tipo de peli-gros para una niña de tan sólo cuatro años? Nell reconoció que debería haber ido con ellos cuando habían decidido dar ese paseo por la playa. Richard siempre se distraía cuando estaba con la gente de Brenden. Tenía que ser el mejor, el más encantador, el más divertido y el más inteligente del grupo.

Inmediatamente se sintió culpable. ¿En qué demonios estaría pensando? Richard no tenía que ser el mejor… Senci-llamente, era el mejor. Y la responsable de Jill era ella, su ma-dre. Debería haber ido con ellos y haberla vigilado en lugar de quedarse para refugiarse en la tarea de preparar los orna-mentos florales con que decorar los salones para la fiesta.

– No debes ir a las cuevas. Es peligroso. Por eso papá te ha dicho que salieras.

Jill bajó la cabeza.

– Porque hay un monstruo.

– No. -Jill era una niña sensible e imaginativa, y había que sacarle de inmediato aquella particular fantasía de la ca-beza. Nell se arrodilló sobre la alfombra Aubusson y cariñosamente agarró a Jill por los hombros-. No hay ningún monstruo. A veces, las sombras parecen ser monstruos, es-pecialmente cuando estamos en lugares oscuros y misterio-sos. ¿Te acuerdas de cuando te despiertas a medianoche porque crees que el hombre del saco está bajo tu cama? ¿Y que cuando miramos no hay nada?

– Pero allí sí hay un monstruo. -Jill frunció los labios, tozuda-. Y me ha asustado.

Por un momento, Nell tuvo la tentación de dejar que su hija creyera que los monstruos existen, si eso servía para mantenerla alejada de las cuevas. Pero nunca le había mentido, y no iba a empezar ahora. Así que lo que debía hacer era no perderla de vista mientras estuvieran en aquella maldi-ta isla.

– Sombras -repitió Nell con firmeza. Y, para reforzarlo, añadió-: ¿A que papá te ha contestado lo mismo cuando le has hablado del monstruo?

– Papá no me ha escuchado. Me ha dicho que me callara, que estaba ocupado hablando con la señora Brenden. -Los ojos de Jill se llenaron de lágrimas-. Y tú tampoco me crees.

– Sí, yo te creo. Pero, a veces, hay…

No pudo continuar ante la mirada de reproche de aque-llos ojos castaños. Suavemente, apartó los sedosos mecho-nes también castaños de la frente de Jill. Pobre muñequita de porcelana china, como la llamaba Richard por el corte de sus cabellos lisos, que le daba un cierto aire oriental. Y, sin embargo, no había nada frágil en ella. Al contrario, había nacido fuerte, una típica niña norteamericana, y Nell no quería que perdiera aquel vigor.

– ¿Qué te parece si mañana por la mañana bajamos a las cuevas, las dos? Tú podrás enseñarme ese monstruo y le obligaremos a huir.

– ¿No tendrás miedo? -susurró Jill.

– Aquí no hay nada por lo que asustarte, cielo. Es un buen lugar para los niños. El mar, la playa y esta casa tan bo-nita. Lo pasarás de maravilla este fin de semana.

– Pero tú no.

– ¿Qué?

Jill mantuvo su mirada con una sorprendente madura sagacidad.

– Nunca te lo pasas bien. No como papá.

«Nunca subestimes la sabiduría de los niños», pensó Nell, entre triste y cansada.

– Soy un poco tímida. Que esté callada no significa que no me lo esté pasando bien. -Y abrazó a su hija-. Además, tú y yo siempre nos lo pasamos bien juntas, ¿verdad?

– Claro. -Jill le echó los brazos al cuello y se acurrucó contra su madre-. ¿Podré bajar esta noche a la fiesta? Así tú tendrás a alguien con quien hablar.

Jill olía a mar y a arena. Y al jabón de lavanda de Nell, que había pedido poder usar para bañarse la noche anterior. Nell la estrechó aún más fuerte durante unos instantes y, luego, con reticencia, deshizo el abrazo.

– Es una fiesta para mayores. No te gustaría.

A ella tampoco. Nell se había acostumbrado a sus obli-gaciones como esposa de Richard y normalmente podía mantenerse en un segundo término, pero este fin de semana sería difícil conseguirlo. Un simple patito feo no pasaría desapercibido entre tantos cisnes; ella, una persona de as-pecto tan vulgar, llamaría la atención entre el desfile de celebridades y famosos que Martin Brenden había invitado a la isla para el encuentro con Kavinski. La fiesta era un gran montaje para impresionar a aquel hombre y conseguir que firmara con el banco Continental.

– Pues quédate conmigo -dijo persuasivamente Jill.

– No puedo. -Arrugó la nariz-. Al jefe de papá no le gustaría. Es una noche muy importante para él y nosotras dos debemos ayudarle. -Vio que el rostro de su hija volvía a ensombrecerse y añadió rápidamente-: Pero te subiré una bandeja de canapés antes de que te vayas a dormir. ¡Hare-mos un picnic!

El rostro de la pequeña se iluminó al instante.

– ¿Y vino? -preguntó ansiosamente-. La madre de Jean Marc le deja tomar un vasito de vino cada noche antes de ce-nar. Dice que es bueno para él.

Jean Marc era el hijo del conserje del apartamento que tenían en París y un tirano absoluto. Nell ya había oído al-gunas historias sobre aquel pequeño bribón.

– Zumo de naranja -y, para evitar una discusión, añadió con rapidez-: Pero si te tomas toda la sopa, te conseguiré un buen pedazo de pastel de chocolate. -Se levantó y ayudó a la niña a ponerse en pie-. Ahora, corre a meterte en la bañera mientras yo llevo este jarrón abajo. Vuelvo dentro de dos minutos.

Jill miró solemnemente el florero de porcelana chino y una sonrisa le iluminó el rostro.

– Son muy bonitas, mamá. Han quedado mejor que cuando estaban en el jardín.

Nell no estaba de acuerdo. Siempre había pensado que era una vergüenza arrancar o cortar flores. No había nada más bello que un jardín en su esplendor. Como el de aquella pensión que ella pintó cuando iba a la escuela William & Mary. La llovizna, muchos colores y todas las texturas de la mañana…

Sintió una punzada de nostalgia y, rápidamente, alejó aquellos recuerdos. No tenía ninguna razón para sentir lás-tima de sí misma. Richard nunca había criticado sus pinturas, a diferencia de sus padres. Después de casarse, incluso la había animado a continuar trabajando, pero sencillamente no disponía de tiempo. Ser la mujer de un joven y ambicio-so ejecutivo parecía ocuparle todas las horas del día.

Cogió el florero y le dedicó una mueca. Si no se hubiera visto obligada a perder toda la tarde con los dichosos arre-glos florales para Sally Brenden, habría podido hacer algún esbozo de aquella preciosa costa. Pero ello hubiera signifi-cado ir con los Brenden y con Richard a pasear por la playa. Y entonces tendría que haber sonreído y conversado, y so-portado a Sally y su condescendencia. De hecho, verse rele-gada a adornar jarrones, una de las sutiles tiranías de Sally, era mucho más agradable que la alternativa de tener que su-frir su compañía.

Nell dio a Jill un fugaz y suave beso en la frente.