– Hay muchas flores -comentó Nicholas. La tumba de Richard estaba colmada de coronas y ra-mos de todas las flores imaginables. Todos recientes. Nell volvió la mirada a la tumba de Jill. Nada. «Maldita seas, Edna.»
Los ojos de Nicholas estaban fijos en la cara de Nell.
– Una abuela no demasiado cariñosa.
– Ella no era su abuela. -Nunca le permitiría a aquella vieja bruja que reclamara nada de Jill-. La niña no era hija de Richard. -Dio media vuelta y se alejó de las tumbas.
«Adiós, Jill. Siento no haber podido encargarme yo, y haber tenido que dejarlo en sus manos, cariño. Te pido per-dón por todo. Dios, lo siento…»
– Quiero flores sobre su tumba cada semana -dijo brus-camente-. Montones de flores. ¿Te ocuparás de ello, Tanek?
– Me ocuparé de ello.
– No tengo mucho dinero en estos momentos. Tendré que ponerme en contacto con los abogados de mi madre y ver si puedo…
– Cállate -la interrumpió-. He dicho que me ocuparé de ello.
Aquella rudeza confortó a Nell mucho más que lo ha-bría hecho la cortesía. Con Tanek, no necesitaba fingir. De todos modos, dudaba que él no detectara cuándo alguien fingía.
– Quiero irme de aquí. ¿Hay un vuelo de regreso esta noche?
– Ya he reservado dos asientos en el último avión.
– Pensaba que íbamos a quedarnos hasta mañana por la mañana.
– No si puedo sacarte antes de aquí. Me fastidian las des-pedidas. Por eso nunca digo adiós. Ya sabía que esto sería un error.
– Te equivocas. Tenía que hacerlo.
La rabia desapareció gradualmente del rostro de Tanek.
– Quizá sí -dijo cansinamente al abrirle la puerta del co-che-. ¿Qué demonios sabré yo?
Llegaron de vuelta a Minneapolis después de medianoche. Jamie les esperaba a la salida del aeropuerto.
– Jamie Reardon, Nell Calder. -Nicholas hizo las pre-sentaciones-. Gracias por venir a recibirnos, Jamie.
– Es un placer. -Miraba fijamente, atónito, el rostro de Nell-. Oh, eres una auténtica belleza, ¿lo sabías?
Aquel acento irlandés era tan agradable como los angu-losos rasgos de su cara. Nell sonrió.
– De hecho, no es una belleza auténtica. Es cortesía de Joel Lieber.
– Bella e inteligente. -Comenzó a caminar junto a ellos-. Si te dejaras caer por mi pub, seguro que los chicos te dedi-carían un montón de poemas.
– ¿Poemas? Creía que la poesía era un arte olvidado.
– No para los irlandeses. Dadnos una pizca de inspira-ción y crearemos un poema que os sacudirá el alma. -Se vol-vió hacia Nicholas-. Recibí una llamada de nuestro perso-naje en Londres. Puede que tenga algo para nosotros. Dijo que le llamaras.
– Inmediatamente. -Cruzó la puerta que llevaba al apar-camiento-. Tenemos que dejar a Nell en casa de Joel Lieber.
– No esta noche -dijo Nell-. Es muy tarde y no me es-peran hasta mañana. Me quedaré en un hotel.
Tanek asintió.
– Te conseguiremos una habitación en el nuestro.
– Como quieras. -Londres. Tenía que preguntarle a Ta-nek sobre aquella llamada de teléfono. No, estaba demasiado exhausta y, de todas maneras, dudaba que él le diera una res-puesta. Finalmente, el aturdimiento había llegado, aunque demasiado tarde-. En vuestro hotel, de acuerdo. Gracias.
Jamie le abrió la puerta del coche con galantería.
– Pareces un poco cansada. Te dejaremos bien arropadita en tu cama en menos de una hora.
– Estoy agotada -sonrió con esfuerzo-. Gracias por re-cogernos a una hora tan inconveniente, señor Reardon.
– Jamie -dijo-. No es problema. Siempre intento recoger personalmente a Nicholas. No le gustan los taxis. Nunca se sabe quién los conduce.
Un escalofrío la recorrió. ¿Qué debía ser vivir en un mundo en el que todos eran sospechosos?
– Ya. Ya veo.
Nicholas la miró.
– No, no ves nada. No tienes ni idea.
Había tanta ferocidad controlada en aquellas palabras que Nell se alarmó. Basta de peleas. No se veía capaz de so-portar una discusión, y menos ahora. Se arrellanó en su asiento y cerró los ojos.
– No tengo ganas de hablar, si no te importa.
– Qué educada. Gardeaux también tiene unos modales excelentes. Usa unas frases muy correctas y después le dice a Maritz que te corte la garganta.
– Nick, Nell no parece estar… -dijo Jamie-. ¿No crees que podrías esperar un poquito?
– No -contestó Nicholas secamente.
Estaba siendo una cobarde. Se obligó a abrir los ojos.
– Dime lo que tengas que decir.
Tanek la miró un instante.
– Más tarde. -Volvió la cabeza y se puso a mirar distraí-damente por la ventanilla.
En el hotel, Nicholas reservó para Nell una habitación tres puertas más allá de la suite que él compartía con Jamie. Con la llave en la cerradura de su puerta, Jamie le dedi-có una amplia sonrisa.
– Que duermas bien. Por desgracia, yo dudo que lo haga. Estaré intentando hacer bonitas rimas para el poema que depositaré a tus pies mañana por la mañana.
– No le creas, sólo es una pose -dijo Nicholas, acompa-ñándola con un ligero empujoncito hasta la otra habita-ción-. Estará durmiendo en diez minutos.
– No tienes alma, Nicholas -suspiró Jamie abriendo la puerta-. Eso te pasa por vivir con ovejas y otras criaturas desagradables.
Nell sonrió.
– Buenas noches, Jamie.
Nicholas abrió la puerta y entró en la habitación de Nell. Ajustó el nivel de luminosidad y el termostato.
– ¿Has comido algo antes de salir del hospital?
– No.
Se acercó al teléfono y tecleó un número.
– Sopa de vegetales. Leche. Un plato de fruta… -La miró-, ¿Alguna otra cosa?
– No tengo hambre.
– Eso será todo, gracias. -Sonrió de medio lado mientras colgaba el auricular-. Pero te lo comerás. Porque si no te de-bilitarás. ¿Y acaso no es la fortaleza tu religión, ahora?
– De acuerdo, me lo comeré. Vete tranquilo, ¿vale?
– Después de que el servicio de habitaciones haya traído la cena.
Nell esbozó un amago de sonrisa.
– Porque nunca se sabe quién es el que empuja el carrito, ¿verdad?
Nicholas no contestó.
Ella echó un vistazo a la espaciosa, enorme habitación. Alfombra gris, elegante canapé a rayas verde oscuro y dora-do, cortinas damasquinadas sobre las puertas que llevaban al balcón.
Balcón.
Sintió el aliento de Nicholas justo detrás de ella.
– Olvidé que todas las habitaciones de este lado tienen balcón. ¿Quieres que pida que te den otra?
Oh, Dios santo, Nell no estaba preparada para eso, des-pués del día que había tenido. Quería llorar y esconderse bajo la cama. Pero no podría esconderse. Eso ya había acabado.
– No, por supuesto que no. -Se abrazó a sí misma y fue hacia las cristaleras-. ¿Se pueden abrir?
– Sí.
– He estado en un montón de habitaciones de hotel que tienen las puertas del balcón siempre bloqueadas. Imagino que para evitar que la gente tenga accidentes, pero a Richard le solía poner furioso. -Hablaba muy deprisa, diciendo cualquier cosa para mantenerse ocupada y no pensar en lo que había al otro lado de aquellas puertas-. Le encantaban las vistas, desde cualquier balcón. Decía que le producían escalofríos muy agradables.
– Probablemente, lo relacionaba con Perón o Mussolini saludando al populacho.
– Eso no es muy amable.
– No me siento amable. Maldita sea, apártate de esa…
Nell abrió la puerta y un helado viento le golpeó en la cara. No era como en Medas, se dijo a sí misma, sino un bal-cón pequeño y funcional. La vista tampoco se parecía a la de la isla. Nada de acantilados ni de espuma de oleaje. Se acer-có a la barandilla y miró abajo, las luces, los coches fluyen-do como luciérnagas a lo lejos.
Dos minutos. Se daría dos minutos y después saldría de aquel balcón.
La caja de música tintineando…