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Allá vamos, abajo, abajo…

– Suficiente.

Nicholas la agarró por el brazo y la apartó de la baran-dilla hacia el interior de la suite. Cerró las puertas de golpe y le dio una vuelta a la llave.

Nell hizo una profunda e insegura inspiración y tuvo que esperar un momento para recuperar su voz.

– ¿Por qué tanta violencia? ¿Pensabas que iba a saltar?

– No, creo que estabas poniendo a prueba tu capacidad para soportar el dolor. Demostrar tu fortaleza. ¿Estar fren-te a la tumba de tu hija no ha sido suficiente? ¿Y por qué no pones la mano dentro de una hoguera, también?

Nell sonrió con esfuerzo.

– No hay ninguna cerca.

– No tiene ninguna gracia.

– No. -Cruzó los brazos por delante del pecho para controlar sus temblores-. No estaba poniéndome a prueba. Tú no lo entiendes.

– Entonces, explícamelo.

– Estaba asustada. Nunca he sido una persona valerosa. Pero ya no puedo permitirme tener miedo nunca más. Y la única manera de superar ese miedo es enfrentarse a las cosas que temes.

– ¿Por eso querías ir al cementerio?

– No, eso es diferente.

«Lo siento, Jill. Perdóname, cariño.»

El pánico la sacudió con violencia. Sintió como si se es-tuviera evaporando. Le dio la espalda a Nicholas y dijo rá-pidamente:

– Quiero que te vayas ahora mismo. No me asusta el po-bre camarero del servicio de habitaciones, y te prometo que no volveré a salir al balcón.

Tanek la cogió por los hombros.

Ella se puso rígida.

La obligó a darse la vuelta y a mirarle.

– No me voy.

Nell tenía la mirada perdida.

– Por favor -susurró.

– Tranquila -la atrajo hacia él-. Te sientes como si estu-vieras hecha de cristal. Déjalo salir. Yo no soy importante. Sencillamente, estoy aquí.

Nell se mantenía rígida, mirando al frente.

Allá vamos, arriba, arriba…

Lentamente, dejó que su cabeza cayera sobre el pecho de él. Sus brazos la rodeaban. Sin intimidad. Como había dicho, sencillamente, estaba allí. Cercano. Vivo. Reconfortante.

Estuvo así largo rato antes de que pudiera obligarse a dar un paso hacia atrás.

– No quería ponerte en una situación incómoda. Perdó-name.

Tanek sonrió.

– Esas exquisitas maneras de nuevo. Fue una de las pri-meras cosas en que me fijé de ti. ¿Las aprendiste de tu madre?

– No, mi madre era profesora de matemáticas, y siempre estaba demasiado ocupada. Fue mi abuela quien realmente me crió.

– ¿La que murió cuando tenías trece años?

Nell se sorprendió un instante, hasta que recordó el ex-pediente.

– Tienes buena memoria. Ese informe debe de ser muy completo.

– Pues no mencionaba que Jill no fuera hija de Richard.

Automáticamente, ella se puso en tensión, pero enton-ces recordó que aquello ya no importaba. Ya no había una Jill a la que proteger. Ya no había unos padres a los que con-tentar. ¿Por qué no contárselo? De hecho, Tanek lo sabía todo sobre ella.

– No, era imposible que esa información fuera descu-bierta por nadie. Mis padres fueron muy hábiles ocultando lo sucedido. Querían que abortara pero, cuando me negué, le dieron la vuelta a la tortilla y jugaron a favor.

– ¿Quién era el padre?

– Bill Wazinski, un estudiante de arte que conocí cuando iba a la escuela William & Mary.

– ¿Le querías?

¿Le había querido?

– En aquella época, yo pensaba que sí. Lo que era segu-ro es que nos atraíamos mucho. -Movió la cabeza-. Quizá no le quise realmente. Ambos estábamos enamorados de la vida, del sexo y de todos aquellos maravillosos lienzos que estábamos convencidos iban a ser obras maestras. Era la pri-mera vez que yo vivía lejos de mis padres y me había embo-rrachado de libertad.

– ¿Y Wazinski no quiso enfrentarse a sus responsabili-dades?

– No se lo dije. Fue culpa mía. Yo le había dicho que es-taba tomando la píldora. Su padre trabajaba en las minas de carbón, en Virginia del Este, y Bill estudiaba gracias a una beca. ¿Cómo iba yo a arruinar la vida de ambos? Tan pronto descubrí que estaba embarazada, me fui a casa de mis padres.

– Un aborto habría sido el camino más fácil.

– No quería abortar. Quería acabar mis estudios y conse-guir un trabajo. -Y añadió con amargura-: Mis padres no es-tuvieron de acuerdo. Una madre soltera era algo que no pen-saban tolerar.

– ¿Hoy día?

– Oh, presumían de ser liberales. Pero en realidad, lo cen-suraban todo. Los niños debían nacer dentro de estructuras familiares. La vida debía ser siempre un acto civilizado y cui-dadosamente orquestado. Yo no me había comportado con el decoro adecuado volviendo a su casa embarazada. Lo co-rrecto hubiera sido abortar o casarme con el padre de mi hijo.

– Pero Jill nació un año después de que llegaras a Greenbriar.

– Siete meses. Ya te he dicho que mis padres cubrieron muy bien mi indiscreción. Me casé con Richard dos meses después de mi retorno a Greenbriar. Él estaba trabajando como ayudante de mi padre y sabía que estaba embarazada. -Sonrió con tristeza-. Era inevitable que se enterara. Yo ha-bía convertido nuestra casa en un tumulto continuo. Mis padres no estaban acostumbrados a que les discutiera nada. Y él apareció con la solución. Se casaría conmigo, me lleva-ría lejos, y yo podría tener a mi bebé.

– ¿Qué conseguía él a cambio?

– Nada. -Sus miradas se cruzaron-. Richard no era el ambicioso que tú pareces creer. Yo estaba desesperada y él se ofreció para ayudarme. No consiguió nada más que una hija de otro hombre y una esposa que, a veces, no estaba a su altura. Yo había recibido la educación necesaria para ser una perfecta esposa de ejecutivo pero, desde luego, nunca tuve carácter para ello.

– Parecías hacerlo bastante bien la noche que te conocí.

– Tonterías -dijo con impaciencia-. Incluso un ciego ha-bría visto que yo era una persona terriblemente tímida y con tanta predisposición para la vida social como Godzilla. No finjas que no te diste perfecta cuenta.

Tanek sonrió.

– Solamente recuerdo haber pensado que eras una mujer muy simpática. -Hizo una pausa-. Y que tenías la sonrisa más extraordinaria que nunca había visto.

Nell lo miró, aturdida.

Llamaron a la puerta.

– Servicio de habitaciones.

Tanek fue a abrir.

La camarera era de mediana edad, de origen latino, y manejaba con soltura la bandeja. No tardó nada en disponer la cena sobre la mesa frente a las puertas del balcón, y son-rió amablemente mientras Nell le firmaba la nota.

– No parecía peligrosa -comentó Nell, una vez que se hubo marchado.

– Nunca se sabe. -Nicholas cruzó la habitación-. Man-tén la puerta cerrada con llave y no contestes a nadie excep-to a Jamie o a mí. Te recogeré mañana a las nueve.

Y cerró la puerta tras él.

Aquella súbita despedida la sorprendió tanto como todo lo que Tanek había hecho durante el día.

– Cierra con llave. -Nicholas le hablaba desde el otro lado de la puerta. Nell sintió una punzada de irritación al cruzar la habitación y pasar el cerrojo-. Muy bien.

Y, de repente, ya no estaba allí. Nell no oía sus pisadas alejándose, pero ya no sentía su presencia. Era un alivio li-brarse de él, se dijo. No le había gustado que la acompaña-ra. Porque le había impedido hacer lo que ella quería: en-frentarse a aquel horror sola.

Y, desde luego, no sabía por qué le había contado todo aquello, aquella confidencia… Ojalá Tanek hubiera sentido lástima por ella, porque, instantáneamente, lo hubiera recha-zado. Pero, en lugar de eso, había sido tan impersonal y amoldable como una almohada. Un hombre dinámico como Nicholas no se sentiría halagado al verse comparado con una almohada, pensó. Bueno, quizá daba lo mismo haber roto aquel largo silencio. Para Nell, dejar que sus palabras brota-ran había sido como saltar directamente desde las sombras a la luz del sol. Sin miedo. Sin disimulo. Una liberación.