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– En otra ocasión. Tengo prisa. -Le sonrió a Tania-. Debo tomar un avión. Ya nos veremos otro día.

Nell le observó mientras se dirigía al coche. Era la pri-mera vez que había mencionado un viaje. ¿Londres?

– Entra. -Tania tiraba de ella, entusiasmada-. Quiero en-señarte las…

– … maravillas -dijo Nell, completando la frase-. Por fuera ya es suficientemente maravilloso.

– Pero frío. Joel es cirujano, y le atraen las líneas limpias y eficientes. Pero el interior debe ser cálido. Le dije que no podía tener una casa tan absolutamente «precisa» como una de sus incisiones. -Llevó a Nell hacia el salón-. Que debía rodearse de alegría y color.

– Ciertamente, contigo no le falta nada de eso.

Las sillas y los sofás de la habitación eran modernos y sobrios, pero lujosamente cubiertos por tejidos de color visón. Había cojines en color granate, beige y naranja por to-das partes. Se mezclaban flores, rayas y estampados que, en teoría, no iban nada a juego, pero que creaban una estampa exótica y, al mismo tiempo, originalmente acogedora. Una alfombra persa de color crema cubría el suelo de roble, transmitiendo un suave resplandor cálido.

– Es realmente encantador.

– Mi abuela solía decir que el suelo más duro puede ablandarse si usas suficientes cojines -sonrió-. Bueno, no podía ser profunda siempre. Además, hay que admitir que estaba en lo cierto.

– ¿Tu abuela la gitana?

Tania asintió.

– Deberías haber visto esta casa antes de que yo viniera. Estilo danés, moderno y muy frío. -Fingió tiritar-. No era nada bueno para Joel. Es un hombre que nunca se acercará a la calidez si no se la echas por encima. -Sonrió alegremen-te-. Así que lo hice.

– Realmente, es muy original. ¿Has pensado en dedicar-te a la decoración?

Tania asintió de nuevo.

– Empezaré a ir a la universidad en otoño, pero voy a es-tudiar Literatura. Me gustaría ser escritora. -Fue hacia la puerta-. Ven, te enseñaré tu habitación. Está justo encima del estanque, y creo que encontrarás el sonido del agua muy relajante. -Subió corriendo por la escalera de caracol y abrió la puerta que había en lo alto-. ¿A que está bien?

Más color: dorados, óxidos y escarlatas, un estudio en tonos otoñales. Una cama baja cubierta con un edredón ver-de oscuro. Plantas de hiedra en recipientes de latón, crisante-mos altos y orgullosos en floreros de cristal. Una estantería, también baja, repleta de libros lujosamente forrados en piel.

– Me gusta mucho.

– Lo sabía -asintió con satisfacción-. Dicen que el azul es lo mejor para relajarse, pero me pareció que a ti te gusta-ría así. Phil ha cogido los crisantemos esta misma mañana.

Nell estaba emocionada.

– Os habéis tomado demasiadas molestias. No me que-daré mucho tiempo, ya lo sabes.

– El suficiente para disfrutar de mi casa -dijo Tania-. Te dejo sola para que descanses un poco antes de la comida y te pruebes la ropa que hay en el armario.

– ¿Qué ropa?

– La que hice enviar desde Dayton el día que tan grose-ramente decidiste abandonarme.

Nell la miró desconcertada.

– No me dijiste nada de que habías comprado ropa.

– ¿Qué querías que hiciera? -Fue hacia la puerta-. No me gusta perder el tiempo, y no tenía nada que hacer hasta que volvieses.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Acaso tenía que hacerlo? Te habías portado muy mal, y deseaba que te sintieras culpable. No te iba a dejar pensar que me las había arreglado muy bien yo sólita.

Tania se fue, cerrando la puerta, y Nell se sorprendió a sí misma sonriendo. Aquella mujer era como una brisa cálida que apartaba cualquier obstáculo que encontraba en su camino.

Miró hacia el armario. Más tarde.

Se acercó a la ventana. La cascada sólo estaba a unos cua-renta y cinco metros y el sonido del agua era tan relajante como Tania le había descrito. Phil estaba arrodillado junto al estanque, trabajando en una cama de rosas híbridas amarillas.

Richard siempre le regalaba rosas amarillas. Él conocía aquellos pequeños detalles que gustan a una mujer y la ha-cen sentir especial. Sally Brenden admiraba eso en él. De hecho, todo el mundo admiraba y adoraba a Richard.

Y ahora, él se había ido. ¿Por qué no lloraba su muerte?

Su dolor por la pérdida de Jill la había cegado hasta tal extremo, que cuando pensaba en la muerte de Richard sólo podía sentir una pálida sombra de pena. ¿No lo había querido? ¿Se había autoconvencido de que gratitud y necesidad eran lo mismo que amor? Oh, no lo sabía. Quizás era por eso que no se había disgustado en absoluto al ver que la ma-dre de Richard ni siquiera la mencionaba en la tumba de su hijo: justamente porque no se sentía con derecho a ello. Aunque Nell intentó darle el amor que se merecía, solamen-te Edna lo había amado de verdad.

Phil volvió la cabeza y miró hacia la casa un momento, y luego continuó con sus rosales. Estaba allí, vigilando, comprobando que ella no hubiera salido afuera. Alerta, para evitar que se aventurara en el territorio que Nicholas consi-deraba suyo. No tenían por qué preocuparse. Como él le había dicho, no estaba en condiciones de actuar contra Gardeaux y Maritz. Debía tenerlo todo muy claro en el mo-mento de ajustar cuentas.

Pero sus planes no incluían tener que quedarse allí, bajo la mirada de un guardián benevolente. Tendría que pensar un poco en ello. La semilla de una idea empezaba a crecer, pero debía elaborar un plan en firme para estar en condicio-nes de remediar la situación.

* * *

Le estaban siguiendo. El pánico se adueñó de Nigel.

Miró hacia atrás. Nadie. Aceleró el paso sobre el pa-vimento. Ni un ruido a su espalda. Quizá se había equi-vocado.

Pero no. Sentía una presencia. Alguien le seguía, desde el momento en que había salido de la iglesia, por la tarde.

El apartamento de Christine estaba justo ahí enfrente. Subió los peldaños a toda prisa y llamó al timbre.

¿No había una sombra al otro lado de la calle, en un portal?

– ¿Sí? -respondió Christine a través del interfono.

– Déjame entrar. ¡Date prisa!

La puerta se abrió. Nigel se apresuró a entrar y cerró bien, dando un portazo.

– ¿Qué pasa, pichoncito? -Christine estaba asomada a la barandilla. Sonreía, con los labios separados, encantadora y maliciosa-. ¿Tan impaciente estás?

– Sí.

Lo estaba incluso antes de sospechar que le seguían. Christine no era única, pero no había encontrado a muchas mujeres con tanto talento en su especialidad. Quería pasar una noche más con ella antes de irse de Londres. Pero se preguntaba si no habría sido mejor ocultarse y permanecer escondido, hasta que fuera el momento de volver a St. An-thony a la mañana siguiente.

– Entonces, sube, ven. Te tengo preparado algo especial, esta noche. Un nuevo juguete para castigarte, niño malo.

Tuvo una erección de inmediato. Un juguete nuevo. Aquel enorme pene de caucho que Christine había utilizado con él la última vez casi lo había partido por la mitad. Re-cordó cómo se había corrido: un auténtico geiser. Volvió la cabeza para echar un vistazo al portal. En realidad, no había visto a nadie y, si había alguien, podía ser más peligroso sa-lir que quedarse. El apartamento de Christine era un lugar tan seguro como cualquier otro. Únicamente había dos apartamentos en aquel edificio, y uno de ellos vacío porque el otro inquilino estaba fuera del país.

– ¡Ven! -ordenó Christine-. Deja de hacerte el remolón, o te castigaré.

La excitación pudo con él. Estaba empezando. Pronto estaría de rodillas frente a ella, perdido en aquel oscuro ca-lor. Ansioso, empezó a subir los escalones.

Ella estaba de pie, en lo alto de la escalera, totalmente desnuda, excepto por los tacones de aguja de siete centíme-tros, alta, voluptuosa, dominante. Christine retrocedió un paso hacia la puerta de su apartamento.