– ¿Cuántas veces tengo que decirte que debes obedecer a la primera?
– Lo siento. Merezco ser castigado. -La siguió al interior de su apartamento-. ¿Puedo verlo ya?
– De rodillas.
Instantáneamente se arrodilló ante ella.
– Muy bien. -Separó las piernas, bien abiertas, y se que-dó de pie, a horcajadas, mirándolo desde arriba-. Dime, ¿qué es lo que quieres ver?
– El juguete. El juguete nuevo.
Christine lo agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Nigel sintió un escalofrío de dolor.
– Pídemelo educadamente.
– Por favor, ama, ¿podría ver el juguete? -susurró.
– ¿Eso es todo lo que quieres? ¿Verlo solamente? ¿No quieres que lo use en ti?
– ¿Me hará daño?
– Muchísimo.
El se estremecía y temblaba de excitación. Siempre se ponía así la primera vez, pero no debía correrse hasta que ella le concediera su permiso.
– Si así te complace, ama, quiero que lo uses conmigo.
– ¿Estás seguro?
Nigel asintió.
– Entonces, así será -sonrió cruelmente-. Pero no quie-ro ensuciarme las manos contigo. Dejaré que sea mi amigo el que te enseñe el juguete.
– ¿Qué amigo? No hay nadie más…
¡Un agudo dolor le atravesó la espalda! Dios santo, ¿Qué había sido aquello? ¿Una barra de hierro? Aquella agonía era demasiado, no podía soportarla.
Intentó, instintivamente, agarrarse a las caderas de Christine.
Esta dio un paso atrás y él cayó de bruces sobre la mo-queta.
– Es demasiado… -susurró-. Haz que… pare.
Christine miraba fijamente a la persona que estaba justo detrás de éclass="underline"
– Me prometiste que sería limpio y rápido, Maritz. Y está desangrándose sobre mi moqueta.
– Gardeaux te la cambiará.
– Quiero que te lo lleves de inmediato. Acaba ya.
– No -susurró Nígel.
Nadie lo había estado siguiendo. Maritz ya estaba allí, esperándolo.
– Será un momento.
– Acaba ya, o le diré a Gardeaux que pusiste en peligro el encargo porque querías divertirte.
– Zorra.
Y lo acabó.
La llave estaba en el cepillo de la iglesia.
Nicholas la miró un momento antes de guardársela en el bolsillo. Tenía el aspecto de una llave cualquiera. Simpson podía haberle dado la llave de su propia puerta.
Colocó el paquete con el dinero y los documentos en el cepillo y salió de la iglesia.
Le hizo un gesto a Jamie, que estaba en el taxi Rolls-Royce, aparcado al otro lado de la calle, y subió a su coche de alquiler.
Giró el volante y se fue en dirección a Bath.
– Tengo los libros -dijo Nicholas, hablando por su teléfono móvil-. Quizá. Parecen bastante auténticos. Todavía no he tenido ocasión de examinarlos. Los revisaré en el avión de vuelta a Estados Unidos.
– Me sorprende -dijo Jamie-. Creía que Simpson habría intentado hacer el doble juego y después se asustaría.
– ¿Por qué?
– Nuestro querido hombre no ha aparecido para escoger el premio.
– ¿Qué?
– Que no ha aparecido por St. Anthony. ¿Qué vamos a hacer con el dinero? Vacían los cepillos cada tarde a las ocho.
Nicholas pensó un segundo. Eran casi las cinco, y no parecía muy lógico que Simpson llegara tan tarde al punto de cita. Salvo que Gardeaux hubiera intervenido.
Pero si Simpson había sido asesinado, ¿por qué aquellos libros estaban en poder de Nicholas? Era inconcebible que Gardeaux no le hubiera sonsacado a Simpson, antes de ma-tarlo, el lugar donde los había ocultado.
A no ser que Gardeaux no supiera nada del negocio de Simpson con aquellos libros. Era posible que sólo hubiera descubierto la traición de Simpson con Kabler.
– ¿Me oyes? -preguntó Jamie-. Te he preguntado que qué hacemos con…
– Te he oído. Quédate por aquí una hora más. Si no ha venido, recupera el dinero y los documentos, y ve a inspec-cionar su apartamento.
– ¿Y luego?
– Démosle veinticuatro horas. Vigila el apartamento y ponte en contacto si Nigel aparece.
– Es una condenada pérdida de tiempo. Los dos sabemos lo que le ha pasado a ese pobre bastardo.
– Veinticuatro horas. Hice un trato.
– ¿Café, señor Tanek?
Le sonrió a la azafata y negó con la cabeza.
– Más tarde, tal vez.
Abrió el primero de aquellos libros contables después de que la joven se alejara por el pasillo. Lo examinó breve-mente. No reconoció ninguno de los nombres de las compañías que aparecían registradas; probablemente figuraban en clave. Había flechas señalando líneas en blanco en cada cómputo desde el principio al final.
¿La parte de Pardeau que debía añadirse para completar la imagen?
Aunque tuviera los libros de Pardeau, seguramente ne-cesitaría contratar a un contable que, además, fuera brujo, para descifrar aquellos números. Por el momento, no vio ninguna razón para correr el riesgo de darle unos toques a Pardeau. En primer lugar, no estaba seguro de que el resul-tado tuviera algún valor para él. Y además, Gardeaux podía no haberse dado cuenta aún de que Nicholas tenía aquellos libros, pero pronto descubriría que habían desaparecido. Pardeau estaría custodiado y sería mejor esperar a que aque-lla vigilancia se relajase.
Nicholas examinó el segundo libro, encontró más de lo mismo y lo metió de nuevo en el maletín. Por último, cogió el sobre de papel manila, tamaño folio, con el nombre Medas garabateado en el centro.
Sacó de él unos cuantas hojas. La primera era aquella lis-ta de nombres que Jamie le había entregado en Atenas. La tiró a un lado y examinó la segunda.
Se enderezó en su asiento.
– Mierda.
– Tengo que ver a Nell, Tania -dijo Tanek, irrumpiendo a grandes zancadas en el recibidor-. ¿Dónde está?
– Hola. Yo también me alegro de verte -repuso Tania al cerrar la puerta.
– Sí, claro, perdona. ¿Dónde está?
– Ya no está aquí. Se ha ido.
Nicholas se volvió como un rayo a mirarla.
– ¿Que se ha ido? ¿Adonde?
Ella sacudió la cabeza.
– Estuvo aquí tres noches y se fue ayer por la mañana. Dejó una nota. -Se acercó a la cómoda y abrió un cajón-. Una nota muy atenta, agradeciéndonos la hospitalidad y asegurando que seguiríamos en contacto. -Se la entregó-. Como te lo digo. No se ha llevado nada de ropa, excepto un par de téjanos y unas zapatillas de tenis. Así que, probable-mente, volverá pronto.
– No cuentes demasiado con ello. -No sabía qué demo-nios haría Nell. Inspeccionó la nota: cálida, meticulosamen-te educada y sin ningún tipo de información-. ¿Recibió un paquete postal?
– Hace dos días.
La documentación que sin duda alguna le permitiría moverse libremente.
– ¿Dónde está Phil?
– En el jardín. -Tania frunció el ceño-. Y no le eches la culpa a él, que ya está bastante contrariado.
– Claro que se la echo. -Fue hacia la puerta-. Pero no le dispararé, si eso te tranquiliza. Ahora vuelvo.
Phil parecía tan desolado como Tania había dicho. Se puso en tensión al ver a Nicholas.
– Lo sé. He fallado estrepitosamente. Pero la he estado vigilando noche y día, siempre -se disculpó, antes de que Nicholas pudiera hablar-. Incluso he dormido en el coche, delante de la entrada.
– Dormido parece ser la palabra adecuada.
Phil asintió malhumorado.
– No me lo esperaba. Parecía estar tan contenta con la señorita Vlados.
Nicholas tampoco se lo esperaba. No tan pronto. Había creído que Nell necesitaría tiempo para recuperarse de aquella traumática visita al cementerio.
– Bueno. Ya está hecho. ¿Has intentado encontrarla?
Phil asintió de nuevo.
– La señorita Vlados dijo que le habías ingresado algún dinero en el First Unión a nombre de Eve Billings. Le seguí la pista desde el banco, donde retiró fondos, hasta la esta-ción de tren. Fue bastante fácil. La gente no puede olvidar una cara así.