– Jamie aún está en Londres. Quizá tengamos suerte nosotros dos. -Se puso en pie y besó levemente la frente de Tania-. Estaremos en contacto. Volveré si no la encuentro en Seattle para ver si ha contactado contigo.
– Por favor, hazlo. -Tania lo siguió desde la habitación y bajó las escaleras-. Estoy muy preocupada por ella, Nicholas.
– Tienes razones para estarlo.
Capítulo 8
OBANAKO, FLORIDA
– No aceptamos mujeres en nuestros programas de entrena-miento, señoritinga. -El marcado acento del sur del coronel Cárter Randall vibró desagradamente en los oídos de Nell-. Así que mueve tu culito feminista y lárgate.
Nell apartó una vez más la mosca que zumbaba alrede-dor de su cabeza desde que había entrado en la oficina. Es-taba sudando, y la humedad era como un tortazo en toda la cara. ¿Acaso peligraría la imagen de hombres muy machos si ponían en marcha el aire acondicionado?
– No soy feminista. O puede que sí lo sea. Ya no sé lo que eso significa, exactamente. -Buscó su mirada-: ¿Lo sabe usted?
– Oh, sí. Yo sí lo sé. Por aquí ya han venido unas cuan-tas tortilleras suplicando que les enseñemos a ser unos hom-bres de verdad.
– ¿Y usted se lo enseñó?
Él esbozó una desagradable sonrisa.
– No, pero algunos de los chicos les enseñaron a ser mu-jeres de verdad.
Estaba intentando asustarla. Y lo estaba consiguiendo, pero Nell no iba a permitir que él lo advirtiera. Era el tipo de hombre que se divierte dominando. Muy tranquila, pre-guntó:
– ¿Las violaron?
– Yo no he dicho eso, ¿verdad? -Se arrellanó en su asien-to-. No tenemos alojamiento para mujeres aquí, en Obanako. Tendrías que ocupar una litera en los barracones.
– Estoy deseando hacerlo.
– Aquellas tortilleras también. Cambiaron de opinión después de la primera noche.
– Yo no cambiaré de opinión. -Se secó las manos, húme-das, en los téjanos. Ya no estaba segura de si estaba transpi-rando por los nervios o por el calor-. ¿Por qué no aceptan mujeres? Nuestro dinero es igual de bueno.
– Pero vuestros espinazos no. -Le miró descaradamente los pechos-. Nosotros aceptamos a las mujeres… en su lu-gar. Una mujer debería limitarse a hacer aquello que hace bien.
Ella reprimió su creciente indignación. No consegui-ría nada de aquel bastardo chovinista poniéndose de mala leche.
Pero podría ser de gran ayuda conseguir que él se enfa-dara, pensó de pronto.
– He visto unos cuantos hombres fuertes y corpulentos en el patio, intentando escalar una empalizada. No parecía que lo estuvieran haciendo demasiado bien. ¿Teme que una mujer pudiera darles una lección?
Él se tensó.
– Están en su primera semana de entrenamiento. Cuan-do finalice el mes la escalarán en un abrir y cerrar de ojos.
– Puede ser.
Una chispa de mal genio enrojeció su rostro.
– ¿Me estás llamando mentiroso?
– Le estoy diciendo que dudo que un hombre que no puede mantener la disciplina dentro de sus barracones pue-da convertir a blandos reclutas en soldados en unas pocas semanas.
– Aquí, en Obanako, el nivel de disciplina es excelente.
– ¿Por eso permite que las mujeres sean violadas? Eso no es disciplina militar, eso es barbarie. ¿Qué clase de oficial es usted? -Antes de que él pudiera contestar, añadió-: O qui-zá no sea realmente un oficial. ¿Compró su uniforme en una tienda de desechos militares?
– Yo era coronel en los Rangers, zorra.
– ¿Cuánto tiempo hace? -se burló Nell-. ¿Y por qué no sigue en el ejército, en lugar de esconderse entre estos pan-tanos? ¿Demasiado viejo para estar a la altura?
– Tengo cuarenta y dos años, y le doy diez mil vueltas a cualquiera de esta unidad -masculló entre dientes.
– No lo dudo, en absoluto: esos pobres bastardos no pueden ni superar esa empalizada. Debe de hacerle sentir muy superior saber que es más fuerte que ellos.
– No me estaba refiriendo a los novatos, hablaba de… -se detuvo, luchando por contener la rabia-. ¿Crees que esa empalizada es fácil de escalar? Tiene casi diez metros de altura. Quizá tú lo harías mejor, ¿no?
– Posiblemente. Sólo tenemos que verlo. Si la supero, ¿me aceptará en su programa?
Su sonrisa destilaba malicia.
– Si la superas, todos nosotros estaremos muy contentos de aceptarte en nuestro centro. -Se levantó y señaló la puer-ta-. Después de usted, señora.
Ella disimuló su alivio mientras los seguía fuera de la oficina y bajaba los escalones. Por ahora, iba bien.
Quizás.
Mientras se iba acercando, aquella empalizada de made-ra se erigía mucho más alta de lo que ella había imaginado, y aparecía resbaladiza por el barro de las botas de los hombres que habían estado intentando escalarla.
– Apartaos, muchachos -ordenó Randall mientras cogía una de las cuerdas fijas a la cima de la pared. Se la lanzó a Nell-. Es el turno de la señora.
Nell no prestó atención a los gritos y a las burlas de los hombres. Se agarró a la cuerda y empezó a escalar. Entonces se dio cuenta de que aquello era muy distinto a trepar por las cuerdas suspendidas del techo del gimnasio. Si intentaba usar las rodillas, acababa chocando contra la pared de made-ra. La única manera de hacerlo era usando los pies para apo-yarse en la pared y subir a pulso.
Un metro, casi metro y medio.
Sus suelas resbalaron sobre aquella superficie embarra-da y Nell golpeó la pared con todo el cuerpo.
Dolor.
Risotadas de aquellos hombres, abajo.
«No les prestes atención. Aguanta. No te sueltes.»
Se apartó de la pared y aseguró los pies contra ella. Otra vez.
Dos metros.
Resbaló de nuevo. La áspera cuerda le quemó las manos al deslizarse por ella casi un metro antes de poder frenar.
– No te preocupes -le gritó Randall con sorna-. Estamos preparados para cogerte al vuelo, bomboncito.
Más risotadas.
«Olvídalos. Puedes hacerlo. Ignora el dolor. Ve paso a paso. No pienses en nada más. Sólo existe la cuerda y esta pared.»
Empezó a escalar otra vez.
Tres pasos más.
Resbaló y chocó contra la pared.
Cuatro pasos.
¿Cuánto faltaba?
No importaba. Podía hacer cualquier cosa si lo hacía poco a poco.
Tardó diez angustiosos minutos más en alcanzar la cima de la pared y ponerse a horcajadas sobre ella. Miró abajo, a Randall y sus hombres. Tuvo que esperar un momento para normalizar su respiración.
– Lo he hecho, hijo de puta. Ahora, mantenga su pro-mesa.
A él no le gustaba aquello, ya no se reía. Ninguno de ellos se reía.
– Bájate de ahí.
– Ha prometido aceptarme si lo hacía. Un oficial siem-pre mantiene su palabra, ¿verdad?
Él le dirigió una mirada gélida.
– Desde luego, señora, estaremos encantados de tenerte con nosotros. Mañana salimos de maniobras, y sé que te van a gustar. Mucho.
Lo cual significaba que tenía la intención de hacerle la vida imposible. Empezó a bajar por el otro lado de la barre-ra. El la estaba esperando cuando llegó al suelo.
– Éste es el sargento George Wilkins. Él te proporciona-rá tu equipo. ¿Te he mencionado lo mucho que le fastidia la idea de tener mujeres en el ejército?
Nell le hizo una inclinación de cabeza a aquel sargento bajito pero muy musculoso. Wilkins dijo:
– Incluso un niño podría trepar por esa pared. Es pan co-mido, comparado con los pantanos. -Le dio la espalda y se alejó.
– Es mejor que no lo subestimes -le advirtió Randall, casi cordialmente-. Y, si quieres otro consejo, véndate las manos. En el pantano hay todo tipo de hongos y gérmenes. No nos haría ninguna gracia que cogieras alguna infección, dulce señora mía.
Por primera vez, se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos destrozadas y ensangrentadas. Aquellas heridas la preocupaban mucho menos que aquel apodo con aires pa-ternalistas.