– Intento ser toda una señora pero, desde luego, no soy dulce, y mucho menos suya.
Se marchó tras Wilkins.
El silencio cayó como una losa sobre los barracones cuando ella entró, siguiendo a Wilkins, una hora más tarde.
– Ésta es tu litera. -El sargento señaló un catre bajo una de las ventanas con mosquitera-. Mientras estés aquí.
Se dio la vuelta y se fue.
Nell intentó ignorar a los hombres que estaban en la ha-bitación cuando se desnudó y se echó sobre el catre. Pero sólo lo intentó, literalmente, ya que no pudo conseguirlo. Sentir aquellos ojos clavados en ella, como si fueran hierros de marcar. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó desespe-rada. Era de locos. Tenía que haber alguna otra manera de conseguir hacer lo que quería hacer.
Ignorarlos. Sí, podía haber otras formas, pero ninguna tan rápida como la que había escogido. Ella había confec-cionado un plan y debía seguirlo.
Ordenó la ropa y después se volvió hacia el M16 y la pistola que Wilkins le había entregado. ¿Se suponía que de-bía limpiarlas o algo así? En todas las películas de guerra que había visto siempre había una escena donde un pobre nova-to desaliñado era castigado por no limpiar su rifle.
– ¿Puedo ayudarla?
Ella se irguió y se dio la vuelta.
Sólo era un crío. Un alto y desgarbado muchacho de no más de diecisiete años. Su nariz, afilada, estaba totalmente cubiertas de pecas, y sonreía tímidamente.
– Me llamo Peter Drake. -Se sentó en el catre-. Estaba ahí fuera, viendo cómo escalabas la pared. No creo que al coronel le haya hecho ninguna gracia verte llegar arriba. Pero a mí me ha gustado. Me gusta cuando la gente triunfa -sonrió con un orgullo infantil.
Infantil. Mientras lo observaba, de repente, sospechó que aquel adjetivo era demasiado apto. Randall debía de ser una especie de malvado demonio para aceptar un chico co-mo éste.
– ¿De verdad? -le preguntó con amabilidad-. Bueno, triunfar te hace sentir bien.
Frunció el ceño.
– Yo no he podido subirla y el sargento se ha enfadado conmigo. El no me gusta.
– Entonces, ¿por qué no te vas de este lugar?
– Mi padre quiere que esté aquí. Él fue un soldado, como el coronel Randall. No me aceptaron en el ejército. Dice que aquí me convertiré en un hombre.
Nell sintió asco.
– ¿Y qué dice tu madre?
– Ella ya no está -dijo vagamente-. Yo soy de Selena, Mississippi. ¿Tú de dónde eres?
– De Carolina del Norte. No tienes acento del sur.
– No estoy mucho por allí. Mi padre me envía a escuelas, fuera. -Empezó a jugar con las correas de la mochila de Nell-. Me parece que tú no le gustas al coronel. ¿Por qué?
– Porque soy una mujer. -Hizo una mueca-. Y porque he escalado la empalizada.
El echó una mirada por el barracón.
– A algunos hombres tampoco les gustas. El coronel Randall ha venido hace unos minutos y nos ha dicho que, por él, no pasaría nada si ellos te hacían daño.
No era más de lo que Nell esperaba.
Peter sonrió de nuevo:
– Pero yo te ayudaré. No soy muy inteligente, pero sí fuerte.
– Gracias, pero puedo arreglármelas yo sola.
El rostro del muchacho se nubló.
– ¿Quizá piensas que no soy suficientemente fuerte por-que no he podido escalar la empalizada?
– No es eso. Estoy segura de que eres lo bastante fuerte para hacer cualquier cosa que quieras. -Él aún la miraba con aquella expresión herida. Nell no podía involucrar a aquel niño en su conflicto, pero se sintió como si le hubiera dado una patada a un perrito-. Pero quizá podrías ayudar-me contándome cosas sobre estos hombres. Eso me serviría de mucho.
– No sé. Apenas hablan conmigo.
– ¿Quiénes crees que son los que podrían hacerme daño?
El chico señaló a uno, calvo, muy corpulento, cuatro li-teras más allá.
– Scott. Él es capaz. A mí me llama tonto del culo.
– ¿Alguien más?
– Quizá Sánchez. -Miró intranquilo hacia un pequeño pero fibroso latino que les observaba con una desagradable sonrisa. Y, después, se giró hacia un pelirrojo de unos vein-te años-. Y Blumberg. Un día, en las duchas, empezaron a tocarme, pero se detuvieron cuando vino Scott.
– ¿Scott los frenó?
– No, pero ellos no querían que él lo supiera. -Tragó sa-liva-. Dijeron que… lo dejaban para más adelante.
Si eran homosexuales, quizá Nell no tendría que preo-cuparse ni por Sánchez ni por Blumberg. Pero no, la viola-ción era un crimen violento, no pasional, y ellos habían deseado torturar a aquel chico indefenso. -Creo que deberías irte de aquí, Peter.
Él negó con la cabeza.
– A mi padre no le gustaría. Dice que yo soy demasiado blando. Que necesito aprender a enfrentarme a ello.
¿Enfrentarse a un abuso y una violación? Debería haber imaginado lo que su hijo tendría que soportar en aquel in-fierno machista. Nell se encendió de ira. No podía hacer nada en ese momento para ayudar a Peter. Incluso lo más probable es que no fuera capaz de ayudarse a sí misma.
– Tu padre se equivoca. Este no es sitio para ti. Vete a casa.
– Él me volvería a traer de nuevo -y añadió sin más-: no me quiere allí.
Maldita sea. Justo lo que no quería, sentir aquella lásti-ma que la desarmaba. Lo miró fijamente, con la frustración de la impotencia, y cambio de tema:
– ¿Sabes algo de armas?
El rostro de Peter se iluminó.
– El primer día nos lo enseñaron todo sobre los rifles. Y cada mañana tenemos prácticas de tiro.
– ¿Y qué hay de las pistolas?
– También, sólo un poco. Sé cómo cargarlas y cómo montarlas.
Ella se sentó en la cama cerca de él.
– Enséñame.
– ¿Has tenido noticias de ella? -preguntó Tanek en cuanto Tania cogió el auricular.
– Nada. ¿No está en Seattle?
– No, y Phil dice que tampoco está en Denver. Nuestras suposiciones estaban equivocadas.
– ¿Piensas que puede estar en Florida?
– No lo sé. -Se frotó la nuca-. Quizá nos haya dejado pistas falsas. Podría estar en cualquier sitio.
– ¿Qué vas a hacer?
– ¿Que qué voy a hacer? Coger un avión a Florida dentro de treinta minutos. Estaré en Obanako a media mañana. Te envío a Phil de vuelta por si acaso aparece por vuestra casa.
– No es necesario. Yo estaré aquí.
– Sí lo es -repuso Tanek secamente-. Y cuando aparezca, no irá a ninguna parte antes de que yo hable con ella.
Se estaban acercando.
Los músculos de Nell se tensaron bajo las sábanas al oír movimiento en la oscuridad. Había estado escuchando, es-perando aquel momento desde hacía horas.
No intentaban disimular, ni ser sigilosos. ¿Para qué tan-ta molestia? Nadie acudiría en su ayuda.
Excepto Peter. Continúa dormido, Peter. No dejes que te hagan daño.
Estaban más cerca. Cuatro sombras en la oscuridad. ¿Quién era el cuarto? No importaba. Todos eran el enemigo.
– Enciende la luz. Quiero verle la cara cuando se la meta.
Luz.
Scott. Sánchez. Blumberg. El cuarto de ellos era más viejo, con una cara indescriptible y el pelo muy corto.
– Está despierta. Mirad, chicos, nos estaba esperando. -Scott se acercó un poco-. No nos gustan las lesbianas que vienen a darnos lecciones, ¿verdad?
– Largaos.
– No, no podemos dejarte sola. Queremos enseñarte lo bien que subimos. Imagínate: vamos a subir y bajar tantas veces sobre ti, que mañana no podrás juntar las piernas. -Se humedeció los labios-. Ahora, estate quietecita y haz todo lo que te digamos. No nos gustan las mujeres con uniforme de soldado. Más bien nos molesta. Quítatelo.
– Dejadla en paz -intervino Peter.