Estaba sentado en el borde de su litera y parecía más frá-gil y torpe que antes, en camiseta y calzoncillos caqui.
– Cállate, tonto del culo -ordenó Scott sin tan sólo mi-rarlo.
– No deberíais hacerle daño. Ella no os ha hecho nada.
– Si le hacemos daño o no, depende de ella. Todo lo que tiene que hacer es obedecernos, y se lo pasará realmente muy bien -repuso Sánchez.
– Largaos de una vez -repitió Nell.
Peter estaba ahora junto a la cama de Nell.
– No le hagáis daño.
Estaba asustado, comprendió ella. Podía ver los múscu-los de su cara tensos y un leve temblor en sus manos.
– Vuelve a tu litera, Peter.
– Quizás el tonto del culo quiere sumergir su mecha también -dijo Scott-. Pero, no. No es lo suficiente hombre.
– ¿Crees que eres más hombre por violar a una mujer? -le espetó Nell.
– Ahora lo verás. -Se inclinó y le arrancó la sábana de un tirón.
Ella levantó la pistola que había estado sosteniendo y le apuntó directamente a la entrepierna.
– Lo que veo es que te vas a quedar sin pene si no me de-jáis tranquila.
Él dio un paso instintivo hacia atrás.
– Mierda.
– Saltemos sobre ella -propuso Sánchez-. Vamos a qui-tarle esa pistola y se la meteremos por el coño.
– Sí, podéis hacerlo -dijo Nell, intentando mantener su voz firme-. ¿Por qué no lo hacéis, Scott? Quizá no me sería posible dispararos a todos. Claro que el primer disparo te convertiría en eunuco, y el segundo sería para Sánchez. Después, estaría apurada y tendría que apuntar a objetivos más grandes, como un estómago o pecho.
– No lo hará -dijo Blumberg-. Sería asesinato.
– Y un asesinato es mucho peor que una violación. -La mano de Nell asió con más firmeza aún la pistola-. No lo creo.
– Te encerrarían y lanzarían la llave.
– Lo intentarían. -Encontró su mirada y, después, miró a cada uno de los hombres por turno-. Pero lo haré. No de-jaré que nadie me haga daño o me acobarde. Os estáis entrometiendo en mi camino y yo no puedo permitir que eso su-ceda. Si me tocáis, os mandaré al infierno. -Caramba, hablaba como en una película de serie B.
Los ojos de Scott se abrieron desmesuradamente. Su-surró:
– Estás jodidamente loca.
– Posiblemente.
Retrocedió y se alejó de ella.
– ¿Vas a dejar que te intimide? -dijo Sánchez.
– No está apuntando a tu polla -masculló Scott entre dientes.
– Pero ahora sí. -Nell cambió la posición. Sánchez pestañeó.
– Has dicho que sería fácil -murmuró el cuarto hombre.
– Cierra la boca, Glaser -gruñó Scott.
– No me has dicho que iba a ser así. -Glaser se alejó del catre.
– Volveremos más tarde. No puedes aguantar despierta toda la noche. -Scott sonrió malévolamente-. En cuanto cierres los ojos, estaremos sobre ti.
Alargó la mano y apagó la luz.
Ella respiró hondo. De repente, se sintió sola y vulne-rable.
La voz de Scott vino de la oscuridad.
– Eso no lo esperabas, ¿verdad? No puedes mantenerte vigilante para siempre. ¿Qué vas a hacer cuando estemos en el pantano? ¿Crees que a Wilkins le va a importar?
– Dudo mucho que tengas ganas de violar a nadie cuan-do estemos vadeando el pantano.
Nell oyó cómo renegaba en voz baja.
Se iban, comprendió con alivio. Era muy pronto para relajarse, pero el peligro más inmediato había pasado. Se había sentido tan asustada. Aún lo estaba, temblando en la os-curidad.
– Ya vigilaré yo por ti -dijo Peter.
Casi se había olvidado del chico.
– No, vete a dormir. Mañana tendremos un día duro. Necesitarás estar fuerte.
– Yo vigilaré por ti -repitió, tozudo. Se sentó en el suelo, cerca del catre de Nell, y cruzó las piernas.
– Peter, por favor, no… -No pudo seguir.
Ella tampoco tenía la intención de dormir, y estaba cla-ro que no lo podría convencer a él. Bueno, faltaban pocas horas para el amanecer.
– Estaba asustado -dijo, súbitamente, Peter.
– Y yo.
– No lo mostraste.
– Tú tampoco -mintió Nell.
– ¿Ah, no? -Parecía contento-. Temía que Scott se diera cuenta. El es como mi padre. Se da cuenta de todo.
– ¿Eso te dice tu padre?
– Claro. Dice que un hombre debe enfrentarse a sus errores. Dice que él nunca hubiera llegado a ser alcalde de Selena si no se hubiera enfrentado a sus faltas y las hubiera corregido.
Estaba empezando a detestar al padre sin rostro de Peter.
– Tu padre no habría podido ser más valeroso que lo que tú acabas de ser. Habría estado orgulloso de ti.
Hubo un silencio.
– No, nunca está orgulloso de mí. No soy listo.
La llana sinceridad de su respuesta le produjo un escalo-frío de lástima.
– Bueno, yo sí lo he estado.
– ¿De veras? -le pregunto ansiosamente-. Y yo también, de ti. -Hizo una pausa-. Eso significa que somos amigos, ¿verdad?
Nell quería decirle que no. No quería su ayuda ni la res-ponsabilidad que ello representaba. Él se había nombrado aliado suyo en aquella lucha, y más adelante podía sufrir por esa razón. Y ella no quería acarrear ese sentimiento de cul-pabilidad.
Era demasiado tarde. Nell ya no podía apartarlo de ella.
– Sí, eso es lo que significa.
– Les hemos dado una lección, ¿verdad?
Ella le miró.
– Sí, realmente. Lo hemos hecho.
– ¿Eve Billings? No conozco a nadie con ese nombre -con-testó Randall, suavemente-. Y nosotros no aceptamos a mu-jeres en Obanako, señor Tanek.
Nicholas le lanzó sobre la mesa una de las fotografías que Tania le había dado.
– Podría estar usando otro nombre.
– Una mujer muy guapa. -Randall apartó las fotos-. Pero sigo sin haberla visto.
– Lo encuentro muy raro. Alquiló un coche en el aero-puerto de Panamá City. -Abrió su bloc de notas de un gol-pe-. Y el número de licencia del Ford aparcado detrás de su oficina es el mismo.
La sonrisa de Randall desapareció.
– No nos gusta que la gente meta las narices en nuestro campamento.
– Y a mí no me gusta la gente que me miente -repuso Ni-cholas, sin levantar la voz-. ¿Dónde está ella, Randall?
– Ya le he dicho que no está aquí. -Randall hizo unos gestos expansivos-. Eche un vistazo, si quiere. No la encon-trará.
– Eso será muy incómodo… para usted.
Randall se puso de pie.
– ¿Me está amenazando?
– Le estoy diciendo que quiero que la traiga aquí y que no le gustarán los problemas que voy a causarle si no lo hace.
– Aquí estamos muy acostumbrados a los problemas. Es para lo que entrenamos a nuestros hombres, para en-frentarlos.
– Deje de decir estupideces. A las autoridades de Panamá City no les gusta tenerlo instalado frente a su puerta, y sólo esperan la primera ocasión para cerrarle el negocio por acti-vidades ilegales.
– ¿Qué actividades ilegales? -dijo Randall hecho una fu-ria-. Nadie la ha tocado, maldita sea.
– Secuestro.
– Fue ella la que vino a verme. Maldita sea, me obligó a aceptarla. Ella misma se lo dirá.
– Y yo le diré a todo el mundo que usted la secuestró y después le hizo un lavado de cerebro. Será una gran historia para la prensa. -Nicholas sonrió-. ¿Qué le parece?
– Me parece que es usted un hijo de puta. -Añadió enfu-rruñado-: ¿Quién es ella? ¿Su esposa?
– Sí -mintió Tanek.
– Pues debería mantener a esa zorra en casa y fuera de mi vista.
– Dígame dónde está y estaré encantado de sacarla de aquí.
Randall calló un momento y, después, sonrió maliciosa-mente. ¿Y por qué no? Abrió la tapa de su escritorio, sacó un mapa y lo desenrolló.
– Está de maniobras. Quería comprobar lo dura que po-día ser. No le puedo decir dónde se encuentra en este mo-mento, pero llegará aquí al atardecer -Señaló con el dedo un punto en el mapa-. Siempre acampan en el mismo sitio. Cypress Island. Debería estarme agradecido. Estoy seguro de que tendrá una verdadera alegría al verle después del día que habrá pasado. -Sonrió abiertamente-. Aunque quizás usted no estará tan contento de verla, después de haber teni-do que vadear por el pantano para llegar a la isla.