– ¿No hay otro acceso?
– Está en el centro del pantano. La carretera más cerca se encuentra a casi tres kilómetros y medio. -Randall marcó una línea en el mapa-. ¿Lo ve?
– Lo que veo es que está usted demasiado orgulloso de sí mismo.
– Si lo prefiere, puede quedarse por aquí y esperar a que vuelvan. Serán sólo otros cuatro días.
Nicholas cogió el mapa y se dio la vuelta para marcharse.
– Que tenga buen viaje. Y transmita mis mejores deseos a la señora.
Ese estúpido estaba empezando a molestarle. Se detuvo a medio camino. No, no tenía tiempo. Qué lástima.
Salió de la oficina.
– ¡Espabila, Billings! -gritó Wilkins mientras avanzaba pe-nosamente por el agua que les llegaba hasta la cadera-. Te estás quedando atrás. No vamos a esperarte.
Nell ignoró la burla. No se estaba rezagando; había cua-tro hombres por detrás de ella.
– Los que no puedan mantener el paso, servirán de co-mida a los cocodrilos.
Otra vez. La táctica del miedo. Nell intentó que Wilkins no viera que funcionaba. Había podido ver a una de esas ho-rribles bestias pocas horas antes.
– Yo me quedaré a tu lado -le susurró Peter a su espal-da-. No tengas miedo.
Pero sí, estaba asustada. Asustada, cansada y con unas ganas terribles de salir de aquel horrible lugar. Se había pa-sado al menos siete horas sumergida en agua sucia y fan-go. Las cinchas de la mochila le estaban llagando los hom-bros y…
Una forma silenciosa y ondulante cruzó el agua cerca de ella.
Serpientes.
Ella odiaba las serpientes.
– Muévete, Billings.
Se forzó a apartar la vista de aquella amenaza que espe-raba justo bajo la superficie, y se abrió paso a través del agua. Poco a poco. Minuto a minuto. Lo conseguiría. Nin-guna pesadilla duraba eternamente…
Excepto una.
Nicholas aparcó el coche de alquiler a un lado de la carrete-ra y registró su maleta, en el asiento de al lado. Sacó un cu-chillo y un pañuelo blanco. Se lo ató alrededor de la cabeza, para mantener el pelo hacia atrás, y se metió el cuchillo en la cintura de los téjanos. No era exactamente el atuendo reco-mendado para atravesar un pantano, pero serviría, no había más remedio.
Salió del coche y miró con asco el agua amarillenta, al otro lado de la carretera. Según el mapa de Randall, ése era el punto más cercano a Cypress Island al que podía llegar sin aventurarse en el pantano. Se agachó y aseguró los nu-dos de los cordones de sus zapatillas de tenis. Tendría suer-te si atravesando aquellas aguas fétidas y embarradas no perdía una.
Odiaba los pantanos. Hubiera sido demasiado pedirle a Nell que escogiera un bonito y limpio campo de supervi-vencia en la montaña, como el de Washington. No, ella tenía que zambullirse en el bochorno y la humedad de un panta-lón repleto de mosquitos, cocodrilos y otros depredadores de dos piernas como Randall. Le gustaría estrangularla.
Apretó los dientes al saltar al agua y empezó a avanzar por el pantano.
– Parece que tenemos un pequeño problema. -Wilkins son-rió al volver vadeando hacia ellos-. Necesito un voluntario.
Nell le miró, aturdida, sin apenas entender lo que decía.
– ¿Quién va a ser?
Estaba convencida de que se volvería hacia ella.
Pero la mirada de Randall se fijó en Peter.
– Te presentas voluntario, ¿verdad Drake? Bien. Eres perfecto para este trabajo. Joven y rápido. Ponte delante, a la cabeza del grupo.
– ¿Qué quiere que haga?
– Sólo hay un pequeño problema. El camino está blo-queado.
– De acuerdo. -Empezó a avanzar.
Nell se puso en tensión. Joven y rápido. ¿Por qué tenía que ser rápido? Se apresuró a seguir a Peter.
Dios santo.
Se quedó paralizada.
Justo frente a ellos, en la rama baja de un ciprés, había una serpiente enroscada, como una guirnalda de colores. No era posible pasar bajo el ciprés sin rozarla.
– ¿Quieres verlo de cerca, Billings? -preguntó Wilkins, detrás de ella-. Deshazte de esa serpiente, Drake.
– Espere. -Nell se humedeció los labios-. ¿Qué clase de serpiente es?
– Es sólo una pequeña serpiente de leche.
– ¿Y por qué no rodeamos el árbol?
– Los buenos soldados no huyen de los problemas, los solucionan.
Serpiente de leche. Sus recuerdos se agitaban. Existía otra serpiente casi idéntica a la de leche. Sólo que la disposi-ción de las rayas era diferente. Recordó vagamente unos versos populares que su abuelo le había enseñado y le había hecho aprender de memoria.
Pero no podía acordarse ni del verso entero ni de la otra serpiente.
– Ve por ella, Drake -ordenó Wilkins.
Peter dio un paso hacia delante.
La serpiente coral. El otro reptil que se confundía con la serpiente de leche era la coral asesina.
– ¡Detente!
Peter la miró por encima de su hombro y le sonrió.
– No te preocupes, tuve una serpiente como mascota cuando era pequeño. Sólo tienes que cogerlas por detrás de la cabeza y ya no pueden morderte.
– No lo hagas, Peter. Podría ser venenosa. La serpiente de leche y la coral parecen idénticas.
– Es una simple serpiente de leche. Mire las rayas amarillas junto a las rojas. Significa que es inofensiva. -La mirada de Wilkins se concentró en la cara de Peter-. Vamos, muchacho.
Peter avanzó hacia la serpiente.
Rojo después de negro…
¿Por qué no podía recordar los versos?
– Tranquila -le decía Peter, en voz muy baja, a la ser-piente-. No voy a hacerte daño, preciosa. Sólo quiero apar-tarte del camino.
Su tono era casi cariñoso, pensó Nell fríamente. Proba-blemente, en cualquier momento, la serpiente le mordería.
Wilkins observaba, sonriendo.
No le gusto al sargento.
Pero Wilkins no sería capaz de poner deliberadamente a un chico como Peter en peligro, ¿o sí? ¿Tan sólo porque lo despreciaba? Quizá la serpiente era realmente inofensiva.
O tal vez Wilkms estuviera equivocado.
Rojo sobre negro…
– ¡No! -gritó Nell.
Apartó a Peter de un empujón y saltó hacia delante. Co-gió la serpiente por detrás de la cabeza y la lanzó, lo más le-jos posible, con todas sus fuerzas. La serpiente chocó contra el agua tres metros más allá.
– No deberías haber hecho eso -le reprochó Peter-. El sargento ha dicho que tenía que hacerlo yo.
– Cállate -repuso Nell entre dientes.
Probablemente era una serpiente de leche, pero ella no podía permitirse tomar riesgos. Y ahora se iba a marear, se-guro. Aún podía sentir la húmeda frialdad de las escamas de la serpiente en la palma de su mano. Observó, medio aturdi-da, cómo la serpiente surcaba rápidamente el agua, aleján-dose de ellos.
– El chico tiene razón -dijo Wilkins, impasible-. No era asunto tuyo, Billings.
– Usted quería un voluntario. -Desesperadamente, Nell intentaba controlar sus estremecimientos mientras volvía a meterse de nuevo en el agua-. Yo me he presentado como tal.
– No tenías por qué ser tan bruta con el pobre animal -le reprochó Peter cuando se colocó detrás de ella-. Podrías ha-berle hecho daño.
Y, en la rama de ese otro árbol… ¿Era musgo trepador, o quizás otra serpiente? Sólo musgo.
– Lo siento.
– Mi serpiente era verde. No tan bonita como ésa. Ama-rilla, roja y negra… ¿Qué pasa?