– Prepárate el pijama y no te acerques al balcón.
– Ya lo sé. Ya me lo habías dicho -repuso Jill, muy digna.
– También te dije que no entraras en las cuevas.
– Eso es diferente.
– No, no lo es.
Jill se dirigió hacia el baño:
– Las cuevas son bonitas. No me gustan los balcones, me dan vértigo cuando miro abajo, a las rocas.
Demos gracias a Dios por los detalles que nos concede. Nell no podía entender por qué Sally les había dado a ellos, una pareja joven con una niña pequeña, una suite con un bal-cón justo encima de aquel acantilado. Sí, sí sabía por qué: Ri-chard le había dicho a Sally, años antes, que le encantaban las vistas desde cualquier balcón, y Sally siempre intentaba com-placerle. Todos intentaban complacer al muchacho de oro.
– Deberías ver el cargamento de personal de seguridad que Kavinski ha enviado por delante de él, como comitiva. Ni que fuera Arafat. -Richard entró en la suite como una ráfaga de viento. Echó un vistazo a las flores-. Te ha queda-do precioso. Será mejor que lo bajes. Sally ha comentado que no había ni un ramo en el vestíbulo.
– Lo he terminado ahora mismo. -Ya estaba otra vez pi-diendo perdón, se reprochó a sí misma, molesta-. No soy una profesional. Sally podría haber contratado a alguien que viniera desde Atenas para hacerlos.
El la besó en la mejilla.
– Pero no quedarían tan bien como los tuyos. Sally siem-pre dice que soy muy afortunado teniendo una esposa tan artística. Sé buena chica y apresúrate a llevarlo abajo. -Se dirigió al dormitorio-. Tengo que ducharme. Kavinski llegará en menos de una hora y Martin quiere presentarme durante el cóctel.
– ¿Tengo que ir yo también? Pensaba bajar sólo para la fiesta.
Richard lo meditó un instante y se encogió de hombros:
– No hace falta que bajes antes, si no quieres. No creo que te echen de menos entre tanta gente.
Se sintió aliviada. Era mucho más fácil diluirse en un discreto segundo plano durante la fiesta. Se volvió hacia la puerta.
– Jill está llenando la bañera. ¿Puedes estar por ella hasta que vuelva?
Richard sonrió.
– Claro.
Iba vestido con unas bermudas y una camisa blancas, te-nía el pelo, castaño, medio despeinado, y sus delgadas meji-llas estaban encendidas por el sol. Siempre quedaba muy elegante y apuesto con un esmoquin o un traje, pero a ella le gustaba más así. Era más accesible, más cercano, más suyo.
Richard le hizo un gesto con las manos, apremiándola a irse.
– Date prisa. Sally está esperando.
Ella asintió y, con desgana, salió de la suite.
Oyó la voz aguda y chillona de Sally antes incluso de empezar a bajar la curvada escalera de mármol. Siempre ha-bía pensado que aquella voz tan ridícula era incongruente en una mujer de casi uno ochenta de estatura, y tan delgada y esbelta como una pantera.
Sally Brenden dio la espalda al criado al que estaba re-prendiendo y miró a Nelclass="underline"
– Por fin estás aquí. Ya era hora. -Le arrebató el jarrón y lo colocó sobre una mesa de mármol, bajo un elaboradísimo espejo dorado-. Pensaba que serías más considerada. Como si no tuviera suficientes cosas de las que preocuparme. Aún tengo que hablar con ese hombrecillo que se encargará de los fuegos artificiales, hablar con el chef, y ni siquiera estoy vestida. Ya sabes lo importante que es esta noche para Mar-tin. Todo tiene que ser perfecto.
Nell sintió cómo se acaloraban sus mejillas.
– Lo siento, Sally.
– La esposa de un ejecutivo es muy importante para que él prospere en su carrera. Martin nunca hubiera llegado a ser vicepresidente si yo no hubiera estado allí, ayudándole. No te pedimos demasiado, ¿verdad?
Nell había escuchado muchas veces aquel discurso de autoalabanzas. Sintió una oleada de irritación, pero la sofo-có rápidamente.
– Lo siento, Sally -repitió-. ¿Puedo ayudar en algo más?
Sally hizo un ademán con su bonita mano perfectamen-te cuidada.
– He invitado a madame Gueray a la fiesta. Asegúrate de que esté cómoda y de que no le falte nada. Es deplorable-mente torpe en público.
Elise Gueray era aún más tímida y se sentía aún más fue-ra de lugar en una fiesta que ella. Por eso no le importaba que Sally siempre le encomendara encargarse de todos los bichos raros. Para ella era una gran satisfacción hacer que su velada fuera más fácil y menos dolorosamente aburrida. Bien sabía Dios que estaba infinitamente agradecida a todos los que la habían ayudado durante aquellos primeros cinco años, después de su llegada a Europa.
– No entiendo cómo Henri Gueray se casó con ella. -Sally miró a Nell con la más inocente de sus expresiones-. Aunque la verdad es que a menudo se ve a hombres apues-tos y poderosos casados con mosquitas muertas, esposas to-talmente inadecuadas.
Una ligera punzadita que se convertía en una puñalada. Nell estaba demasiado acostumbrada a las sornas de Sally para darle la satisfacción de reaccionar a ellas.
– Yo encuentro a madame Gueray muy agradable. -Se dio la vuelta rápidamente para dirigirse hacia la escalera-. Ahora debo subir a ver a Jill. Tiene que bañarse y cenar.
– Realmente, Nell, deberías tener una niñera.
– Me gusta ocuparme personalmente de ella.
– Pero te impide cumplir con tus obligaciones. -Hizo una pausa-. He hablado del tema con Richard esta misma tarde y él está de acuerdo conmigo.
Nell se detuvo.
– ¿Richard ha dicho eso?
– Por supuesto, él sabe que cuanto más prospere en la compañía, más obligaciones tendrás tú. Cuando regresemos a París, me pondré en contacto con la agencia que contraté yo cuando Jonathan era pequeño. Simone se encargó de que el crío no significara ningún problema para mí.
Y, ahora, Jonathan era un adolescente completamente maleducado y rebelde, al que tenían confinado en un inter-nado de Massachusetts.
– Gracias, pero no estoy tan ocupada. Quizá cuando Jill haya crecido un poco más.
– Si convencemos a Kavinski para que nos confíe sus in-versiones en el extranjero, Richard será el responsable de administrarlas. Tendrás que viajar con él. Y creo que está decidido a contratar una niñera antes de que sea una necesi-dad urgente.
Acto seguido, le dio la espalda y se marchó hacia el salón.
Sally actuaba como si aquel asunto ya fuera un hecho, pensó Nell con desespero. Y ella no podía dejar a su hija bajo el cuidado de una de esas mujeres de rostro inexpresi-vo que había visto en el parque paseando a los bebés como si fueran una carga. Jill era su hija. ¿Cómo podía Richard si-quiera pensar en la posibilidad de quitársela?
No, él no lo haría. Jill lo era todo para Nell. Y Nell hacía todo lo que Richard le pedía, pero no podía esperar que, en este tema…
– No permitas que esa vieja bruja te fastidie. Sólo quiere verte sufrir. -Nadine Fallón bajaba las escaleras-. Los fanfa-rrones siempre se ceban en la buena gente. Es ley de vida.
– Shh.
Nell echó una mirada por encima de su hombro, pero Sally ya se había marchado.
Nadine sonrió ampliamente.
– ¿Quieres que le escupa en un ojo por ti?
– Sí. -Frunció la nariz-. Aunque, de alguna manera, es-toy segura de que lo descubriría, y Richard se enfadaría conmigo.
La sonrisa de Nadine se desvaneció.
– Pues deberías dejar que se enfadara. Richard tendría que darse cuenta de que Sally no te llega ni a la suela del za-pato. Y debería ser él mismo el que escupiera a esa arpía.
– Tú no lo entiendes.
– No, no lo entiendo. -Pasó junto a Nell y continuó ba-jando, inmersa en una auténtica nube de perfume Opium y envuelta entre las gasas de su vestido, de Karl Lagerfeld… luciendo sus cabellos rojizos, preciosa, exótica y absolutamente segura de sí misma-. Ya aprendí hace mucho tiempo, cuan-do vivía en Brooklyn, que si no contraatacas te aplastan.
Nadine nunca sería aplastada, pensó Nell melancólica-mente. Había luchado para hacerse camino desde la Séptima Avenida y llegar a la cima de las pasarelas de París sin perder nunca su naturalidad y su franqueza. La invitaban a todas partes y, últimamente, se habían ido encontrando cada vez con más frecuencia. Richard la llamaba «el desfile de modas andante», pero Nell siempre se alegraba de verla.