– La carretera está justo ahí delante -les dijo, hablando por encima del hombro mientras esquivaba ágilmente unos árboles y conseguía subir a tierra firme-. El coche está aparcado a pocos metros de aquí.
Nell suspiró aliviada. Aquella odisea estaba a punto de acabar.
Pero todavía no.
Tanek estaba de pie en mitad de la carretera, renegando, cuando ella y Peter, después del esfuerzo por salir del agua, llegaron hasta él.
– ¿Pasa algo?
– El coche no está aquí.
– ¿Alguien lo ha robado?
Miraba a su alrededor.
– No, este árbol de la lluvia no me es familiar. Debo ha-ber dibujado un ángulo erróneo. -Frunció el ceño-. El mal-dito coche debe de estar en algún lugar cerca de aquí.
Nell le miraba fijamente, asombrada.
– ¿Has perdido el coche?
Tanek la miró con fiereza.
– No lo he perdido. Intenta calcular una línea recta en el pantano en medio de la oscuridad… -Nell empezó a reírse-. ¿Qué demonios te parece tan divertido?
No estaba segura. Debía de estar medio mareada por el cansancio y su indignación y resentimiento le parecían hila-rantes.
– ¡Has cometido un error! Quizá no seas Arnold Schwarzenegger. Él jamás se habría, perdido en un pantano.
– ¿Schwarzenegger? -Tanek frunció el ceño-. ¿De qué demonios estás hablando? -Y, sin esperar la respuesta, aña-dió-: Y no me he perdido. He errado en los cálculos. -Con-tinuó caminando por la carretera.
– Parece que también está enfadado contigo -dijo Pe-ter-. Quizá sería mejor ayudarlo a encontrar el coche.
– Sí, será mejor.
Cualquier atisbo de diversión se desvaneció al empezar a caminar detrás de Tanek. Las botas de Nell escupían agua a cada paso, y la ropa le colgaba pesadamente sobre su cuer-po. La promesa de un largo paseo en aquella carretera de-sierta no era demasiado atractiva.
Encontraron el coche a más de un kilómetro y medio al norte del punto en que habían salido del pantano.
– No digas ni una palabra -le advirtió rápidamente Ta-nek mientras abría una de las puertas de atrás y se sentaba al volante-. Estoy mojado, estoy cansado y de peor humor que nunca.
– Ya te he dicho que estaba enfadado -susurró Peter. Y se acomodó en el asiento de atrás.
Nell se sentó delante, junto a Tanek. Y no pudo resistir-se a soltar la puntilla final.
– ¿Tienes las llaves?
Nicholas se tensó.
– ¿Crees que sería tan descuidado para extraviarlas?
– Bueno, ya has perdido el… -Se detuvo al ver su mira-da-. No, creo que no.
Puso el motor en marcha.
– ¿Adonde vamos?
– A Panamá City, al primer motel que quiera acoger a tres personas que tienen el mismo aspecto y desprenden el mismo hedor que si se hubieran revolcado en un vertedero.
Peter se rió.
– ¿Por cierto, quién es este chico? -preguntó Tanek.
– Me llamo Peter Drake.
– Éste es Nicholas Tanek, Peter. -Nell se acomodó en el asiento y estiró las piernas hacia delante-. ¿Por qué no in-tentas echar una cabezadita?
– Tengo hambre.
– Conseguiremos algo para comer cuando lleguemos a la ciudad.
– ¿Pollo?
– Si te apetece.
– ¿Kentucky Fried Chicken? Es el mejor.
Nell asintió.
– Kentucky Fried Chicken.
Peter sonrió satisfecho y se dejó caer en el asiento pos-terior.
– Ni siquiera sé si habrá un Kentucky Fried Chicken en Panamá City -murmuró Nicholas.
– Si no lo hay, comeremos cualquier otra cosa. Peter no es difícil.
– Toda esta situación es difícil.
– ¿Podemos hablar sobre esto más tarde? -le pidió en voz baja-. A no ser que pienses hacer bajar al chico del coche.
Tanek le echó un vistazo por el espejo retrovisor. Se ha-bía acurrucado cómodamente en la parte de atrás.
– No.
– Lo has hecho bien con Wilkins. Como en una película de artes marciales. ¿Karate?
– Taekwondo.
– ¿Me enseñarás?
– De eso también podemos hablar más tarde.
Nell se preguntaba si debía presionarlo, pero decidió que ya había ganado su merecido por aquel día. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y cerró los ojos. El zumbido del motor y el suave desplazamiento del coche eran agradables. Por primera vez desde hacía días se sintió segura.
Estaba a punto de dormirse cuanto Tanek habló de nuevo.
– ¿Por qué ese maldito agujero del infierno? -le pregun-tó bruscamente-. Obanako tiene que ser el peor campo de su clase en todo el país. ¿Creías que iba a ser como unas vacaciones en Florida?
– No.
– Entonces, ¿por qué no Denver o Seattle?
Nell vaciló. No le iba a gustar nada la verdad. De cual-quier forma, se lo dijo.
– No parecían suficientemente terribles. -Tanek la miró fijamente, incrédulo-. Yo te necesitaba -continuó, llana-mente-, y tenía que demostrarte que haría cualquier cosa para cazar a Gardeaux y a Maritz.
Tanek guardó silencio durante un momento.
– Vaya, así que era eso. Una trampa. Estabas segura de que yo iría a buscarte.
– No, pero esperaba que lo hicieras. Te sentías lo sufi-cientemente culpable para recorrer cierta distancia para dar conmigo, sólo para protegerme. Pensé que era probable que no dejaras que me las apañara sola.
– Ya. Por eso las llamadas telefónicas.
– Kabler dijo que Phil podía acceder casi a cualquier ar-chivo. Tenía que dejarte una pista.
– Y colocarte en una situación que sabías que me obliga-ría a hacer algo -dijo fríamente-. No me gusta que me ma-nipulen, Nell.
– Te necesito -repitió Nell-. He tenido que hacerlo. Y me traía sin cuidado si te enfadabas.
– No te hubiera traído sin cuidado si hubiera decidido no seguir tus planes.
– Tú no harías eso. Tania dice que siempre mantienes tu palabra.
– Tania nunca ha intentado manipularme. -Hizo una pausa-. ¿Qué hubiera pasado si yo no te hubiera seguido?
– Pues habría permanecido en el campo entrenando e in-tentando aprender todo lo que pudiera.
– Y exponiéndote a ser violada, o a morir por insolación o por agotamiento.
– No habría muerto.
– No. Te crees capaz de caminar sobre las aguas.
– Esta conversación no tiene sentido -dijo Nell sin contem-placiones-. No ha pasado nada y ya no estoy en aquel campa-mento. Tenemos que seguir hacia delante. La única razón por la que te lo he contado es porque no quería empezar con false-dades. Odio las mentiras. -Volvió a cerrar los ojos-. Voy a echar una cabezada. Despiértame cuando lleguemos al motel.
– Ya puedes bajar del coche.
Nell miró a Tanek con los ojos medio entreabiertos.
– ¿Qué?
Tanek la agarró del brazo y la sacó del coche.
– La puerta de tu habitación está a sólo dos metros y me-dio. Ve y desmáyate o entra en coma allí.
Nell sacudió la cabeza para aclararse.
– ¿Dónde estamos?
– En el motel Best Western. -Abrió la puerta de la habi-tación, empujó a Nell al interior y encendió la luz-. Cierra con llave.
– ¿Y Peter?
– Sólo tenían dos habitaciones. Se quedará conmigo. Dos puertas más abajo.
– No, tendrá miedo. No puedo…
– Yo me ocuparé de tu polluelo -le contestó con aspere-za-. Dúchate y vete a dormir.
– Comida. Le prometí un Kentucky…
– He dicho que me ocuparé de él. -Y cerró la puerta de un golpe.
Nell se quedó mirando torpemente hacia la puerta antes de volverse. Era la típica habitación impersonal de un motel. Una cama, una mesa y dos sillas frente a la ventana que daba sobre el aparcamiento. Los muebles estaban un poco gasta-dos, y la colcha grisácea que cubría la cama medio descolo-rida, pero limpia.