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– Debes sentirte muy seguro aquí -le dijo en voz baja-. Te has convertido en inexpugnable.

– Nunca eres inexpugnable. Sencillamente, lo hago lo mejor que puedo. -Atravesaron el portón que se cerró auto-máticamente detrás de ellos-. No es probable que puedan forzar los cercados o el portón, pero un helicóptero con lan-zamisiles podría borrarme del planeta sin ningún problema.

– ¿Lanzamisiles? -sonrió Nell-. Eso suena un poco a paranoia.

– Quizá. Pero podría ocurrir si alguien se empeñara lo suficiente. Y los reyes de los cárteles de la droga sudameri-cana son muy decididos.

– Entonces, ¿qué puedes hacer para protegerte?

Él se encogió de hombros.

– Nadie vive eternamente. Si no es un misil, puede que me pille un tornado. Si haces todo lo que puedes, te creas una seguridad relativa. -La miró un instante-. De otras maneras, hay que vivir cada momento como si fuera el último.

Aparcó el jeep frente a la casa y salió de un salto.

– ¡Michaela! -gritó.

– Estoy aquí. No hace falta que grites de esa manera. -Una mujer alta y delgada, de entre cuarenta y cincuenta años, salió de la casa. Llevaba puestos unos téjanos y una ca-misa holgada muy sencilla, pero aun así le quedaban muy elegantes-. He oído el timbre cuando se ha abierto el portón del cercado. -Su mirada se dirigió hacia Nell y Peter-. Tie-nes invitados. Bienvenidos. -Sus maneras eran de una for-malidad casi extranjera.

Nell la miró fijamente. Los rasgos de aquella mujer eran fuertes y marcados, y tenía una serenidad casi egipcia.

– Michaela Etchbarras -dijo Tanek-. La podría presen-tar como mi ama de llaves, pero no sólo lleva la casa sino que hace que funcione todo el resto por aquí. -Ayudó a Nell a salir del jeep-. Nell Calder. Peter Drake. Se quedarán un tiempo.

– ¿Y tú? -le preguntó la mujer a Tanek. Él asintió-. Así me gusta. Sam te ha echado de menos. No deberías tener un perro si después tienes que dejarlo solo. Voy a hacer que salga de la cocina. -Volvió hacia la casa.

– Etchbarras -dijo Peter de pronto-. Ése era el nombre. El del hombre que tiene los perros ovejeros.

– Michaela está casada con Jean -explicó Tanek. Sonrió-. Se digna a ocupar el puesto de ama de llaves cada vez que su marido sube a las tierras altas con las ovejas. Y cuando él está por aquí, se vuelve al Barra X y me envía a una de sus hijas a limpiar, dos veces por semana.

– ¿Cuántas hijas tiene? -preguntó Nell.

– Cuatro.

– Me sorprende que les dejes estar en tu propiedad, te-niendo en cuenta lo desconfiado que fuiste con aquel pobre camarero del servicio de habitaciones del hotel.

– Ellos estaban incluidos en la propiedad. No hay peli-gro. La familia Etchbarras vive en estas tierras, con su gana-do, desde finales del siglo pasado. Vinieron del País Vasco, en España, a establecerse aquí. La mayoría de la gente de por aquí es vasca. Es una comunidad hermética. Así que el forastero soy yo.

– Pero tú eres el propietario de este lugar.

– ¿Lo soy? Yo lo compré con dinero. Pero ellos lo paga-ron con otra clase de mercancía. -Sus labios se tensaron-. Pero tienes razón, es mío y aprenderé a formar parte de aquí y a mantenerlo.

La fuerza de aquel sentimiento de propiedad en su voz la sorprendió. Aquel lugar, obviamente, no era tan sólo una fortaleza para Tanek. La mirada de Nell se dirigió hacia la puerta por la que el ama de llaves había desaparecido. Aña-dió, medio ausente.

– Tiene un rostro fantástico. Sería una maravillosa mo-delo para un retrato.

Tanek levantó la cabeza, burlón.

– ¿Detecto un genuino impulso ardiendo dentro de ese fanático pecho? ¿Podría tratarse del maravilloso arte de la pintura? ¡Qué absoluta pérdida de tiempo!

También ella estaba sorprendida de sí misma. No había vuelto a pensar en pintar desde Medas.

– Era sólo un comentario. No he dicho que fuera a ha-cerlo. Tienes razón, no tengo tiempo.

– Nunca se sabe. -Miró el horizonte montañoso-. El tiempo discurre de un modo más lento por aquí. Podrías…

Un torbellino marrón oscuro salió como una flecha por la puerta. Tanek tuvo que dar un paso atrás cuando las patas delanteras del pastor alemán le golpearon en el torso. Se quejó del golpe.

El perro emitía unos aullidos frenéticos mientras inten-taba lamerle la cara a Tanek.

– Baja, Sam.

Pero Sam no le hacía caso.

Tanek suspiró, resignado, y puso la rodilla en el suelo, poniéndose más al alcance del animal.

– Para ya.

Nell le miraba, encantada, mientras el perro saltaba ex-citado a su alrededor y seguía intentando lamerle la cara.

Haciendo una mueca, Tanek se tapó la boca con el bra-zo para evitar los lametazos. Frunció el ceño al encontrarse con la mirada de Nell desde el otro lado de porche.

– ¿Qué esperabas? ¿A Rin Tin Tin? No soy entrenador de perros. La única orden que obedece es «a comer».

Tanek siempre desprendía tanta fuerza y confianza en sí mismo, que Nell había creído que nunca permitiría que un perro fuera, en su presencia, otra cosa que un animal disciplinado y bien entrenado.

– Es precioso.

– Sí. -Tanek acariciaba afectuosamente las orejas de Sam-. A mí me encanta.

Eso era evidente. Nunca antes había visto a Tanek tan accesible.

– ¿Puedo acariciarle yo también? -preguntó Peter.

– Dentro de un tiempo. No le gustan los extraños.

Esto le parecía imposible a Nell. En aquel momento, el perro estaba echado panza arriba, en la más sumisa de las posiciones, gimiendo de placer mientras Tanek le rascaba la barriga. Se acercó un paso.

Instantáneamente, el perro se puso de pie de un salto, y le mostró los dientes, gruñendo.

Ella, sorprendida, se quedó quieta.

– Tranquilo -dijo Tanek tiernamente-. Son amigos, chico.

– Actúa como si lo hubieran entrenado como perro de ataque.

– Lo hace por supervivencia. -Se puso en pie-. Lo en-contré medio muerto de hambre en la cuneta de una carre-tera cuando sólo era un cachorro. No confía demasiado en la gente. -Sonrió a Peter-: Deja que se acostumbre a ti.

Peter asintió, pero estaba claramente decepcionado.

– Yo quería gustarle.

– Le gustarás. -Se dirigió hacia la puerta principal-. Ma-ñana por la mañana, Michaela te llevará al otro rancho, a ver las ovejas. Los perros ovejeros son mucho más amistosos. Los ojos de Peter brillaron.

– ¿Podré quedarme allí un tiempo?

Tanek negó con la cabeza.

– Dentro de pocos días, los peones subirán a las tierras altas para trasladar a las ovejas antes de que caiga el invierno.

– ¿Y cuando estén de vuelta?

– Si a Jean le parece bien…

Peter se volvió hacia Nell y le dijo con cariño: -No es que no quiera estar contigo. Tú has sido buena conmigo. Es sólo que…

– Los perros -sonrió Nell-. Lo sé, Peter.

– Pasad. -Michaela estaba de pie en la entrada-. No dis-pongo de todo el día. Tengo que enseñaros vuestras habita-ciones. Y dentro de una hora ya será de noche. Jean está viniendo con el rebaño y quiero volver a casa para prepararle la cena.

Tanek le hizo una reverencia, burlón.

– Vamos inmediatamente. Enséñele a Peter su habita-ción, y yo ya me encargaré de enseñarle todo esto a Nell. No queremos molestar.

– No molestáis. He dejado una cazuela dentro del horno para que os sirváis vosotros mismos. Ven, Peter. -Entró en la casa y Peter la siguió con ansiedad.

Nell y Tanek entraron directamente a la sala de estar.

– Es más grande de lo que parece desde fuera -dijo Nell-. Da sensación de inmensidad…

– La construí después de comprar la propiedad. Ya te he dicho que me gusta disponer de anchos espacios.

Nell echó un vistazo a la enorme sala, decorada con mue-bles de madera y cuero de color claro, dispuestos alrededor de una chimenea de piedra color tierra. Flores blancas que brota-ban de floreros de cobre, situados en mesas provisionales, y una larga urna china en una esquina de la habitación, desbor-dante de crisantemos dorados. Cubriendo las paredes, Nell había esperado encontrar pieles indias o artefactos de vaque-ros, pero, en su lugar, había pinturas y cuadros de todo tipo.