Cruzó la habitación hasta colocarse frente al que colga-ba encima de la chimenea.
– ¿Delacroix?
– ¿Me crees tan salvaje para ocultar aquí un Delacroix? ¿En este lugar solitario, donde nadie pudiera apreciarlo?
Nell lo miró, recordando lo posesivo que se había mos-trado hacía tan sólo unos minutos.
– Sí.
Él se rindió.
– Tienes razón. Los tesoros son para el disfrute de los que pueden tomarlos y mantenerlos.
– ¿Tomarlos? Tú…
– No, no lo he robado. Lo compré en una subasta. Soy totalmente legal. Ahora. -La guió hacia la puerta y por un largo corredor-. Hay cinco dormitorios, con sus respecti-vos baños, en este lado de la casa, y un estudio y un gimna-sio moderadamente equipado en el otro. -Levantó la mano y abrió una puerta-. Esta es tu habitación. Sólo hay una televisión en la casa y está en el estudio, pero hay multitud de libros. Espero que estés cómoda.
No veía cómo todo aquello no la podría ayudar. La ha-bitación estaba amueblada con sencillez pero desprendía comodidad. Un edredón blanco cubría la cama, doble. Una mecedora con cojines tapizados ocupaba la esquina de la ha-bitación, cerca del marco de una ventana. Y, en la pared opuesta, había una estantería de madera de cerezo llena de libros y plantas.
– Es muy bonita. Me sorprende que tus invitados no se queden para siempre.
– Rara vez tengo invitados. Éste es mi espacio. No me gusta compartirlo.
Nell se volvió para mirarlo.
– Entonces, debes de sentir doblemente mi presencia aquí. Te prometo que no me entremeteré en tu camino más de lo necesario.
– Ha sido mi elección. Yo os he traído. -Señaló la puerta al otro lado de la habitación-. El baño. Querrás lavarte an-tes de la cena, ¿verdad?
– ¿Qué diablos está haciendo? -preguntó Nell al posar su mirada en Peter, que estaba sentado en el suelo, en una es-quina, al otro lado de la habitación. El chico estaba con las piernas cruzadas, quieto, con la mirada totalmente fija en Sam, que estaba echado cerca del fuego, unos metros más allá-. Me recuerda a un encantador de serpientes.
– Según él, la encantadora de serpientes eres tú -dijo Nicholas, secamente.
Nell sacudió la cabeza.
– Estaba enfadado conmigo. Pensaba que había tratado muy mal a aquel reptil. -Volvió al tema del principio-: ¿Crees que conseguirá gustarle a Sam?
– Quizás -Tanek le sirvió otra taza de café-. Puede ser. Si lo desea con suficiente fuerza. Los perros son muy sensi-bles a los sentimientos.
– Pero si ha ignorado a Peter durante toda la cena.
Nicholas se recostó en su silla.
– No te preocupes. No puedes forzar a Sam a que le gus-te Peter.
– No estoy preocupada. Sólo que… Creo que el chico ha tenido una vida difícil. Y a tu perro no le costaría nada me-near la cola para Peter.
– Él no lo sabe. Tiene la obligación de ser cauteloso.
– Como tú. -Levantó la mirada-. Con tus cercados elec-trificados.
Tanek asintió.
– Contrariamente a tu visión actual del tema, la vida puede ser muy dulce. No tengo ninguna intención de darme por vencido ni un minuto. Lucharé hasta mi último aliento.
Nell le creía. Bajo aquella máscara de frialdad latía una apasionada voluntad. Fuerza, inteligencia y pasión por la vida; una atractiva combinación. Nell apartó la mirada.
– Pero la vas a arriesgar intentando darle caza a Gardeaux.
– No, si puedo evitarlo. -Acercó la taza a sus labios-. Tengo la intención de vencer, y de manera aplastante.
– ¿Qué pasará si no puedes?
– Podré. -Hizo una pausa-. Y no permitiré que me ma-ten porque tú quieras que muera demasiado pronto.
– No lo entiendes. Tengo que hacer esto. Es duro tener que esperar. -Su mano aprisionó la taza de café-. ¿Crees que no sé por qué estoy aquí? Porque tú confías en convencer-me de que no vaya tras ellos.
– Ése es sólo uno de los puntos en la agenda. El otro es evitar que me obligues a perseguirte y que caiga en una trampa.
– No haría falta que me persiguieras.
– Sí, lo haría.
– ¿Por qué? Ya te dije que no eras responsable de lo que sucedió en Medas.
– Todos nos marcamos los límites de nuestras responsa-bilidades.
– ¿Y yo estoy dentro de los tuyos?
Tanek sonrió.
– Por el momento, sí. Aunque los límites pueden variar.
Nell no quería estar bajo la responsabilidad de nadie, y menos de un hombre como Tanek. La responsabilidad im-plica cierta cercanía. Ya se había visto obligada a crear unos lazos con Tania y Peter. Tanek debía continuar fuera.
– ¿Qué? No te gusta, ¿verdad? -continuó Nicholas-. Pero lo usaste para asegurarte mi ayuda -potenció su iro-nía-. Tienes que ser consecuente, Nell.
Maldito Tanek. Bueno… así no sería en absoluto difícil mantener la distancia con él.
– No tengo que ser nada que no quiera ser. -Nell cambió de tema-. ¿Por qué quieres a Gardeaux muerto?
La ironía desapareció del rostro de Nicholas.
– Merece morir.
– Eso no es una respuesta.
Tanek permaneció callado durante un minuto.
– Por la misma razón que tú lo quieres ver muerto. Mató a alguien que me importaba.
– ¿Quién? -De nuevo, fue consciente de lo poco que sa-bía sobre Tanek-. ¿Tu mujer? ¿Tu hijo?
Nicholas sacudió la cabeza:
– Un amigo.
– Debía ser un amigo muy querido.
Nell sentía cómo Tanek intentaba eludir aquel tema. La mantenía al margen. Daba respuestas vagas:
– Muy íntimo. ¿Más café?
Nell negó con la cabeza. Estaba claro que no iba a con-tarle nada más acerca de sí mismo. Lo intentó de otra manera.
– Explícame cosas de Gardeaux.
– ¿Qué quieres saber?
– Cualquier cosa.
Tanek sonrió con suspicacia.
– Te garantizo que no querrás saberlo todo respecto a él.
– ¿Cómo le conociste?
– Coincidimos hace bastante años en Hong Kong. Estu-vimos en el mismo negocio durante la misma época. Aun-que él se había diversificado más.
– Quieres decir que ambos erais criminales -dijo Nell, bruscamente.
Tanek asintió.
– Pero mi red era más pequeña. Quería mantenerla así.
– ¿Por qué?
– Nunca planeé dedicarme a eso toda la vida. -Y añadió, muy serio-: Quería ser neurocirujano.
Ella le miró, confundida, mientras él se reía.
– Sólo bromeaba. Quería hacer suficiente dinero y des-pués largarme. En la mafia, vas prosperando, y entonces te sucede una de estas dos cosas: o te zambulles en el negocio de las drogas y la ley nunca te deja en paz, o te conviertes en un adicto al poder y no puedes dejarlo. No me gustaba nin-guno de esos dos caminos así que me aseguré de continuar, pero manteniéndome en una posición discreta.
– No puedo imaginarte siendo discreto.
– Oh, pero lo fui. -Y añadió-: Relativamente.
– Pero Gardeaux no.
– No, Gardeaux quería ser Dios. -Meditó un segundo-. O quizá César Borgia. Nunca estuve muy seguro. Proba-blemente, Dios. La mística que envolvía a los Borgia lo hubiera atraído, pero el príncipe acabó muy mal.
Nell consiguió dominar una punzada de exasperación.
– ¿Cómo le conociste?
– Había un jarrón de la dinastía Tang que los dos quería-mos «adquirir». Él me dijo que me retirara.
– ¿Qué hiciste?
– Me retiré.
Nell se sintió desconcertada.
Tanek continuó:
– Era lo mejor que podía hacer. Gardeaux era más fuer-te, y la pugna con él me hubiera costado más que una doce-na de jarrones Tang.