Nadine le echó un vistazo por encima del hombro.
– Estás fantástica. Has perdido unos kilitos, ¿no?
– Puede.
Sabía perfectamente que no era así. Estaba tan llenita como la última vez que se habían visto, el mes pasado. Lleva-ba los pantalones arrugados y no había tenido tiempo de pei-narse desde la mañana. Nadine sólo estaba tratando de animarla después del malévolo ataque de Sally Brenden. ¿Por qué no? La talla seis podía mostrarse amable con la talla doce. Sintió que se avergonzaba ante tal pensamiento. La amabili-dad debía agradecerse siempre, y no ser recibida con descon-fianza.
– Tengo que ver a Richard ahora mismo. Nos veremos más tarde en la fiesta.
Nadine sonrió y se despidió de ella diciéndole adiós con la mano.
Nell subió los escalones de dos en dos y cruzó a la ca-rrera el enorme rellano. Richard no estaba en la salita. Le oía tararear en el dormitorio. Se detuvo ante la puerta para serenarse y, después de unos instantes, la abrió de golpe.
– No quiero una niñera para Jill.
Richard, frente al espejo, se volvió hacia ella.
– ¿Qué?
– Sally dice que estás pensando en contratar una niñera. No la quiero. No la necesitamos.
– ¿Por qué estás tan enfadada? -Volvió a mirarse al espe-jo y enderezó su corbata-. Ha sido una conversación sin im-portancia. No es bueno agobiar a los niños con atenciones. Todos nuestros amigos tienen ayuda. Una niñera es como un símbolo de status.
– Así que, realmente, estás pensando en ello.
– No sin tu consentimiento. -Se puso la chaqueta del es-moquin-. ¿Qué te pondrás esta noche?
– Aún no lo sé. -¿Y qué más daba? Se pusiera lo que se pusiera, su aspecto siempre era el mismo-. El vestido de en-caje azul, me parece. -Apretó los puños, nerviosa-. Yo no le estoy siempre encima a Jill.
– El vestido azul te sienta muy bien. Buena elección. Ese escote drapeado te resalta los hombros y los hace mucho más bonitos.
Nell cruzó la habitación y reclinó la cabeza contra el pe-cho de Richard.
– Quiero cuidar a Jill yo misma. Tú estás fuera muy a menudo y así nos hacemos compañía la una a la otra. -Y añadió con un susurro-: Por favor, Richard.
Él le acarició los cabellos.
– Yo sólo quiero lo que sea mejor para ti. Sabes lo mucho que trabajo para aseguraros a ti y a Jill una buena vida. Pero ayúdame un poco, Nell.
O sea que Richard iba a hacerlo, comprendió Nell, de-sesperada.
– Intento ayudarte.
– Y lo haces. -Él la apartó algo de su lado y la miró a los ojos-. Pero voy a necesitar más de ti. -Una chispa de excita-ción asomó en su rostro-. Kavinski es la clave de todo, Nell. He estado esperando durante seis años una oportunidad como ésta. No es sólo el dinero, es el poder. No puedes ima-ginarte lo lejos que voy a llegar ahora.
– Me esforzaré aún más. Haré todo lo que me digas, pero deja que Jill esté conmigo.
– Ya hablaremos de eso mañana. -La besó en la frente y fue hacia la puerta-. Ahora será mejor que baje. Kavinski llegará en cualquier momento.
Richard cerró la puerta tras él, y Nell se quedó mirán-dola fijamente, como sonámbula. Ya hablarían mañana, y él se mostraría muy amable pero muy firme, y un poco triste porque no podía hacer lo que ella le pedía. La haría sentir culpable y desamparada y, cuando volvieran a París, le com-praría sus rosas amarillas favoritas y se ocuparía de entrevis-tar a las niñeras él mismo para evitarle más angustia.
– Mamá, el agua se está enfriando -protestó Jill, descalza junto a la puerta del baño, envuelta en una gigantesca toalla rosa.
– ¿De veras, cariño? -Tragó saliva para suavizar el nudo que sentía en la garganta. Disfrutaría de esos preciosos mo-mentos con Jill e intentaría no pensar en mañana. Quizá na-die conseguiría que Kavinski firmara. O quizá Richard cambiaría de opinión-. Entonces, será mejor calentarla, y así podrás meterte y remojarte un buen rato.
– Síii. -Jill giró sobre sus talones y desapareció hacia el cuarto de baño.
– Pareces una princesa.- Jill se mecía adelante y atrás sobre su cama, abrazándose las rodillas.
– Bueno, no mucho. -Nell la empujó cariñosamente ha-cia la almohada y la cubrió con la colcha-. No intentes que-darte despierta. Duerme un poquito hasta que yo suba con nuestro picnic. Una de las criadas se quedará aquí mismo, en la salita. -Le pasó la mano por los cabellos, jugando a des-peinarla-. Por si acaso ves algún monstruo.
– Lo he visto, mamá -aseguró Jill, muy seria.
– De acuerdo, pero no lo volverás a ver. -La besó en la frente-. Te lo prometo.
Ya estaba a punto de salir cuando Jill la llamó:
– Acuérdate del vino.
Sonriendo, Nell cerró la puerta tras ella. Jill nunca sufri-ría por ser demasiado tímida o débil para expresarse y pedir lo que quería.
Su sonrisa se desvaneció al pasar por delante del espejo de la salita. Sólo su hija podía encontrarle parecido con una princesa. Medía un poco más de un metro setenta, pero era más bien llenita, y no de grácil figura. Llenita, aburrida y vul-gar. Su característica era no destacar en nada excepto por una nariz que destacaba, un tanto respingona, en lugar de diluir-se en la aburrida uniformidad del resto de su cara. Incluso sus cabellos, cortos, eran aburridos, del mismo tono castaño cla-ro que los de Jill, pero sin el brillo de la infancia. Vulgar.
Bien, a Jill le había parecido guapa, y eso era suficiente. Y no era que Richard no la encontrara atractiva. Una vez, él le había dicho que le recordaba a los edredones rústicos he-chos a mano: duraderos, tradicionales y bonitos en su sim-plicidad. Nell arrugó la nariz con desagrado ante su imagen reflejada en el espejo, antes de salir a toda prisa hacia la puer-ta. No conocía a ninguna mujer en el mundo que no prefi-riera ser un fantástico chal de seda antes que un edredón rús-tico. Pero las mujeres vulgares tienen una ventaja: nadie se da cuenta nunca si entran o salen de una habitación. Así que no sería un problema escapar del salón con la cena de Jill.
Se detuvo en lo alto de las escaleras y observó el gentío en el vestíbulo de la entrada.
Música.
Fragancia de flores y perfumes caros.
Risas y conversaciones.
Dios santo, no quería bajar. Las enormes puertas labra-das que conducían al salón estaban abiertas de par en par, y pudo ver a Richard, de pie en una esquina, hablando con un hombre alto, barbudo y con el pecho lleno de condecora-ciones. ¿Kavinski? Probablemente. Martin, Sally y Nadine estaban también allí, pululando a su alrededor, y la expre-sión de Sally era casi servil. Nell tendría que unirse al grupo más tarde, cuando Richard quisiera presentarla a Kavinski, pero ahora podía, simplemente, estar por allí.
Recorrió la estancia con la mirada, y finalmente localizó a madame Gueray, medio escondida a la sombra de las puer-tas acristaladas. Elise Gueray tenía unos cincuenta años, era delgada, e intentaba desesperadamente confundirse con el terciopelo blanco de las cortinas. Nell sintió un súbito im-pulso de simpatía. Conocía a la perfección aquella sonrisa tímida y forzada, y aquella expresión de animalito perdido: la había visto en su propio espejo.
Empezó a bajar las escaleras. Era mejor dejar que Ri-chard siguiera encandilando a Kavinski y con sus semejan-tes y con toda aquella gente importante. Mientras, Nell aportaría su granito de arena y ayudaría a Richard haciendo que aquella pobre mujer se sintiera menos fuera de lugar. Eso era mucho más adecuado para ella.
– Mon Dieu, ese hombre debería llevar una rosa entre los dientes -murmuró Elise Gueray.