Выбрать главу

Nell iba a la sala de estar, se enroscaba sobre el sofá y contemplaba el Delacroix, o miraba por la ventana, a las montañas. Se quedaba allí una hora, a veces dos, antes de volver a su habitación.

¿Conseguía dormir, al meterse en la cama de nuevo?

Tanek pensaba que realmente poco. Nunca parecía descansada del todo, sino inestable, a punto de perder el dominio.

Aun así, ello no interfería en su fuerza de voluntad y su constancia. Por muchas veces que él la golpeara, Nell siem-pre volvía por más. Fortaleza de espíritu y coraje indomable envueltos en un frágil y bello envoltorio. Cuando cometía errores, aprendía de ellos. No importaba lo cansada o dolo-rida que estuviera, Nell aguantaba. Lo soportaba todo.

Soportaba la dureza de Tanek, su brutalidad, su indife-rencia frente al dolor que ella sentía.

Dios, cómo deseaba Tanek que volviera a la cama.

* * *

Lo que Nell tanto anhelaba sucedió, finalmente, el martes. Descubrió que las caídas ya no le dolían, y que podía rodar por el suelo para alejarse de un atacante y ponerse en pie de un salto, lista y rauda para defenderse.

– Caramba…, creo que ya lo tienes -dijo Tanek-. Hazlo otra vez. -Y la tiró al suelo, con más fuerza.

Pero Nell se puso de pie segundos después de haber gol-peado la colchoneta.

– Bien. Ahora ya podemos empezar. Mañana comenza-remos ataque y defensa.

– ¿De verdad? -Sonrió ella, encantada.

– A no ser que prefieras que continúe lanzándote por todo el gimnasio.

– Me imagino que lo harás igualmente -repuso secamente.

– Pero ya podrás concentrarte en lo que te enseñe, sin distraerte en si te hago daño o no. -Le lanzó una toalla y la contempló mientras se secaba el sudor de la cara y añadió-: Lo has hecho bien.

Aquéllas eran las primeras palabras de alabanza que le dedicaba, y el rubor cruzó por su cara.

– Pero he ido muy lenta. No creí que llegaría a aprender-lo nunca.

– Has ido más rápida que yo. -Se secó la cara y el cue-llo-. Tenía catorce años y un marcado sentido de la supervi-vencia. Resistí cada etapa del entrenamiento, y no había col-chonetas en el almacén donde Terence me enseñó. Casi me rompió el cuello una docena de veces, hasta que aprendí.

– ¿Terence?

– Terence O'Malley.

Otra vez, casi podía ver cómo Tanek volvía a cerrarse en sí mismo.

– ¿Y quién era Terence O'Malley?

– Un amigo.

Una respuesta corta, concisa. Quería zanjar el tema pero esta vez Nell ignoró el hecho. Él lo sabía todo sobre ella. Ya era el momento de conocerle mejor.

– ¿El amigo que Gardeaux asesinó?

– Sí. -Cambió de tema-: Te mereces un premio. ¿Qué te gustaría?

– ¿Un premio? -repitió Nell, sorprendida-. Nada.

– Dímelo. Creo en el sistema pedagógico de premios y castigos. -Añadió secamente-: Y últimamente ya has tenido suficientes castigos.

– No hay nada que… -se le ocurrió algo-. Excepto, quizás…

– ¿Qué es?

– Aquello que dijiste sobre Maritz… Cuando me tenías en el suelo. Algo sobre golpearme bajo la nariz para matar-me. ¿Podría aprenderlo? ¿Ahora?

La miró un momento y empezó a reír.

– Ni bombones, ni flores ni joyas. Sólo una nueva lec-ción. Debería haberlo sospechado. -Su sonrisa desapareció-. Muy mal. Esperaba que estarías harta de tanta violencia. Ya te he servido una ración más que suficiente.

¿Violencia? Dolor y frustración sí, pero Tanek nunca había sido violento. Nell siempre había sido consciente de que la fuerza que él ejercía era medida y sin malicia.

– No creo que hayas estado especialmente violento.

– ¿No? Pues a mí me lo ha parecido. -Se encogió de hom-bros-. Debe ser que no estoy demasiado acostumbrado a lan-zar contra el suelo a mujeres que no pesan ni la mitad que yo.

Estaba claro que a Tanek no le gustaba aquello. Detrás de su máscara fría, detestaba haber tenido que hacerle daño.

– Yo te pedí que lo hicieras.

– Exacto. -Se acercó y le cogió la mano-. Y, ya que me lo pediste… No pude negarme. -Acercó la mano de Nell a sus labios-. Como no puedo negarme a obsequiarte matando a Maritz de un soplido. -Le dio la vuelta a la mano y le dejó un beso en la palma-. Con mis propias manos.

La cogió desprevenida. Le miró, sin poder apartar la mi-rada de sus ojos. Tenía los pelos de punta, se sentía sin alien-to, como antes de aprender a caer adecuadamente en la colchoneta.

– ¿No te satisface más pintar que asesinar a un hombre, Nell? -le preguntó tranquilamente.

Le soltó la mano y salió del gimnasio.

* * *

Al día siguiente, Michaela trajo consigo grandes cajas de cartón del Barra X.

Nell estaba sentada en su taburete habitual, tomando apuntes, cuando las descubrió en un rincón. Las tapas esta-ban abiertas y parecían estar llenas de tejidos.

– ¿Qué es eso?

Michaela miró un momento las cajas.

– Unas ropas viejas que tengo que llevar a Lasiter esta tarde. La Sociedad Vasca de Ayuda organiza una subasta de caridad este sábado. Tengo que meterlas en la furgoneta. Iba a repasarlas esta mañana para ver si necesitan algún remien-do. -Se encogió de hombros-. Los niños son muy brutos con la ropa.

– ¿Los niños?

– Tengo dos nietos. ¿No te lo había dicho?

¿Michaela era abuela? Era difícil creerlo. No podía ima-ginársela con un nieto sobre las rodillas.

– Un niño y una niña de mi hija Sara -explicó Michaela-. Seis y ocho años. Ven, deja ese bloc a un lado y ayúdame a llevar las cajas a la furgoneta.

Nell, obediente, dejó el bloc de dibujo sobre la barra de la cocina y la siguió.

– Tú coge ésa. -Michaela le dio una de las cajas-. La fur-goneta está en el patio. -Cargó con la otra caja y la sacó de la cocina.

Nell esbozó una mueca mientras la seguía. Michaela ha-cía mejor de general que de abuela. Se la imaginaba perfec-tamente reuniendo sus tropas y…

Algo había caído de la caja. Se detuvo para recogerlo.

Era una zapatilla de tenis, una zapatilla de tenis roja, muy pequeña.

Una zapatilla de niño. ¿Cuántas veces había recogido zapatillas como ésta y, después de haber metido a Jill en la cama, las había tenido que colocar en el armario?

No podía recoger aquella zapatilla.

Sólo podía mirarla.

Jill

– Apresúrate, tengo que vigilar el horno. -Michaela la llamaba, impaciente.

Nell se obligó a arrodillarse y recoger la zapatilla. Se quedó allí, agachada, con la zapatilla en la mano. El tacto era tan agradable, tan… familiar.

– Dios mío -susurró. Y empezó a mecerse, con aquella diminuta zapatilla contra su pecho, adelante y atrás-. No… no… no…

– ¿Qué es lo que te…? -Michaela apareció en el umbral. Vaciló un instante y fue hacia ella-. Ah, se te ha caído una zapatilla. -La cogió y la metió en la caja-. Ya la cojo yo. Ve a lavarte la cara. Te has tiznado de carboncillo mientras dibu-jabas. -Salió de la habitación a zancadas, con la última caja.

Lentamente, Nell se puso en pie y se dirigió hacia el baño. No tenía la cara sucia. Sus mejillas estaban surcadas por las lágrimas. Estúpida. Desesperarse por una zapatilla. Cuando soñaba, perdía el control de sus sueños, pero creía que podía mantenerlo mientras estaba despierta, que se esta-ba haciendo más impermeable, que incluso empezaba a cu-rarse. ¿Acaso sería siempre así, durante el resto de su vida?

– No te quedes todo el día ahí-la apremió Michaela, al otro lado de la puerta-. Necesito que me ayudes a pelar patatas.

Michaela nunca le había pedido ayuda para hacer la comi-da. Consideraba que la cocina era de su dominio exclusivo. Había fingido no darse cuenta de aquel momento de debilidad de Nell, y ahora intentaba mantenerla ocupada. La amabili-dad se presenta, a veces, bajo las formas más insospechadas.