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– No parece usted…

– Me gusta la soledad. Crecí en Hong Kong, siempre ro-deado de gente. Cuando pude elegir, opté por el aislamiento.

– Lo siento; no es asunto mío.

– No se preocupe. No tengo nada que ocultar.

De repente, a Nell le pareció que sí tenía qué ocultar, y mucho. Bajo su aspecto tranquilo, escondía sin duda un sin-fín de cosas.

– ¿De qué trabajo se retiró?

– Tenía negocios -y preguntó-: ¿Qué puerta es?

– ¡Ah! La última de la izquierda.

Atravesó velozmente el pasillo y se detuvo frente a la puerta.

– Gracias. No era necesario, pero…

Él ya había abierto la puerta y estaba entrando, ante el asombro de ella.

La camarera griega rápidamente se incorporó en su silla.

– Puede retirarse -le dijo Nicholas Tanek en griego-. La llamaremos si la necesitamos.

La criada salió de la suite y cerró la puerta.

Nell lo miraba fijamente, aturdida.

Tanek le sonrió.

– No se alarme. Mis intenciones son de lo más honesto -le guiñó un ojo-. Bueno, a menos que considere usted des-honesto escaparse de una fiesta aburridísima. La he visto en la puerta, huyendo también, y necesitaba una excusa razo-nable para desaparecer durante un rato.

– Mamá, ¿has traído el…? -Jill se detuvo junto a la puer-ta, mirando a Tanek-. ¿Y tú quién eres?

Él le dedicó un educado saludo, inclinando la cabeza.

– Nicholas Tanek. Tú eres Jill, ¿verdad?

Ella asintió con cautela.

– Entonces esto es para ti. -Y le enseñó la bandeja, con una especie de reverencia-. Miel y ambrosía.

– Yo quería pastel de chocolate.

– Creo que también tenemos de eso -dio un paso hacia ella-. ¿Dónde vamos a sentarnos?

Jill lo estudió un momento, y se decidió a responder.

– Mamá y yo vamos a hacer un picnic. He puesto la manta en el suelo.

– Una idea excelente. Está claro que nos llevas ventaja en cuanto a intendencia. -Empezó a disponer los platos de pa-pel sobre la manta y dijo, por encima del hombro-: Ha olvidado las servilletas. Tendremos que improvisar. -Desapare-ció hacia el baño y volvió al cabo de un minuto con un montón de pañuelos de papel y dos toallas de mano con encajes-. Madame, ¿me permite? -Rodeó el cuello de Jill con la toalla de mano y se la ató por detrás.

Jill soltó una risita.

Nell sintió una oleada de celos al ver que Jill estaba di-virtiéndose con las atenciones de un extraño. Se suponía que este momento era para estar a solas con su hija, y aquel hombre lo estaba fastidiando todo.

– Gracias por ayudarme a traer la bandeja, señor Tanek -le dijo educadamente-. Sé que está deseando volver a la fiesta.

– ¿De veras lo cree? -Se volvió y, al ver el rostro de ella, su sonrisa se esfumó. Asintió lentamente-: Sí, quizá debería bajar -inclinó la cabeza hacia Jill-, pero esperaré para retirarle la bandeja, madame.

– No se preocupe -dijo Nell-, la camarera lo hará por la mañana.

– Insisto. Esperaré en la salita. Llámenme cuando hayan acabado. -A grandes zancadas, salió del dormitorio.

– ¿Quién es? -preguntó Jill en un susurro, con la mirada fija en la puerta medio abierta.

– Sólo un invitado.

Estaba sorprendida de que Tanek hubiera renunciado con tanta facilidad. Bueno, no había sido una rendición del todo. Estaba claro que él no quería volver abajo y que estaba usando la suite como asilo. ¿A quién estaba evitando? Una mujer, probablemente. Era el tipo de hombre que de-bía de tener un montón de mujeres persiguiéndolo. Bueno, no le importaba cuánto rato estuviera allí si se mantenía apartado y no las molestaba.

– Me gusta -dijo Jill.

Nell no lo dudaba. Tanek la había hecho sentir, en aque-llos breves minutos, como una emperatriz.

Entonces, la mirada ansiosa de Jill se quedó prendida de la copa de cristal, e instantáneamente se olvidó de Tanek.

– ¿Es vino?

– Champán. -Nell se dejó caer en el suelo y cruzó las piernas-. Como usted ordenó.

Una sonrisa radiante iluminó la cara de la pequeña.

– Lo has traído.

– Es una fiesta privada, ¿no? -Le pasó la copa-. Un sorbito.

Jill bebió un buen sorbo y después hizo una mueca:

– Es ácido. Pero hace cosquillas y da calorcito cuando te lo tragas. -Fue a beber otra vez-. Jean Marc dice que…

Nell rescató la copa.

– Ya es suficiente.

– De acuerdo -Jill cogió el pastel-, pero si esto es una fiesta, deberíamos tener música.

– Cierto. -Nell se arrastró hasta la mesita de noche, co-gió la caja de música y le dio cuerda. La puso sobre la man-ta, y madre e hija miraron a los dos osos panda bailando len-tamente, girando al son de la música-. Mucho mejor que la orquesta de abajo.

Jill se acercó más y levantó el brazo de Nell para acu-rrucarse debajo. Mientras iba comiendo el pastel, no deja-ban de caer trocitos sobre el vestido de encaje azul de Nell. Sabía que antes de que su hija acabara, ambas estarían cu-biertas de crema de chocolate.

No le importaba. Al infierno con el vestido. Sus brazos rodearon con más fuerza el cuerpo tibio y menudo de su hija. Los momentos como aquél eran únicos y preciosos.

Y podía ser que aún se hicieran menos frecuentes.

No, Nell no les dejaría hacerlo. Richard estaba equivo-cado y ella tenía que convencerlo de que Jill la necesitaba.

Pero ¿qué pasaría si no lo podía convencer?

Entonces tendría que discutir, pelearse con él. Sintió el pánico y desesperación al pensarlo. Cada vez que Nell no estaba de acuerdo con Richard, él la hacía sentir poco razo-nable y cruel. Richard siempre estaba seguro de todo, y ella nunca de nada.

Excepto de que era un error obligarla a confiar a su hija a una absoluta desconocida.

– Me estás apretando demasiado fuerte -dijo Jill.

Nell suavizó el abrazo, pero siguió manteniendo a Jill muy cerca.

– Lo siento.

– No pasa nada -la disculpó, con la boca llena de pastel. Y se acurrucó contra ella-. No me has hecho daño.

No había elección. Encontraría la fuerza donde fuera, pero debía enfrentarse a Richard.

* * *

Había venido para nada, pensó Nicholas disgustado mien-tras miraba hacia abajo cómo las olas rompían sobre el acan-tilado. Nadie querría matar a Nell Calder. Y no parecía tener mayor conexión con Gardeaux que aquel elfo de gran-des ojos al que ahora ella estaba alimentando con pasteles y amor.

Si había algún objetivo allí, probablemente sería Kavinski. Como jefe de un emergente estado ruso, tenía tanto po-der para ser una buena fuente de ingresos como para ser una extra molestia para Gardeaux. Nell Calder jamás represen-taría un peligro para nadie. Él conocía las respuestas a todas las preguntas que le había hecho, pero le interesaba ver sus reacciones. La había estado observando toda la tarde y esta-ba claro que era una mujer buena y tímida, absolutamente atemorizada, incluso ante aquellos tiburones de pacotilla de la planta baja. No podía imaginársela con suficiente influen-za para merecer ser sobornada, y nunca sería capaz de con-vertirse en un digno rival para Gardeaux.

A no ser que fuera más de lo que aparentaba. Posiblemente. Parecía tan dócil como un cordero, pero con las suficientes agallas para echarlo del dormitorio de su hija.

Todo el mundo lucha si en la batalla se decide algo im-portante. Y, para Nell Calder, era importante no compartir su hija con él. No, la lista tenía que significar otra cosa. Así que, cuando volviera a bajar, se pondría cerca de Kavinski.

Allá vamos, arriba, arriba, hacia el cielo tan azul. Allá vamos, abajo, abajo, a tocar la rosa roja.

Ella estaba cantándole a la niña. A Tanek siempre le ha-bían gustado las canciones de cuna. Cada una de aquellas melodías, tan repetitivas, era una especie de cántico que transmitía seguridad, y eso era algo de lo que él nunca había podido gozar en su vida. Desde el amanecer de los tiempos, las madres han cantado para sus hijos y, probablemente, és-tos seguirán haciéndolo para los suyos dentro de miles de años…