– Toma.
Joel se encontraba allí de nuevo, con una taza para ella. Debía haber estado mirando por la ventana más tiempo del que había pensado. Cogió la taza.
– Estás pálida como una lápida -dijo Joel-. No deberías haber venido. Ha sido demasiado para ti.
– El está libre -susurró.
– Ya no puede hacerte daño. Ni siquiera creen que siga en el país.
– Nell no está segura de dónde está. Dice que quizá ten-ga que atraerlo hacia ella.
– Debería dejárselo a la policía.
– La policía no puede detener a gente como ésa. Ellos sólo piensan en seguir matando y matando…
– No es ninguna clase de demonio sobrenatural, Tania. Es un hombre.
A ella le había parecido un demonio. Joel no lo entendía. Pero Nell sí. Ella se había enfrentado al monstruo y conocía su poder.
Se volvió de nuevo hacia la ventana.
– Le odio.
La mano de Joel apretó cariñosamente su hombro.
– Phil era un buen chico.
– No sólo porque mató a Phil. Me hizo tener miedo. Pensaba que yo ya había sentido terror antes, pero nunca como con él -se estremeció-. Todavía ahora estoy asustada.
– ¿Quieres que nos vayamos de aquí? Venderemos esto Y nos iremos.
– ¿Y permaneceremos escondidos durante el resto de nuestras vidas? Eso le encantaría. Sería una victoria para él.
– Entonces, ¿qué quieres hacer?
Parecía como si el invierno que rugía fuera, de repente hubiera invadido la habitación. Cruzó los brazos para pro-tegerse del frío.
– No lo sé. -Permaneció un momento en silencio-. Nell no está segura de si podrá conseguir que Maritz vaya tras ella.
Joel se puso tenso.
– No me gusta el camino que está tomando esta conversación.
– Pero seguro que vendría por mí.
– No -contestó Joel cansado.
– Con Nell fue sólo un trabajo, pero, mientras me ace-chaba, se fue involucrando conmigo. Deberías haber visto su cara cuando comprendió que no tenía tiempo suficiente para matarme antes de que los guardias de seguridad llega-sen. Nunca he visto una expresión de frustración tal. -Son-rió amargamente-: Oh, sí, vendría por mí.
Joel sacudió a Tania para que lo mirase.
– He dicho que no.
– No me gusta estar asustada. Desde que le tengo miedo, siempre está presente, vive conmigo.
– ¿Me has oído? No vas a ir. No voy a dejar que te alejes de mi vista.
– ¿Qué ocurrirá si desaparece? Me pasaré el resto de mi vida mirando por encima de mi hombro. -Su expresión se tornó dura-. No va a ganar, Joel. No dejaré que gane.
– Por Dios, esto no es un juego.
– Lo era para él.
Joel la atrajo hacia sí de un tirón.
– Cállate, no quiero perderte. ¿Me oyes? No vas a ir a ninguna parte.
Tania se recostó contra Joel.
«Eso es, Joel, quiéreme contigo. Protégeme del frío. Mantenme a salvo. No me dejes ir.»
La vivienda que encontró Jamie para ellos era una pequeña casita en la costa. Estaba situada encima de un gran acantila-do, mirando al Atlántico y la escarpada costa.
– ¿Te molesta? -le preguntó Nicholas a Nell-. Jamie probablemente no lo pensó.
Jamie masculló una exclamación de sorpresa.
– No me molesta.
Era verdad; estar allí, de pie, en lo alto de aquel acantila-do barrido por el viento no la incomodaba. Era completa-mente diferente al balcón adosado de Medas. Quizá ya había pasado suficiente tiempo y su dolor se había apaciguado. Nell se volvió y fue en dirección a la casita. Limpia, acoge-dora, y decorada sin pretensiones.
Jamie la siguió.
– Soy un estúpido. ¿Me perdonas?
– No hay nada que perdonar. El lugar es agradable.
– Muy bien. Tendrás que disfrutar de la brisa del mar tú sola durante unos días. Nick y yo tenemos que volver a París.
Se volvió rápidamente para encararse a él.
– ¿Para qué?
– Pardeau, el contable de Gardeaux. Nick quiere ver qué puede averiguar por ese flanco.
Nunca se tiene una póliza de seguro que lo cubra todo, le había dicho Nicholas.
– ¿Qué pasará con Maritz?
– Mientras estemos allí, consultaremos unas cuantas fuentes -dijo Nicholas desde la puerta-. Aquí estarás a sal-vo. Nadie puede reconocerte y Jamie fue muy cuidadoso en asegurarse de que este sitio fuera seguro. Te he dejado ano-tado el número de teléfono del coche en el bloc que está en-cima de la barra.
– ¿Por qué no puedo ir con vosotros?
– Por la misma razón que nos hemos trasladado aquí. No quiero que te reconozcan. Una vez empecemos a inves-tigar, Gardeaux sabrá que estoy en París. Si te vieran conmi-go, sacarían conclusiones y nuestra ventaja desaparecería. ¿Lo encuentras razonable?
– Sí -dijo Nell lentamente-. ¿Cuándo volveréis?
– Dentro de uno o dos días. ¿Puedo confiar en que te quedarás aquí?
– ¿Por qué me iba a ir si todavía no sé dónde está Maritz?
– Prométemelo.
– Me quedaré aquí. ¿Satisfecho?
Nicholas sonrió como un truhán.
– Demonios, no. He olvidado lo que es estar satisfecho. -Se volvió-: Vamos, Jamie.
– Id con cuidado -dijo Nell impulsivamente.
Nicholas arqueó una ceja.
– ¿Preocupada? ¿Significa eso que estoy perdonado?
– No, pero nunca he dicho que deseara que te hirieran.
– Entonces, tendré que mostrarme agradecido por los pequeños dones.
Nell fue hasta la puerta para contemplar cómo se iban. El Volkswagen aceleró por la tortuosa carretera de dos ca-rriles y, en unos minutos, estuvo fuera de su vista.
Se había quedado sola.
La soledad le sentaría bien, se dijo. Le permitiría pensar, hacer un plan. No había estado realmente sola desde hacía meses. Nicholas siempre estaba a su lado, hablándole, enseñándole cosas, haciéndole el amor… No, amor, no. Sexo. Nunca habían hablado de amor entre ellos.
Pero, a veces, se había parecido al amor.
Por esa razón, era bueno que hubiera terminado aquella relación. Ella y Nicholas eran tan diferentes como la noche al día. Él había dejado bien claro lo que quería de ella, y no era precisamente un compromiso. No había futuro con un hombre como él.
¿Futuro?
Por primera vez se dio cuenta de que estaba pensando más allá de Maritz. ¿Era un signo de que estaba empezando a curarse?
Posiblemente. Era demasiado pronto para decirlo, pero, si se había curado, se lo debía tanto a Nicholas como al paso del tiempo.
Nicholas le había mentido, le había hecho daño y la ha-bía curado.
Estaba pensando demasiado en Nicholas. Quizá fuera más seguro no pensar en él en absoluto.
Capítulo 16
– Pardeau está muerto de miedo -dijo Jamie en cuanto vol-vió a subir al coche estacionado frente al 412 de la calle San Germain-. No será fácil.
– ¿Dinero? -preguntó Nicholas, mientras ponía el coche en marcha y se dirigía hacia el Sena.
– Le tienta, pero ha oído lo que le pasó a Simpson. Dice que Gardeaux sabe que he estado en contacto con él y que no quiere que vuelva nunca más por aquí. -Meneó la cabe-za-. Creí que podría conseguirlo la última vez que hablé con él, pero algo ha cambiado. Está muy, muy nervioso.
– ¿Por qué?
Jamie se encogió de hombros.
– Bueno, en realidad, no estoy seguro. Todo lo que dice es que ahora no puede, de ninguna manera, entregarnos los archivos. Y que no importa dónde le escondamos, porque Gardeaux nunca dejaría de buscarlo.
– Entonces, ¿qué ha pasado? -Nicholas respondió él mismo a la pregunta-: Pardeau ha estado recibiendo una in-formación que podría causar mucho más daño a Gardeaux que mostrar simplemente sus transacciones habituales.
– Es lo que sospechaba. -Jamie sonrió-. Pero nos ha procurado una pequeña información que quizá te interese. A Pardeau, hace dos días, le ordenaron que suprimiera la cuenta de Maritz. Gardeaux dijo que ya no lo tenía en nó-mina.