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Hubo un silencio.

– No vas a salirte con la tuya, Tanek, ya lo sabes. Te has superado a ti mismo, y mereces un castigo. He decidido que debes acabar como tu amigo O'Malley. ¿Recuerdas cuánto sufrió?

No podía olvidarlo.

– Nos veremos dentro de pocos días, Gardeaux. A las once en punto.

Colgó el teléfono y se volvió hacia Jamie.

– Todo arreglado.

– Espero que sepas lo que estás haciendo.

– Yo también.

* * *

Gardeaux se había quedado sentado, mirando el teléfono. No había ningún motivo por el que preocuparse; tenía todas las cartas en la mano.

Pero Tanek era un hombre obsesivo y, si no encontraba un modo de destruirle por completo, al menos haría todo el daño del que fuera capaz. La amenaza de ponerlo en una si-tuación embarazosa ante sus invitados le había causado cierta intranquilidad. Se había construido una imagen de hom-bre poderoso y de prestigio en Bellevigne. Si Tanek decidía atacarle y desenmascararlo, la situación corría el peligro de hacerse insostenible para él.

Tonterías. Si su plan funcionaba, se libraría de Tanek antes de que pudiera abrir la boca. E incluso si no funciona-ba, Gardeaux podía negar las acusaciones, tomárselas a bro-ma, decir que Tanek estaba borracho o loco.

Pero Tanek era un hombre muy convincente y, además, el más ligero asomo de problema podía contrariar a aquellos bastardos paranoicos de Medellín. Dirían que se había be-neficiado a costa de ellos. Como cabeza visible, como jefe, su imagen debía ser inmaculada.

Tenía que protegerse. Seguro que había un modo de neu-tralizar el daño que Tanek pudiera causar a su reputación.

Descolgó el auricular y marcó un número a toda prisa.

28 DE DICIEMBRE

– Mira, Joel. ¿A que es un echarpe precioso? -dijo Tania. El echarpe, de seda, estampado con motivos egipcios, estaba expuesto en el escaparate de una pequeña tienda-. Me gustan las cosas egipcias. Tienen una especie de encanto eterno.

– Ya. Pero nuestra reserva en el restaurante no dura toda la eternidad. Sólo van a esperarnos cinco minutos más. -Joel sonrió con indulgencia-. Te has parado en todas y cada una de las tiendas por las que hemos pasado, y no has dejado que te compre nada.

– A mí no me hace falta «tener». «Mirar» también me contenta. -Se agarró del brazo de Joel-. Creo que habrías quedado perfecto en el antiguo Egipto. Tenían muchos conocimientos de cirugía, ¿sabes?

– Prefiero el instrumental y los medicamentos mo-dernos.

– Bueno, claro que no me gustaría que me operaran el cerebro sin una anestesia potente, pero hay algo que…

Tania cortó la frase y Joel la miró inquisitivamente:

– ¿Qué?

Ella sonrió.

– Creo que debo quedarme ese echarpe. ¿Entras tú y me lo compras, por favor? Quiero mirar los bolsos que tienen en la tienda de al lado.

Joel meneó la cabeza con resignación.

– No vamos a llegar a tiempo.

– Sí llegaremos. Te prometo que no me pararé delante de ningún otro escaparate de aquí al restaurante.

– Promesas, promesas.

Joel entró en la tienda.

La sonrisa de Tania se desvaneció.

Él estaba allí, observándola.

Sin duda. Su instinto se lo decía a gritos, y no iba a co-meter el error de desconfiar de ello. Esta vez no.

Se permitió echar una mirada por encima del hombro.

No esperaba verle. Maritz era muy bueno haciéndose invisible.

Pero Tania sabía que a él le gustaba comprobar que su presencia no pasaba inadvertida. Le gustaba verla sudar, sa-ber que tenía miedo.

Tania debía encontrar el equilibrio: dejar que Maritz disfrutara e impedir que Joel supiera que aquel hombre ha-bía vuelto a aparecer.

Fue hacia la tienda de bolsos y miró el escaparate.

Echó otra rápida mirada por encima del hombro.

«¿Te gusta, bastardo? Prepárate. Esta vez será dis-tinto.»

* * *

– Me estás asustando -dijo Nell.

– Todavía no hay nada que temer. Voy con mucho cui-dado, y él no tiene prisa. Quiere saborearlo -repuso Tania-. ¿Ya tienes el lugar?

– La casita junto al mar que alquiló Nicholas. Está bas-tante aislada y será muy tentadora para Maritz. Jamie y Ni-cholas todavía están allí, pero eso va a cambiar pronto. -Le dio a Tania la dirección y le indicó la manera de llegar has-ta allí-. ¿Estás segura de que Maritz ya está cerca? No le has visto.

– Estoy segura. No necesito verle. Está tan cerca que pa-recemos siameses. Te llamaré cuando esté listo para caer en la trampa.

– Pasado mañana me voy a Bellevigne.

– Es verdad, casi es Nochevieja. Feliz Año Nuevo, Nell.

30 DE DICIEMBRE, PARÍS

– Estás más delgada -le dijo Nicholas tan pronto como ella le abrió la puerta-, ¿Has estado enferma?

Ella sacudió la cabeza:

– Al parecer, «tenía sobrepeso» y tuve que perder unos kilos. Madame Dumoit debería haberme visto antes de lo de Medas. -El aspecto de Tanek no había cambiado: fuerte, ágil, en forma.

Él levantó una ceja:

– ¿Puedo pasar?

– Oh, claro que sí. -Rápidamente, Nell se hizo a un lado. Se había quedado plantada ante él, mirándole como si fuera la primera vez que veía a un hombre-. No estaba segura de que vinieras esta noche.

Él se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre una silla.

– Te dije que vendría.

– Eso fue hace un mes.

– Ambos hemos estado ocupados. Pero no iba a dejar que te fueras sin un plan. ¿Hay café?

– Recién hecho. -Nell se acercó a la barra de la cocina y sirvió un par de tazas-. ¿Tienes noticias del rancho?

– Llamé a Michael la semana pasada. Peter está bien. Se ha mudado al Barra X definitivamente. Le dije a Michaela que le diera muchos recuerdos de tu parte.

– ¿Cómo está Jamie?

– Bien.

– ¿Todavía sigue en la casita?

– No. Ha venido a París conmigo. Se aloja en el Inter-continental.

Ella le alcanzó una taza.

– ¿Irá contigo a Bellevigne?

Tanek sacudió la cabeza.

– No pude llegar a ese acuerdo con Gardeaux. Iré a Bellevigne solo. -Se inclinó hacia Nell-. Exceptuando su com-pañía, madame.

Cogió la cafetera y se la llevó a la sala. Fue hasta la chi-menea y echó un vistazo al hogar.

– ¿Gas? -Ella asintió y él se agachó para encender el fal-so montón de troncos-. Así está mejor. Odio las noches frías y húmedas.

Nell asintió de nuevo. ¿Por qué se sentía tan extraña?

No podía apartar los ojos de Nicholas.

– Siéntate -la invitó.

Nell tomó su taza y le siguió hasta el sofá, frente al sí-mil de hoguera. Ahora ya sabía qué le pasaba. Le había echado de menos.

– Jamie me informó de que Tania está aquí.

Nell se puso tensa.

– No me digas que está en París.

– ¿No os habéis visto?

– No es fácil. Está pasando su luna de miel.

El la miró fijamente y ella se sintió aún más tensa. Algu-nas veces, había notado que Tanek podía leerle el pensa-miento. Y no debía permitir que lo hiciera ahora. Él cambió de tema:

– ¿Cuándo es el desfile de moda de Dumoit?

Nell intentó disimular la sensación de alivio.

– A la una del mediodía. Nos van a llevar a Bellevigne mañana por la mañana, a primera hora. Después del desfile, tenemos que mezclarnos con los invitados y lucir los mode-los de Dumoit.

– ¿Durante el resto del día?

Ella asintió.

– Y nos cambiaremos de vestido para la fiesta, al atar-decer.

– Bien.

Tanek se arrodilló junto a la chimenea, sacó un papel do-blado del bolsillo de su abrigo y lo desplegó sobre el suelo.

– Esto es un plano de Bellevigne. -Señaló con el dedo el centro del detallado esquema-: Éste es el edificio principal, donde se va a desarrollar la mayor parte de la fiesta. Yo llegaré a las once de la noche. Y se supone que será el momen-to de mayor apogeo. -Indicó entonces, con unos golpecitos, el rectángulo dibujado al lado-: Y esto es el auditorio priva-do donde se celebran torneos y campeonatos de esgrima. La última es a las tres de la tarde, y los premios se entregan a las seis, así que, al atardecer, estará vacío.