La canción se acabó entre suaves risitas y murmullos que no pudo entender.
Unos minutos más tarde, Nell salió del dormitorio y ce-rró la puerta. Estaba sonrosada, radiante, con una expresión tan tierna como la mantequilla fundida.
– Nunca había oído esa canción de cuna -dijo Tanek.
Nell reaccionó entre sorprendida y alarmada, como si se hubiera olvidado de que él todavía estaba ahí.
– Es muy antigua. Mi abuela solía cantármela.
– ¿Ya está dormida su hija?
– No, pero pronto lo estará. Le he puesto la caja de música otra vez. Normalmente, se duerme antes de que la músi-ca acabe.
– Es una niña muy bonita.
– Sí -una luminosa sonrisa transformó de nuevo su ros-tro, tan corriente, en radiante-. Sí, sí que lo es.
Él la miró, intrigado. Descubrió que quería que ella mantuviera aquella sonrisa en su cara.
– ¿Y lista?
– A veces demasiado. Su imaginación puede ser un pro-blema. Pero siempre es razonable y puedes hablar con ella y… -Se detuvo, frenando su apasionamiento-. Pero seguro que todo esto no le interesa y no quiero aburrirle. He olvi-dado la bandeja. Volveré por ella.
– No se preocupe. Quizá despierte a Jill. La camarera puede recogerla por la mañana.
Ella lo miró a los ojos.
– Eso es lo que yo le he dicho antes.
Él sonrió.
– Pero entonces no la he querido escuchar. Ahora me parece perfectamente lógico.
– Porque es lo que quiere usted hacer.
– Exactamente.
– Yo tengo que bajar también. Aún no he saludado a Kavinski. -Fue hacia la puerta.
– Espere. Creo que primero querrá quitarse todo ese chocolate del vestido.
– Maldita sea. -Frunció el ceño al ver las manchas en la falda-. Ya no me acordaba. -Se volvió hacia el baño y le dijo a Tanek, secamente-: Váyase. Estoy segura de que no voy a necesitar su ayuda en esta ocasión.
Él dudó.
Ella le dirigió una mirada directa por encima del hom-bro.
No tenía una excusa para quedarse, aunque ese pequeño detalle no era suficiente para hacerle desistir.
Pero tampoco tenía una razón. Había sobrevivido en demasiadas ocasiones gracias a su instinto para no creer en el ahora, y aquella mujer no era ninguna clase de objetivo para nadie. Debería estar vigilando a Kavinski.
Se dirigió hacia la puerta.
– Le diré a la camarera que la está esperando.
– Gracias, muy amable -respondió Nell automáticamen-te mientras entraba en el cuarto de baño.
Buenas maneras, sin duda inculcadas desde la infancia. Lealtad. Amabilidad. Una buena mujer cuyo mundo se cen-aba en aquella dulce criatura. Definitivamente, él no tenía nada que investigar allí.
La camarera no estaba esperando en el pasillo. Tendría que enviar a uno de los sirvientes de la planta baja.
Cruzó con rapidez el pasillo y empezó a bajar las esca-leras.
Disparos.
Venían de la sala de baile.
Mierda.
Tanek se lanzó a la carrera escaleras abajo.
Explosiones.
Fuegos artificiales, pensó Nell, ausente. Sally le había dicho que habría una exhibición de fuegos artificiales para coronar la velada. Había estado en la habitación más tiempo del que creía. A Sally no le iba a gustar.
La mancha no era muy difícil. Gracias a Dios por el mi-lagro del agua con gas. Se había temido tener que cambiar-se de vestido. Con mucho cuidado, limpió el rastro de cho-colate.
Oyó un portazo en la salita.
La camarera. ¿Cómo se llamaba? Hera.
– Estoy en el cuarto de baño. Me voy dentro de un mo-mento, Hera. Estoy intentando limpiar mi… -Levantó la mirada.
En el espejo, un rostro, tembloroso, pálido y distorsio-nado.
– ¿Qué…?
El reflejo del acero, un brazo alzándose.
Un cuchillo.
Nell se volvió, al tiempo que el cuchillo descendía.
Dolor.
El cuchillo fue extraído de su hombro y cayó de nuevo.
Debía de ser un ladrón.
– No… Le daré las joyas. Por favor.
La hoja penetró otra vez, hiriendo la parte superior de su brazo. Pudo ver los labios de su atacante mostrando, a través de una media, los dientes. No era un ladrón. Estaba disfrutando, comprendió horrorizada. Estaba jugando con ella. Le gustaba ver su expresión de dolor, verla indefensa.
La sangre descendía por su brazo, y el dolor era tan intenso que se estaba mareando.
¿Por qué hacía aquello, quien fuera?
Iba a morir.
Jill.
Jill estaba en la otra habitación. Si Nell moría, no la po-dría proteger del atacante.
El volvía a levantar el cuchillo.
Nell le dio un rodillazo en la ingle.
El intruso gritó de dolor y se dobló por la mitad.
Nell lo empujó para pasar. Sus cuerpos se rozaron lige-ramente, y notó una extraña sensación, como si él estuviera excitado. Se dirigió, tambaleándose, hacia la salita. Le tem-blaban las rodillas. Iba a caerse.
– Puta. -Estaba justo al lado de ella.
Tenía que haber tenido un arma. No tenía ninguna.
De un tirón, desenchufó la lámpara de la mesita que es-taba junto a ella. Y se la lanzó.
El la repelió con un brazo. Continuó avanzando ha-cia ella.
Ella se alejó de él, caminando de espaldas. ¿No dicen que la mejor defensa es gritar?
Gritó.
– Sigue. Nadie te va a oír. Nadie te ayudará.
Estaba en lo cierto. Los fuegos artificiales y los chillidos de la planta baja eran demasiado fuertes.
Estaba de pie cerca de las puertas del balcón. Arrancó una cortina de seda beige y se la lanzó por encima. Oyó cómo la maldecía mientras ella lo esquivaba…
Sí, casi lo esquivó.
El consiguió librarse de la cortina a tiempo para agarrar-la por el brazo y arrojarla al suelo. Levantó el cuchillo de nuevo.
Nell se incorporó y le golpeó en el estómago con la ca-beza.
El dejó, por un momento, de asirla con tanta fuerza, y ella aprovechó para liberarse de un tirón.
– Mamá.
Oh, Dios mío, Jill estaba de pie junto a la puerta del dormitorio.
– No te acerques, cariño.
El balcón. Si pudiera atraerlo a fuera, al balcón, Jill po-dría escapar.
Lanzó un puñetazo que impactó en la mejilla del hom-bre. Rápidamente, se dio la vuelta y salió al balcón.
Él la siguió.
– Corre, Jill. Ve con papá.
Jill estaba llorando. Quería consolarla.
– Vete, cariñ…
El cuchillo. Penetrando. Dolor.
Atácalo.
No, no desfallezcas.
Golpéalo. Hiérelo.
Dale tiempo a Jill para que escape.
Corre.
No hay escapatoria.
La balaustrada de piedra dura y fría contra su espalda.
Hazlo caer. Lo haría caer del balcón. Desesperadamen-te, lo cogió por los hombros e intentó girarlo.
– Ah, no, estúpida puta.
Él se liberó y la propulsó por encima de la balaustrada.
Nell gritaba.
Estaba cayendo.
Se estaba muriendo.
Nicholas se abría paso entre los invitados que, aterrori-zados, literalmente brotaban desde el salón hacia el ves-tíbulo.
Agarró del brazo a Sally Brenden, al cruzarse con ella.
– ¿Qué ha pasado?
– Suélteme. -Sus ojos reflejaban puro terror-. Es una lo-cura. Los han matado. Es una locura.
La asió con más fuerza.
– ¿Quién ha disparado?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -Se volvió hacia un hom-bre grande que estaba saliendo del salón de baile-: ¡Martin!
Martin Brenden estaba pálido y sudoroso.
– Kavinski está herido. Y otros dos. Y he visto que Ri-chard se desplomaba. Han disparado a Richard.