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El asintió.

– Los virus no son nada anodinos. No pueden pasarse por alto en un microscopio.

– ¿Y qué vamos a hacer si está muy extendida?

Tanek esquivó la pregunta.

– No alardeemos de la cantidad de microbios antes de…

– Cállate -la voz le temblaba-. No te atrevas a bromear en estas circunstancias.

– De acuerdo -sonrió-, nos limitaremos a esperar.

El médico no volvió al cabo de cinco minutos. Les hizo esperar un cuarto de hora y, al entrar en la habitación, frun-ció el ceño.

– Ya está. Todo normal. Una total pérdida de tiempo. Espero que estén satisfechos.

Nell le miró fijamente, sin dar crédito.

– ¿Completamente normal? -preguntó Nicholas.

– Completamente normal.

Tanek se reclinó en la almohada.

– Gracias a Dios.

– Ahora le recetaré un antibiótico y un sedante suave para las posibles…

– Necesito un teléfono -le espetó Nicholas, volviendo a incorporarse-. En esta habitación no hay ninguno.

– Podrá llamar después de… -miró a Nell y concluyó-: Le diré a la enfermera que le traiga uno. -Y salió de la habi-tación.

– ¿Cómo es posible? -murmuró Nell-. ¿Qué ha pasado? Es un milagro.

– No, no es un milagro. -La enfermera entró con un te-léfono y lo conectó. Inmediatamente, Tanek descolgó y marcó el número de Gardeaux-. Es mucho más sencillo.

* * *

Cuando Gardeaux contestó la llamada, todavía seguía en el auditorio. La fiesta aún continuaba, cuatro horas después, y no parecía que fuera a terminarse todavía.

– ¿Me perdonan un momento? -se disculpó Gardeaux mientras le alcanzaban el teléfono inalámbrico-. Alguien que llama a estas horas de la noche puede necesitar ayuda.

– O quizás otra copa -bromeó el primer ministro-. Dí-gale que se sume a la fiesta. Estamos degustando el mejor vino de Francia.

Gardeaux sonrió y se alejó unos pasos, a una zona más tranquila. Podría haberse negado a contestar la llamada de Tanek, pero quería disfrutar de ese placer.

– ¿Qué hay, Tanek? -le preguntó-. ¿Ya te ha entrado el pánico? No te servirá de nada pedirme ayuda. Sabes perfec-tamente que no hay antídoto.

– Sólo quería decirte que la espada de Carlomagno es falsa.

La rabia invadió a Gardeaux:

– Dirías eso aunque fuera auténtica.

– La fabricó Hernando Armendáriz en Toledo. Puedes comprobarlo.

Gardeaux inspiró profundamente, intentando controlar su enfado.

– En el fondo, eso no tiene importancia. He ganado, sea como sea. Eres hombre muerto. Y ahora, si me disculpas, tengo que volver con mis invitados.

– No te voy a retener mucho más. Sólo quiero añadir que mañana recibirás un informe del Hospital Nuestra Se-ñora de la Merced. -Hizo una pausa-. Y te aconsejo que te eches una miradita en el espejo.

Y colgó.

Gardeaux miraba el teléfono con el ceño fruncido. Ta-nek era demasiado rebuscado. Desde luego que no iba a mi-rarse al espejo. ¿Acaso se suponía que debía verse como un monstruo por lo que había hecho? Había salido triunfante. No había motivo para…

En el espejo del baño, la imagen reflejada era lo que debía ser: la de un hombre poderoso, de éxito, un conquistador. Se volvió y empezó a alejarse. De repente, giró sobre sus talones.

Los pequeños focos del espejo iluminaban el corte que Nicholas le había hecho de un puñetazo en el labio.

Alrededor de la minúscula herida, aparecían los prime-ros signos de una ampolla.

Gardeaux gritó.

* * *

– ¿Coloño? -Nell sacudió la cabeza, incrédula, mientras ayudaba a Nicholas a entrar en el coche, después de aban-donar el hospital-, ¿Gardeaux ha sido infectado con colo-ño? Eso es imposible. No lo entiendo.

– ¿Ha ido todo según lo previsto? -Jamie los miraba des-de el asiento del conductor, con una amplia sonrisa de satis-facción-. ¿Le has dado a ese bastardo su merecido?

– No podría asegurarlo del todo -repuso Nicholas, aco-modándose en el asiento de atrás-. Lo averiguaremos maña-na, pero apuesto lo que sea a que en estos momentos se di-rige al hospital más cercano.

– Pero ¿cómo…? -inquirió Nell.

Nicholas sacó un pañuelo del bolsillo y, con mucho cui-dado, se quitó el anillo de sello que llevaba en el dedo.

– Una versión moderna de los anillos envenenados del Renacimiento. Pensé que sería lo indicado, ya que Gardeaux está tan interesado en todo lo que concierne a esa época. -Envolvió el anillo con el pañuelo y ató las cuatro puntas antes de depositar el hatillo en el cenicero del coche-. Cuan-do recibe un impacto, la inicial grabada en el centro se hun-de ligeramente y permite que el veneno fluya.

Nell sintió un escalofrío ante la idea de que Nicholas había llevado el anillo puesto durante toda la pelea contra los hombres de Gardeaux.

– He ido con mucho cuidado. -Nicholas la miraba; le es-taba leyendo el pensamiento.

– Has tenido mucha suerte -repuso ella-. ¿Y dónde con-seguiste el colono?

– Donde Gardeaux consiguió el suyo. Medellín. A través de Paloma y Juárez.

Paloma y Juárez. Los socios de Sandéquez en el tráfico de drogas.

– ¿Te proporcionaron veneno para matar a uno de los suyos?

– No fue así de fácil. Pasé dos semanas en Medellín, im-paciente, esperando que tomaran una decisión. Pero, de he-cho, el asunto podría haber tenido un final totalmente dis-tinto. Y he tenido que esperar hasta el último momento para saber el desenlace. -Se reclinó, cansado, apoyando la cabeza contra el respaldo del asiento-. Todas las cartas estaban des-cubiertas y yo tenía que hacer una jugada maestra. Pensé que la muerte de Sandéquez podría ser la clave. Así que fui a París y presioné a Pardeau. Él tenía un documento regis-trado del dinero de la recompensa que había pasado del De-partamento Antidrogas de Colombia a manos de Gardeaux. Le dije que me iba a Medellín y que podía escoger entre preocuparse por Gardeaux o por los traficantes de drogas de todo el país. Dejó que me llevara los libros.

– Y tú se los pasaste a Paloma y Juárez para probarles que Gardeaux había asesinado a Sandéquez.

– Y no les gustó. Para ellos, la fidelidad lo es todo. Es su garantía de supervivencia. Si Gardeaux había matado a San-déquez, ¿quién podía asegurar que no pondría en peligro toda la estructura de la organización quitando de en medio a alguno más? Por otro lado, no es una buena política ad-mitir que hay una fractura entre jefes, y Gardeaux les era muy útil. Podrían haber considerado que valía la pena co-rrer el riesgo que representaba seguir manteniéndole en su puesto.

– Pero ¿decidieron que era mejor no correrlo?

– Les dije que me encargaría de todo, que ellos no ten-drían que hacer nada. Si alguien de fuera mataba a Gardeaux, eso solucionaría su primer problema. Dos semanas después, me dijeron que habían decidido contar conmigo. Gardeaux les había encargado una nueva provisión de coloño y ellos iban a encargarse de sustituir el veneno por otro líquido inofensivo. Me dieron el anillo envenenado, me desearon suerte y me mandaron de vuelta.

– ¿Y por qué no me lo dijiste? -preguntó Nell, resentida.

– Porque podía no ser verdad. Existía la posibilidad de que me hubieran enviado a Bellevigne con una sentencia de muerte, de que no hubieran cambiado el veneno por sue-ro. De que no hubiera colono en el anillo. O de que sí lo hu-biera, pero también en la espada de Pietro. Con eso, se ha-brían librado de ambos. Había demasiadas variantes.

– ¿Y por qué me mandaste esconder la pistola si tenías el anillo?

– Era un seguro de vida. Sabía que sus hombres no deja-rían que me acercase a Gardeaux. Por eso quería que corta-ras la luz. Pensaba actuar justo entonces.

Pero ella no pudo darle esa oportunidad.