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Quequén, 5 de febrero de 1942

El dios de los toros

A la memoria del poeta Alexander Pope

I

Con la franqueza viril que lo distinguía, el poeta José Formento no vacilaba en repetir a las señoras y caballeros que concurrían a La Casade Arte (Florida y Tucumán): "No hay fiesta para mi espíritu como los torneos verbales de mi maestro Carlos Anglada con ese dieciochesco Montenegro. Marinetti contra Lord Byron, el cuarenta caballos contra el aristocrático tilbury, la ametralladora contra el estoque." Estos torneos complacían también a los protagonistas, que, por lo demás, se apreciaban mucho. En cuanto supo el robo de las cartas, Montenegro (que desde su casamiento con la princesa Fiodorovna se había retirado del teatro y dedicaba su ocio a la redacción de una vasta novela histórica y a las investigaciones policiales) ofreció a Carlos Anglada su perspicacia y su prestigio, pero le señaló la conveniencia de una visita a la celda 273, donde estaba recluido por el momento su colaborador, Isidro Parodi.

Éste, a diferencia del lector, no conocía a Carlos Anglada: no había examinado los sonetos de Las pagodas seniles (1912), ni las odas panteístas de Yo soy los otros (1921), ni las mayúsculas de Veo y meo (1928), ni la novela nativista El carnet de un gaucho (1931), ni uno solo de los Himnos para millonarios (quinientos ejemplares numerados y la edición popular de la imprenta de los Expedicionarios de Don Bosco, 1934), ni el Antifonario de los panes y los peces (1935), ni, por escandaloso que parezca, los doctos colofones de la Editorial Probeta (Carillas del Buzo, impresas bajo los cuidados del Minotauro, 1939) [2]. Nos duele confesar que, en veinte años de cárcel, Parodi no había tenido tiempo de estudiar el Itinerario de Carlos Anglada (trayectoria de un lírico). En este indispensable tratado, José Formento, asesorado por el mismo maestro, historia sus diversas etapas: la iniciación modernista; la comprensión (a veces, la transcripción) de Joaquín Belda; el fervor panteísta de 1921, cuando el poeta, ávido de una plena comunión con la naturaleza, negaba toda suerte de calzado y deambulaba, rengo y sangriento, entre los canteros de su coqueto chalet de Vicente López; la negación del frío intelectualismo: años ya celebérrimos en que Anglada, acompañado de una institutriz y de una versión chilena de Lawrence, no trepidaba en frecuentar los lagos de Palermo, puerilmente trajeado de marinero y munido de un aro y de un monopatín; el despertar nietzscheano que germinó en Himnos para millonarios, obra de afirmación aristocrática, basada en un artículo de Azorín, de la que se arrepentiría muy luego el popular catecúmeno del Congreso Eucarístico; finalmente, el altruismo y buceo en las provincias, donde el maestro somete al escalpelo crítico a las novísimas promociones de poetas mudos, a quienes dota del megáfono de la Editorial Probeta, que ya cuenta con menos de cien suscriptores y algunas plaquettes en preparación.

Carlos Anglada no era tan alarmante como su bibliografía y su retrato: don Isidro, que estaba cebándose un mate en su jarrito celeste, alzó los ojos y vio al hombre: sanguíneo, alto, macizo, prematuramente calvo, de ojos fruncidos y obstinados, de enérgico mostacho teñido. Usaba, como decía festivamente José Formento, un traje a cuadros. Lo seguía un señor que, de cerca, parecía el mismo Anglada visto de lejos; la calvicie, los ojos, el mostacho, la reciedumbre, el traje de cuadros se repetían, pero en un formato menor. El astuto lector ya habrá adivinado que este joven era José Formento, el apóstol, el evangelista de Anglada. Su tarea no era monótona. La versatilidad de Anglada, ese moderno Frégoli del espíritu, hubiera confundido a discípulos menos infatigables y abnegados que el autor de Pis-cuna (1929), Apuntaciones de un acopiador de aves y huevos (1932), Odas para gerentes (1934) y Domingo en el cielo (1936). Como nadie ignora, Formento veneraba al maestro; éste le correspondía con una condescendencia cordial, que no excluía, a veces, la amistosa reprimenda. Formento no era sólo el discípulo, sino también el secretario -esa bonne à tout faire que tienen los grandes escritores para puntuar el manuscrito genial y para extirpar una hache intrusa.

Anglada embistió inmediatamente el asunto:

– Usted me disculpará: yo hablo con la franqueza de una motocicleta. Estoy aquí por indicación de Gervasio Montenegro. Dejo constancia. No creo, y no creeré, que un encarcelado es persona indicada para resolver enigmas policiales. El asunto en sí no es complejo. Vivo, como es fama, en Vicente López. En mi escritorio, en mi usina de metáforas, para ser más claro, hay una caja de fierro; ese prisma con cerradura encierra -mejor dicho encerraba- un paquete de cartas. No hay misterio. Mi corresponsal y admiradora es Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri, "Moncha" para sus íntimos. Juego a cartas vistas. A pesar de las imposturas de la calumnia, no ha habido comercio carnal. Planeamos en un plano más alto -emocional, mental-. En fin, un argentino no comprenderá nunca estas afinidades. Mariana es un espíritu hermoso; más: una hembra hermosa. Este pletórico organismo está provisto de una antena sensible a toda vibración moderna. Mi obra primigenia, Las pagodas seniles, la indujo a la elaboración de sonetos. Yo corregí esos endecasílabos. La presencia de algún alejandrino denunciaba una genuina vocación para el versolibrismo. En efecto, ahora cultiva el ensayo en prosa. Ya ha escrito: Un día de lluvia, Mi perro Bob, El primer día de primavera, La batalla de Chacabuco, Por qué me gusta Picasso, Por qué me gusta el jardín, etc. En fin, desciendo como un buzo a la minucia policial, más accesible a usted. Como nadie ignora, soy esencialmente multitudinario; el 14 de agosto abrí las fauces de mi chalet a un grupo interesante: escritores y suscriptores de Probeta. Los primeros exigían la publicación de sus manuscritos; los segundos, la devolución de las cuotas que habían perdido. En tales circunstancias estoy feliz, como el submarino en el agua. La vivaz reunión se prolongó hasta las dos a.m. Soy ante todo un combatiente: improvisé una casamata de butacas y taburetes y logré salvar buena parte de la vajilla. Formento, más parecido a Ulises que a Diomedes, trató de aplacar a los polemistas mediante una bandeja de madera provista de facturas surtidas y de Naranja-Bilz. ¡Pobre Formento! Sólo consiguió aumentar las reservas de proyectiles que emitían mis detractores. Cuando el último pompier se hubo retirado, Formento, con una devoción que no olvidaré, me echó un balde de agua en la cara y me restituyó a mi lucidez de tres mil bujías. Durante el colapso erigí un poema acrobático. Su título, De pie sobre el impulso; el verso final, Yo fusilé a la muerte a quemarropa. Hubiera sido peligroso perder ese metal del subconsciente. Sin solución de continuidad, despedí a mi discípulo. Éste, en la logomaquia, había perdido el portamonedas. Con toda franqueza, requirió mi apoyo para su traslado a Saavedra. La llave de mi inviolable Vetere tiene su reducto en mi bolsillo; la extraje, la esgrimí, la utilicé. Encontré las monedas solicitadas: no encontré las cartas de Moncha -perdón, de Mariana Ruiz Villalba de Muñagorri-. El golpe no derribó mi energía siempre de pie en el cabo Pensamiento, revisé la casa y las dependencias, desde el calefón hasta el pozo negro. El resultado de mi operación fue negativo.

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[2] La ejemplar bibliografía de Carlos Anglada comprende también: la cruda novela naturalista Carne de salón (1914), la magnánima palinodia Espíritu de salón (1914), el ya superado manifiesto Palabras a Pegaso (1917), las notas de viaje de En el principio fue el coche pullman (1923) y los cuatro números numerados de la revista Cero (1924-1927)