– Ratifico: me he dejado arrastrar por el ferryboat de mi verba. Wells rioplatense, remonto la corriente del tiempo. Desembarco en el tálamo posesivo. Ya nuestro luchador engendra a su vástago. Nace: es Ricardo Sangiácomo. La madre, figura vislumbrada, secundaria, desaparece: muere en 1921. La muerte (que a semejanza del cartero llama dos veces) lo privó ese mismo año del propulsor que nunca le negara su aliento, conde Isidoro Fosco. Lo digo, lo redigo, sin trepidar: el Commendatore se asomó a la locura. El horno crematorio había mascado la carne de su esposa; quedaba su producto, su impronta: el párvulo unigénito. Monolito moral, el padre se consagró a educarlo, a adorarlo. Subrayo un contraste: el Commendatore -duro y dictatorial entre sus máquinas como una prensa hidráulica- fue, at home, el más agradable de los polichinelas del hijo.
»Enfoco a este heredero: chambergo gris, los ojos de la madre, bigote circunflejo, movimientos dictados por Juan Lomuto, piernas de centauro argentino. Este protagonista de las piscinas y del turf es también un jurisconsulto, un contemporáneo. Admito que su poemario Peinar el viento no constituye una férrea cadena de metáforas, pero no falta la visión espesa, el atisbo noviestructural. Sin embargo, es en el terreno de la novela donde nuestro poeta rendirá todo su voltaje. Predigo: algún crítico musculoso no dejará tal vez de subrayar que nuestro iconoclasta, antes de romper los viejos moldes, los ha reproducido; pero habrá de admitir la fidelidad científica de la copia. Ricardo es una promesa argentina; su relato sobre la condesa de Chinchón aglutinará el buceo arqueológico y el espasmo neofuturista. Esa labor exige la compulsa de los infolios de Gandía, de Levene, de Grosso, de Radaelli. Felizmente, nuestro explorador no está solo; Eliseo Requena, su abnegado hermano de leche, lo secunda y lo empuja en el periplo. Para definir a este acólito seré conciso como un puño: el gran novelista se ocupa de las figuras centrales de la novela y deja que las plumas menores se ocupen de las figuras menores. Requena (estimable sin duda como factotum) es uno de tantos hijos naturales del Commendatore, ni mejor ni peor que los otros. Miento: acusa un rasgo individuaclass="underline" la insospechable devoción por Ricardo. Acude ahora a mi lente un personaje pecuniario, bursátil. Le arranco la máscara: presento al administrador del Commendatore, Giovanni Croce. Sus detractores fingen que es riojano y que su verdadero nombre es Juan Cruz. La verdad es muy otra: su patriotismo es notorio; su devoción al Commendatore, perpetua; su acento, muy desagradable. El Commendatore Sangiácomo, Ricardo Sangiácomo, Eliseo Requena, Giovanni Croce, he aquí el cuarteto humano que presenció los últimos días de Pumita. Relego al justo anonimato la turba asalariada: jardineros, peones, cocheros, masajistas…
Mariana intervino irresistiblemente:
– Cómo vas a negar esta vez que sos un envidioso y un mal pensado. No has dicho ni un poquito de Mario, que tenía la pieza llena de libros al lado de la nuestra y que se da cuenta muy bien cuando una mujer distinguida sale de lo vulgar, y no pierde tiempo mandando cartitas como un pavo. Bien que te dejó con la boca abierta cuando no dijiste ni mu. Es bestial como sabe.
– Exacto; suelo darme una mano de silencio. El doctor Mario Bonfanti es un hispanista adscripto a la propiedad del Commendatore. Ha publicado una adaptación para adultos del Cantar de Myo Cid; premedita una severa gauchización de las Soledades, de Góngora, a las que dotará de bebedores y de jagüeles, de cojinillos y de nutrias.
– Don Anglada, ya me tiene mareado con tanto libro -dijo Parodi-. Si quiere que le sirva de algo, hábleme de su cuñada, la finadita. Total nadie me salva de oírlo.
– Usted, como la crítica, no me capta. El gran pincel -he dicho: Picasso- ubica en los primeros planos el fondo del cuadro y posterga en la línea del horizonte la figura central. Mi plan de batalla es el mismo. Abocetadas las comparsas ambientes, Bonfanti, etc., caigo de lleno en la Pumita Ruiz Villalba, corpus delicti.
»El plástico no se deja arrastrar por las apariencias. Pumita, con su travesura de Efebo, con su gracia algo despeinada, era, ante todo, un telón de fondo: su función era destacar la belleza opulenta de mi señora. La Pumita ha muerto; en el recuerdo esa función es indeciblemente patética. Brochazo de gran guiñoclass="underline" el 23 de junio, a la noche, reía y chapoteaba en la sobremesa al calor de mi verba; el 24, yacía envenenada en su dormitorio. El destino, que no es un caballero, hizo que mi señora la descubriese.
II
La tarde del 23 de junio, víspera de su muerte, la Pumita vio morir tres veces a Emil Jannings en copias imperfectas y veneradas de Alta traición, del Ángel azul y de La última orden. Mariana sugirió esa expedición al Club Pathé-Baby; al regreso, ella y Mario Bonfanti se relegaron al asiento de atrás del Rolls-Royce. Dejaron que la Pumita fuera adelante con Ricardo y completara la reconciliación iniciada en la compartida penumbra del cinematógrafo. Bonfanti deploró la ausencia de Anglada: este polígrafo componía, esa tarde, una Historia Científica del Cinematógrafo, y prefería documentarse en su inefable memoria de artista, no contaminada por una visión directa del espectáculo, siempre ambigua y falaz.
Esa noche, en Villa Castellammare, la sobremesa fue dialéctica.
– Otra vez doy la palabra a mi viejo amigo, el Maestro Correas -dijo eruditamente Bonfanti, que animaba un saco tejido en punto de arroz, una doble tricota de Huracán, una corbata escocesa, una sobria camisa color ladrillo, un juego de lápiz, y estilográfica tamaño coloso y un cronómetro pulsera de referee-. Fuimos por lana y volvimos trasquilados. Los boquirrubios que detentan el cacicazgo del Pathé-Baby Club nos han fastidiado: dieron un muestrario de Jannings en el que falta lo más enjundioso y egregio. Nos han escamoteado la adaptación de la sátira butleriana Ainsi va toute chair, De carne somos.
– Es como si la hubieran dado -dijo la Pumita -. Todos los films de Jannings son De carne somos. Siempre el mismo argumento: primero le van acumulando felicidades; después lo enyetan y lo hunden. Es una cosa tan aburrida y tan igual a la realidad. Apuesto que el Commendatore me da la razón.
El Commendatore vaciló; Mariana intervino inmediatamente:
– Todo porque fui yo la de la idea que fuéramos. Bien que lloraste como una cache a pesar del rimmel.
– Es cierto -dijo Ricardo-. Yo te vi llorar. Después te ponés nerviosa, y tomás esas gotas para dormir que tenés en la cómoda.
– Serás más que sonsa -observó Mariana-: Ya sabés que el doctor ha dicho que esas porquerías no son buenas para la salud. Yo es otra cosa, porque tengo que lidiar con los mucamos.
– Si no duermo, no me faltará qué pensar. Además, no será ésta la última noche. ¿Usted no cree, Commendatore, que hay vidas que son idénticas a las vistas de Jannings?
Ricardo comprendió que Pumita quería eludir el tema del insomnio.
– Tiene razón la Pumita: nadie se salva de su destino. Morganti era una fiera para el polo, hasta que se compró el tobiano que le trajo yeta.
– No -gritó el Commendatore-. El hommo pensante no cree en la yeta, porque yo la venzo con esta pata de conejo. -La sacó de un bolsillo interior del smocking y la esgrimió con exaltación.
– Eso es lo que se llama un directo a la mandíbula -aplaudió Anglada-. Razón pura, más razón pura.
– Lo que es yo, estoy segura que hay vidas en que no sucede nada por casualidad- insistió la Pumita.
– Mirá, si lo decís por mí, estás paf -declaró Mariana-. Si mi casa está hecha un barullo, la culpa la tiene Carlos, que siempre me está espiando.